El suicidio del filósofo

Ilustración de Elsa Rodríguez Brondo.

Por Francisco Barrón

¿El suicidio de un filósofo es como el de cualquier otra persona? Parece que la fama no los deja serlo. Hay todo un discurso para hablar de las anécdotas de como los filósofos antiguos se quitaron la vida: lo hicieron por algo, hay que descifrar un sentido allí, tenemos que aprender de sus últimas acciones… Sócrates se suicidó para darle una lección a Atenas, nos gusta decir. Demócrito decidió morir de hambre cercado por la abundancia de sus semejantes, podríamos decir que habría algo que aprender allí. Séneca se suicidó para mostrarle algo al tirano, nos gusta afirmar así como así. Empédocles se lanzó al Etna para estar en comunión con la naturaleza o para ser venerado como dios, damos lección.

Un filósofo se da la muerte a sí mismo. Y si los antiguos se multiplican, los filósofos recientes tampoco son pocos: Paul Lafargue, George Palante, Sarah Kofman, François Zourabichvili, Guy Debord, André Gorz… Pero, ¿de los suicidios de filósofos recientes nos sería posible aprender algo?

Walter Benjamin se suicidó antes de correr el riesgo de caer en manos de los nazis, tomando morfina -los filósofos y su gusto por las drogas- el 26 de septiembre de 1940 en un hotel de Portbou, España. De las circunstancias de su muerte Hannah Arendt en Hombres en tiempo de oscuridad escribió: “su torpeza lo llevó al centro mismo de una desgracia”. [1] Gilles Deleuze se suicidó antes de soportar más el sufrimiento causado por la enfermedad producida por su adicción, saltando desde la ventana de su departamento el sábado 4 de noviembre de 1995 en París.[2] Para especificar el sentido de su muerte Jacques Derrida en “Tendré que errar solo” usa una cita del poeta Joë Bousquet, que a su vez Deleuze había citado en Lógica del sentido: “A mi gusto por la muerte, dice Bousquet, que era un fallo de la voluntad, sustituiré un deseo de morir que sea la apoteosis de la voluntad”. Deleuze seguía allí mismo: “Que en todo acontecimiento esté mi desgracia, pero también un esplendor y un estallido que seca la desgracia”.[3] ¿Por qué deberíamos aprender algo de estas acciones de muerte? ¿Cómo escribir los discursos que arrebaten a estas muertes autoinflingidas un sentido mayor? ¿Podemos hacerlo aún?

¿Cuando se mata hay algún “esplendor” a rescatar en esa “desgracia” en la que se mete solo un filósofo? Un lugar común para pensar los suicidios de los filósofos quiere que tengan más sentido que cualquier otra muerte autoinflingida. Los filósofos no se matan como cualquier otra persona, se nos dice. ¿Qué diferenciaría esta muerte de cualquier otra muerte? ¿Tiene más sentido que cualquier otra? Este lugar común quiere que lloremos más la muerte por propia mano de un filósofo porque se pierde algo más que un cuerpo cualquiera. Y no es que solamente se nos fuera irremediablemente algo singular con la vida de la persona que filosofa. Eso diferente se juega en el sentido de su muerte. Es como si los suicidios de los filósofos tuvieran algo que enseñarnos, una lección. Una pedagogía de la muerte. No es que fueran profesores de como matarse, es que su suicidio tendría algo de excepcional. Se trataría de una materia a analizar y elaborar discursiva, conceptualmente.

Y es que los suicidios de los filósofos se cuentan… Es que hay algo que contar en sus muertes, algo pasa allí que debe importar… La excepcionalidad de esas muertes autoinflingidas pasaría por el discurso. Pues sus suicidios estarían pensados, teorizados, elaborados en un discurso conceptual. Ya sea por ellos mismos o por alguien más, un discípulo, un profesor de escuela. Como si porque se hubiera teorizado o pensado, el suicidio de cualquier filósofo tuviera un sentido singular. ¿Y por eso deberíamos salvaguardar relatos de las muertes en sus propias manos? Sócrates se suicidó para darle una lección a Atenas, nos gusta decir.

Por otra parte, ese carácter discursivo, anecdótico, en el que se juega la excepcionalidad de lo que hizo el filósofo genera un efecto interesante. La excepcionalidad del suicidio de cualquier filósofo pasaría porque son muertes voluntarias. ¿Y no todos los suicidios lo son? Los suicidios de los filósofos son más voluntarios que los incontables que se avientan de un puente o a las vías del metro. Archivoluntarios, nos darían a pensar la voluntad misma de muerte. De allí que Benjamin al escapar se encerró a sí mismo en la muerte, según nos cuenta Hannah Arendt. De allí que Deleuze se matara en un acto vital apoteótico, según cuenta un discurso corriente. Quizás habría que repensar ahora este discurso que nos exige tener como excepcional el suicidio de un filósofo. ¿Podríamos pensar la muerte autoinflingida de un filósofo en relación con los números anónimos que contabilizan suicidas por días, meses, años? ¿Podríamos concebir la muerte de un filósofo como algo asignificativo, perteneciente al conjunto de las muertes humanas?

¿Habría muertes de filósofos no excepcionales?

 

*

  1. Hannah Arendt escribe en una carta a Scholem del 17 de octubre de 1941 sobre esta desgracia en la cual Benjamin se había encerrado por torpe: “Lo demás lo sabrá usted seguramente: que tuvo que partir con personas que le eran completamente desconocidas; que eligieron el camino más largo, que implicó una caminata a pie por la montaña de aproximadamente siete horas; que por razones inconcebibles destruyeron sus documentos de residencia franceses y así se impidieron ellos mismos la vuelta a Francia; que luego llegaron a la frontera española justamente veinticuatro horas después de su cierre a personas sin pasaporte nacional —a todos tan solo nos quedaban los papeles del consulado americano—; que Benji se había derrumbado varias veces ya en la ida; que a la mañana siguiente deberían ser entregados en la frontera española, y que él, en la noche que se les había concedido, se suicidó.” “Hannah Arendt: ‘En la noche que se les había concedido, se suicidó’”, en https://elpais.com/cultura/2018/02/19/babelia/1519044402_136285. 
  2. Octavi Marti, “Se suicida Gilles Deleuze, el gran filósofo heterodoxo”, en https://elpais.com/diario/1995/11/06/cultura/815612401_850215.htm
  3. Gilles Deleuze, Logique du sens. Paris, Minuit, 1969.

*