El golpe de una escritura eterna: los cuentos de Thomas Wolfe

 

Por Leopoldo Lezama

 

Alguna ocasión William Faulkner dijo con fría certeza que Thomas Wolfe era “el mejor fracaso de la literatura norteamericana”, quizás porque este autor monumental había sido menos apreciado que narradores contemporáneos como John Dos Passos, Ernest Hemingway y Francis Scott Fitzgerald. No obstante, Faulkner también fue atinado cuando dijo que Wolfe es el mejor escritor de esa brillante generación. ¿Por qué un prosista extraordinario de la talla de Thomas Wolfe se aprecia casi ochenta después de su muerte? Acaso porque no alcanzó a afianzar su posteridad debido a su temprana muerte en 1938 a los treinta y siete años, o porque su obra, desmesurada y experimental (que le valió la crítica de sus colegas y editores) tardó en encontrar a sus lectores. Por tal motivo, es estimulante ver traducidos al castellano los cuentos de uno de los maestros de la narrativa contemporánea (su reconocimiento en nuestro idioma no ha sido siquiera cercano a lo que merece). Se trata de un voluminoso tomo de casi mil páginas editado por Páginas de espuma (2020), que en palabras de su traductora Amelia Pérez de Villar, da cuenta de “un corpus titánico que contiene un universo titánico”. Lo cierto es que Pérez de Villar no sólo ha conseguido traducir los cincuenta y ocho relatos de Wolfe que componen su narrativa breve, sino que ha respetado el tono, la energía y la mística de una escritura intensamente poética, y que en todo momento se sumerge en las profundidades del espíritu humano, lo cual, vuelve a esta empresa terriblemente complicada. El ritmo desbordante, las repeticiones hipnóticas que son casi letanías, la sensación onírica que deja esas largas excursiones al pasado, el efecto de eternidad que logra con su frenesí constante, son elementos que Pérez de Villar ha logrado captar con asombrosa eficacia.

 

II

 

Adentrarse en los cuentos de Thomas Wolfe es un sumergimiento hacia las profundidades humanas que el narrador ha recorrido como pocos escritores del último siglo (lanzó al aire enormes alas y echó a la mar enormes embarcaciones). Y Wolfe creó un río narrativo donde los más brutales movimientos del espíritu salen a la superficie desde el fondo de su propia experiencia. Se sabe que algunos cuentos son fragmentos de proyectos de novelas o incluso de novelas consumadas como El ángel que nos mira (la primera que dio a la imprenta). Se sabe también que en su mayoría son vivencias autobiográficas las que dan motivo a toda su narrativa: su infancia en Asheville y San Luis (donde el taller de cerámica del padre juega un papel crucial); su paso por la Universidad de Harvard en Boston, sus viajes a Europa, su estancia en Nueva York y sus recorridos a lo largo y ancho de los Estados Unidos. Ese ángel que observa desde el porche del taller paterno y que fue diseñado por el genio de la mano creativa, es el comienzo de una narrativa enérgica y en extremo detallista, guiada por esa esencial emoción por contar (responsable en gran medida de magníficas descripciones de lugares y ambientes emocionales, y de que a menudo, el narrador comience hablando de un tema y termine con otro completamente distinto). Por consiguiente, la sensación de la lectura de Thomas Wolfe semeja a una llovizna de brillos, cuya prosecución depende de una serie de impulsos poéticos, más que de la resolución de una trama: Una luz, la gloria, una polilla, un grito que se pierde a lo lejos, un triunfo, una memoria, una canción, peán y profecía, un instante perdido para siempre, una palabra que no puede morir, chorro de fuego y toque momentáneo de pasión y éxtasis… (dice en El tren y la ciudad al describir la llegada de la primavera). Van explotando a cada instante las pulsiones más violentas y sublimes del alma, y en ese sentido, Wolfe está muy cerca de obras como la de Shakespeare, donde es la poesía quien hace ese abordaje hacia el abismo humano. La naturaleza, la atmósfera, adquieren la forma de la exaltación o el declive del espíritu; la realidad y el mundo interior desarrollan un sutil juego dialéctico que estructura la naturaleza de estos relatos. Escritura que se levanta como fuego de artificio y se desploma, con el peso de una ceniza que se reivindica en el privilegio de haber alumbrado en lo alto. Y es por esa caída que los presentes relatos están llenos de errancia; vagabundos, viajeros sin rumbo, hombres que en algún momento experimentan una suerte de epifanía inversa donde descubren el devastador paso del tiempo. Y ese derrumbe provocado por el fracaso, Thomas Wolfe lo personifica con un desconcertante magisterio: “Con la gente tocada por la devastación no hay término medio, sólo existen dos posibilidades: o los amas o los odias… Cuando nos gusta una persona así es porque ha muerto sin remedio: ha perdido la vida porque la amó demasiado y la rodea un halo de grandeza que la lleva a gastar con prodigalidad aquello que más ama… Solo muere quien ama la vida de ese modo” (dice en “La casa apartada y perdida”, donde narra un viaje a Inglaterra buscando la paz para escribir).

 

III

 

Wolfe no aborda sus personajes sin antes haber recorrido el fondo de su alma; no puede solamente echar sus criaturas al mundo sin haber explorado sus infiernos (como dijo Jorge Luis Borges de Oscar Wilde: es uno de esos escritores que no pueden ser superficiales). Línea a línea hay un descendimiento a las grutas de hombres y mujeres complejos; y entonces cuando volteamos a verlos en su completud, es como si apreciáramos un óleo policromo donde el espíritu relumbra o se oscurece: “La devastación que se percibía en él no era de la carne como del espíritu. Era como si le hubieran arrancado algo vital, algo que no eran los vacíos del cuerpo sino del alma, que había sido destruida”. Wolfe es de esos escasos escritores capaces de cargar con la fuerza edificante y vital de la luz humana, y el poder destructivo de sus sombras. Y esos poderes constitutivos no los insinúa, sino que los hace palpables, y puede pasar páginas enteras describiendo el hundimiento de una familia, o el carácter de un ser atormentado. Abundan los relatos donde el viajero retorna a su lugar de origen y lo encuentra irreconocible, como “El muchacho perdido”, donde reconstruye el paisaje de la niñez para traer de vuelta a un hermano muerto, pero al llegar a su antiguo hogar, se da cuenta que es su memoria la que ha estado buscando el tiempo; una esperanza inexistente en la cual depositar algo vital; algo, que, más allá de cualquier esfuerzo, está ya perdido (“como todos nosotros, un punto en el laberinto ciego”). Wolfe es el escritor de su generación que mejor captó esa sensación de extravío en medio de aquella electrizante civilización estadounidense de las primeras décadas del siglo XX, que avanzaba con el hambriento impulso de un ferrocarril. El individuo de aquellos pueblos protegidos por la intimidad de la lejanía, se enfrentan al hecho abrumador del crecimiento de las ciudades. La gran urbe, Nueva York, encumbra la ambición con una majestuosidad que se tiñe de glamour y gloria en El gran Gatsby de Fitzgerald; o se derrumba en el pesimismo de individuos grises condenados al fracaso en Manhattan Transfer de Dos Passos. En el caso de Thomas Wolfe, Nueva York da pie a relatos admirables como “Sólo los muertos conocen Brooklyn”, una pequeña obra maestra que condensa ese sentido de extravío, muerte y sorpresa que impregna una ciudad de tales dimensiones. La tesis es sencilla y fascinante: sólo los muertos conocen Brooklyn, porque como ella, los muertos son eternos. Y en el fondo de sus aguas yacen, perdidos, al igual que millones que a diario circulan en el laberinto de las urbes. El vagabundo que viaja sin rumbo fijo en el tranvía con un mapa bajo el brazo en busca de lugares insólitos, es una de las metáforas más bellas de la existencia en las megalópolis. ¿Quiénes son los que están muertos, quiénes los perdidos? ¿Los ahogados en el fondo de las aguas o los individuos de las ciudades?: “Somos los muertos, ¡ah! Tiempo ha que nos ahogamos, y ahora caminamos a tientas por los fondos marinos de un mundo sepultado. Somos los ahogados, nos arrastramos ciegos, caminamos a tientas… Estamos perdidos, átomos sin ojos de las entrañas de la selva”. En otro bello relato, “La muerte, ese hermano orgulloso”, es la propia ciudad quien le habla al lector, imponiendo su fatalidad majestuosa: “Yo soy la ciudad, la ciudad de un millón de pies y un millón de rostros. Mi vida se compone de las vidas de diez millones de personas que vienen y van, que pasan, mueren, nacen y vuelven a morir, mientras yo permanezco, inmutable. Hombrecillo, hombrecillo…”. No obstante, Wolfe también voltea hacia aquellos lugares donde la existencia se alumbra con la luminosidad de la primavera con su brillo evanescente y sobrenatural; o bajo la luz artificial que desnuda la oscuridad lila e inmensa que precede al amanecer: Broadway y su vida nocturna, sus lujosos moteles, sus teatros, bares y prostíbulos; sus noches de juerga; o Hollywood, ese “bostezo vacío”, ese fulgor enloquecido que deambula por el aire nocturno para “alimentarse de la soledad” de seres confundidos.

 

IV

 

Thomas Wolfe le cantó a la gloria de América*. Una gloria muerta, huidiza y siempre a la expectativa de germinar a lo largo de los cuatro mil kilómetros que cruzan el gigante dormido. En estos cuentos hay una reafirmación, un sentido de pertenencia a la tierra extraviada, como los vagabundos que, invadidos por una excitación incomprensible, se les ve tomar el camino hacia la ciudad enferma al llegar el ocaso. Sin embargo, esa tierra desde siempre maldita, ha sido durante un siglo el gran motor del mundo. Y el narrador es ese ferrocarril enérgico (esa gente marchando en medio de la noche) que cruza de costa a costa respirando el brillo de una nación convaleciente: yo lo sé, lo sé, que dijeron que no había gloria, grandiosidad ni grandeza en nuestras vidas. Wolfe dejó desperdigado en sus relatos ese gran canto de la América moderna; el crujido de los cascos de caballo galopando la tierra; tierra fértil para los que ansían labrar, para aquellos que, llenos de entusiasmo, se lanzaron juntos a lo oscuro para edificar una nación de montañas de hierro. Y de todas partes llegarán hombres y mujeres a poblar esas tierras (el amargo camino de los exiliados); un espacio donde la riqueza está siempre al acecho. Que el petróleo se desborde por el árido suelo texano; que las vitrinas de todos los comercios se atiborren de productos que nadie observará: al fin de cuentas, somos yanquis. Así, Wolfe es una sensibilidad poderosa que quiere desentrañar esa magia enterrada donde se concentra la grandeza de América; una luz, una llama, una gloria, un algo impalpable, indefinible, que permea desde los campos algodoneros del sur hasta los caminos nevados de Montana. Un hambre de erigir un trono invisible, león de fauces sulfurosas, un anhelo de que los rieles del tranvía ensordezcan el mundo entero con su violento chirriar; esta América áspera y distante… enorme, oscura, ¡criatura demonio, progenitor de la noche! Y por si no bastara la plegaria a esa tierra prometida; la palabra de Thomas Wolfe se adelanta a los tiempos como un designio funesto; América y su profecía no expresada. Porque casi un siglo antes de que en Nueva York cayeran sus dos grandes torres, Thomas Wolfe había escrito: La luz se mueve en silencio y forma un patrón de soledad; el abismo envarillado de Manhattan reluce a la luz de la luna… hasta que sabemos que lo único que existe son los grandes vértices de la luz y la negrura, y que los edificios nunca estuvieron ahí (“El prólogo de América”). América violenta que caerá como un pesado bloque de ceniza luego de su incendio agresivo; enorme sabueso de la oscuridad que corre eternamente en nuestra sangre. Los muelles de Brooklyn amanecerán con una escarcha envenenada; fábricas convulsas enloqueciendo en la noche abismal; pájaros muertos en las costas de Maine; el ruido crujiente de un último pedazo de pan destrozará la paz nocturna en alguna casa humilde de Nueva Orleans; rezos descompuestos despostillarán los mosaicos de una iglesia en Alabama; fantasmas sin rostros desfilarán por las demenciales calles de Boston, y se escuchará el rumor de grandes graneros durmientes y orgullosos en la tierra abundante de Pensilvania. Así agonizará América: orgullosa y durmiente como una reina loca. Y a lo lejos se observará el Capitolio en llamas como un último vaticinio cumplido (Eso es el Gobierno, eso es Washington. Todos los edificios están encendidos); porque en ese amanecer inerte, el gran gigante no reconocerá su cadáver: Ve, aventurero, si así lo quieres: atraviesa esta tierra y nos encontrarás ardiendo en medio de la noche.

*

 

*  América se entiende aquí como los Estados Unidos de América.

_____________________________

 

Leopoldo Lezama.

 

Leopoldo Lezama es editor y ensayista. Es autor de En busca de Pedro Páramo.