Aquí no mueren los muertos: el culto a la permanencia

Aquí no mueren los muertos de Melina Balcázar

Por Félix Terrones

 

Comparado con la novela o el cuento, el ensayo es un género poco practicado en América Latina. Sin embargo, una gran parte de escritores se ha servido de él para interrogar aspectos culturales de sus países, los elementos que podrían caracterizarlos, además de singularizarlos. Si bien el ensayo que indaga en la identidad de una nación resulta anacrónico en un periodo como el actual —cuando la doxa general clama la caída de las fronteras—, sigue vigente la inquietud por interrogar periodos sociales, políticos y literarios que representan cicatrices en el imaginario. Basta pensar en ensayistas como Horacio Castellanos Moya, William Ospina o el mismo Roberto Bolaño para hacerse una idea. En este ámbito, es sintomático constatar que la reflexión de las escritoras no se orienta tanto por lo identitario como por la conjunción de la historia con lo individual. Pienso, por ejemplo, en ensayistas como la peruana Patricia de Souza o, más recientemente, la argentina Leila Guerriero. A éstas se les acaba de sumar la mexicana Melina Balcázar con su ensayo sugerentemente titulado Aquí no mueren los muertos (Argonaútica, 2020).

Aquí no mueren los muertos parte de una anécdota que marca el tono y la orientación del ensayo. Cada año, en el Día de Muertos, la autora y su hermano debían jugar afuera de la casa pues los familiares difuntos —en particular la hermana mayor— visitaban a quienes seguían vivos en el hogar familiar. Si bien apenas nadie visitaba la tumba de la hermana mayor, eso era porque ella siempre tuvo un altar en la casa alimentado por el fervor materno. Más adelante, Melina Balcázar cuenta lo que significaba para la niña que alguna vez fue alternar entre la Iglesia Católica, a la cual acudía su madre, y la Iglesia Mexicana Patriarcal, a la que era llevada por su padre. La mujer que recuerda evoca a la niña en el Templo del Mediodía de la capital, adonde había llegado la familia para buscar una vida mejor. Allí, el padre y su hija encontraban ánimos, pero también una espiritualidad apartada de los dogmas católicos, una espiritualidad hecha de sincretismos, junto con la convicción de que se pueden establecer puentes, mediante el trance, la posesión, la videncia y la clarividencia, con los muertos. A diferencia de esta espiritualidad vivida en la infancia, el espiritismo acerca del cual habla Balcázar se valía de medios mecánicos como la fotografía para formalizar, lejos de los principios de la fe, un contacto con el más allá, un contacto basado en la técnica y el raciocinio.

Digo que a partir de esa anécdota personal Melina Balcázar marca el tono pues su ensayo, breve aunque intenso, oscilará entre el testimonio y la reflexión. Desde luego no se trata de una reflexión exhaustiva ni penetrante sino más bien de una indagación, un tanteo en medio de la neblina de los recuerdos, las intuiciones, las revelaciones. Porque la escritura de Melina Balcázar zigzaguea incesantemente entre lo personal y lo familiar, lo tribal y lo nacional, lo patrio y lo global. Al hacerlo no subraya las diferencias, sino que establece pasarelas que, pese a no ser enunciadas, resultan puentes secretos para acercar en los contrastes. En esta dinámica, por ejemplo, resultan emblemáticas la trayectoria de los escritores; en particular, el francés Víctor Hugo y el mexicano Juan Rulfo. Si Víctor Hugo estaba convencido de que era posible comunicarse con el espíritu de su hija fallecida, y hasta escribió un libro al respecto, Juan Rulfo indagó mediante su escritura los silencios y las ausencias de los seres queridos, como su madre, pero también esa herida mortal que representa la página en blanco. Se trata de figuras paternas, símiles de autores, hermanos y semejantes, en los que Balcázar se apoya para delinear la complejidad del vínculo que tenemos en el siglo XXI con los fallecidos.

Dicha complejidad es consecuencia de un proceso relativamente reciente, que Balcázar identifica en su ensayo con la aparición del psicoanálisis y la necesidad del duelo. El proceso y la necesidad del duelo obligaría a quienes perdieron a alguien a una forma de terapia que es exorcismo. Uno debe despojarse de la memoria del fallecido para seguir adelante, continuar con su vida. Porque los muertos pueden convertirse en un lastre doloroso para la madre que perdió a su hijo, para el hijo que perdió a sus padres, ellos pueden inducir a un círculo vicioso e infernal del cual sería imposible salir bajo riesgo de desnaturalizarse, de ser infiel a los fallecidos. Por lo demás el psicoanálisis habría convertido en patologías otros acercamientos a la muerte que terminaron condenados a una forma de olvido. Si la escritura es caracterizada por Melina Balcázar como otra forma de permanencia —el signo lingüístico como aquello que no está, el signo lingüístico que corporeiza la ausencia— la fotografía efectuaría otro tanto, pero ya no en nuestro tiempo, curiosamente esclavizado por y para la imagen, sino en el siglo XIX y a comienzos del siglo XX. En dicho periodo fue una costumbre tomarse fotos con los fallecidos, más aún hacer como si estos siguieran vivos, era necesario inmortalizar, gracias a la técnica, el instante antes de que el muerto perdiera color en su rostro, ese momento breve de gracia que antecede a lo definitivo. Para Melina Balcázar se trataba de otra manera de acercarse a la muerte, para la cual hemos perdido empatía, pero quizá era una forma más amable, gracias a la cual los fallecidos seguían con nosotros, no eran arrimados a una apariencia de olvido, sino que eran integrados en nuestra vida cotidiana. Como cuando su madre ponía una foto de su hermana mayor en su altar: ella seguía allí, era una presencia.

Los muertos son una paradoja, ellos son los ausentes que nos negamos a dejar que se desvanezcan del todo. Ellos ocupan un vacío que nosotros, quienes sobrevivimos, necesitamos llenar con historias, recuerdos, hasta invenciones. Son una página en blanco que hizo irrupción en un continuum de letras y ruido para obligarnos a encontrar un sentido. Porque la muerte es el absurdo absoluto, allí está el lenguaje, y en él la escritura para alcanzar una comprensión. Incluso si ésta nunca puede ser más que paradójica, estar llena de contradicciones. El ensayo de Melina Balcázar es breve, pero apunta en diversas direcciones que resuenan en el lector una vez que éste cierra el libro. ¿Hasta qué punto nuestra experiencia de la muerte es intransferible? ¿Cómo compartirla con los demás mediante el lenguaje que utilizamos todos los días, herramienta manoseada, acaso demasiado conocida, despojada de trascendencia? Allí están las imágenes —literarias o fotográficas—para alcanzarnos un esbozo de respuesta. “En México nunca muere nadie, nunca dejamos morir a los muertos” dice Juan Rulfo por intermedio de Melina Balcázar quien lo cita nada más empezar el libro. Un muerto habla de los muertos gracias a la intervención de la autora, convertida ella misma en médium, quien recoge palabras ajenas para integrarlas a la suya, piedras que resuenan en el lector, tierra que se abre y libera a los nuestros: todos quienes vivieron antes que nosotros y sin quienes nunca habríamos sido.

 

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Félix Terrones. Autor de las novelas El silencio de la memoria (2008) y Ríos de ceniza (2015). Además, es autor del libro de novelas cortas A media luz (2003), el libro de microrrelatos El viento en tu cara (2014) y el ensayo Un sueño hecho ficción: los prostíbulos en las novelas latinoamericanas (2019). En coautoría, junto con Luis Hernán Castañeda y Paul Baudry, publicó Cuadernos de Obrajillo (2019). Doctor en estudios hispanoamericanos por la Université Bordeaux-Montaigne (Francia). Editor y antologador de la obra de Sebastián Salazar Bondy para la Biblioteca Ayacucho de Venezuela. Articulista en diversos medios europeos y americanos. Entre otras instituciones, enseñó literatura latinoamericana y traducción en la Ecole normale supérieure de París (Ulm), así como creación literaria en SciencesPo (París). Profesor asociado de literatura latinoamericana en la Universität Bern (Suiza).