Juan Rulfo y el siglo de un país en llamas

"El Gallo se llama Rulfo". Fernando Lezama.

Editorial

En el centenario de Juan Rulfo, cuando se han multiplicado los homenajes, estudios y reediciones de su obra, México está viviendo una de las épocas más violentas de su historia. Una historia oscura, donde el asesinato y el despojo han marcado el destino de un pueblo sometido por el hambre y la violencia. Por eso Rulfo no es sólo el escritor mexicano universal, sino el que mejor supo leer el devenir funesto de la sociedad mexicana.

La obra de Rulfo resulta profética cuando en el mundo entero la palabra México tiene un significado de horror y muerte. El paisaje del Jalisco sureño que impregna el ambiente de Pedro Páramo y El Llano en llamas, fue durante la niñez del escritor una zona agitada por la revuelta cristera y por las secuelas de la gran Revolución de 1910. Hoy ese paisaje está siendo devastado por la voracidad de las empresas mineras y por la brutalidad del narcotráfico. Y esa ha sido la suerte de todo el territorio nacional. El abuso de poder, la corrupción, el asesinato por tierras, el drama de la migración, la miseria del campo, están ya en la narrativa de Juan Rulfo, pero también, y por desgracia, son el reflejo de la condición de un país. Y la obra del escritor jalisciense es la manifestación profunda, poética y desgarrada, de nuestra realidad histórica.

Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver la tristeza a la hora que quiera. El aire que ahí sopla la revuelve. Pero no se la lleva nunca. Está ahí. Como si así hubiera nacido.

“Nos han dado la tierra”, versa uno de sus cuentos. Sí, pero vendieron nuestros frutos, nuestros recursos naturales, nuestra fuerza de trabajo. Y también vendieron nuestras almas, porque la vida en este país vale la ambición de un cacique o la crueldad de un sicario. Más de seis décadas después de la publicación de Pedro Páramo, el país se ha convertido en un enorme camposanto, cuerpos que se amontonan en fosas en espera de ser hallados. Como en Comala, los muertos de México tampoco tienen descanso.

—¿Eres tú la que ha dicho todo eso, Dorotea?

—¿Quién, yo? Me quedé dormida un rato. ¿Te siguen asustando?

—Oí a alguien que hablaba. Una voz de mujer. Creí que eras tú.

—¿Voz de mujer? ¿Creíste que era yo? Ha de ser la que habla sola. La de la sepultura grande. Doña Susanita. Está aquí enterrada a nuestro lado. Le ha de haber llegado la humedad y estará removiéndose entre el sueño.

Pero los otros muertos, aquellos que se llevaron, aquellos a los que les quitaron la dignidad del reposo, ¿dónde están? ¿En dónde rezarán sus deudos? 

Hay pueblos que saben a desdicha, se les conoce con sorber un poco de su aire viejo y entumido, pobre y flaco como todo lo viejo. Este es uno de esos pueblos, Susana.

“Nos han dado la tierra”; sí, ¿pero qué tierra nos dieron? Tierras muertas en las que nunca se asoma la lluvia, porque los terrenos fecundos se lo quedaron los nuevos caciques, las mineras extranjeras, las empresas agrícolas y ganaderas, las grandes constructoras, el narcotráfico. Y sí, aquí no hay sombra ni semilla de nada, más que de catástrofe.

Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio.

Esta es la tierra que nos dio la Revolución, la democracia y el progreso. “Solidaridad. Bienestar para tu familia. Para que vivas mejor. Para que te alcance”. Voces esperanzadoras que llegaron para conducirnos a nuestro exterminio.

No, el llano no es cosa que sirva. No hay conejos ni pájaros. No hay nada… Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbala a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga.

Y esta tierra que nos dieron sólo ha servido para ser nuestro sepulcro, en Allende, Coahuila, en San Fernando, Tamaulipas, en Ayotzinapa, Guerrero. En Veracruz, en Ciudad Juárez, en Sinaloa, en todas partes.

Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos semillas de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni zopilotes.

Porque en esta tierra lo único que hemos cosechado son cadáveres sin rostro ni memoria. Estamos llegando al derrumbadero. O quizás tiene ya mucho tiempo que lo pasamos, que caímos en lo más hondo. Y como el descenso de Juan Preciado a Comala, aquí todo es cuesta abajo, y vamos sin remedio a donde el calor es todavía más fuerte. Por eso no tenemos respiro y nos quemamos lentamente, año tras año, siglo tras siglo, en esta gran llanura encendida que es México.

 

"El Gallo se llama Rulfo". Fernando Lezama.
“El Gallo se llama Rulfo”. Óleo de Fernando Lezama.