Una casa blanca de puertas abiertas: Antología personal

César Alain Cajero Sánchez

 

Preliminar

Conocí a César Alain Cajero en la Facultad de Filosofía y Letras hace unos quince años. Era entonces un joven introvertido, lúcido y con un sentido híper crítico que en ocasiones lo hacía parecer áspero. Sin embargo, quienes lo conocimos sabíamos de su nobleza, su timidez extrema y su erudición en cuestiones poéticas. Porque su principal interés siempre fue la poesía; los franceses del siglo XIX, los románticos alemanes, los Contemporáneos mexicanos. Sus intervenciones en las aulas de clase solían ser inteligentes, y en la cafetería podía pasar largos ratos en silencio escribiendo frases en hojas sueltas que a menudo tiraba a la basura. Tenía ese aroma serio y umbrío que portan las almas que han visto y padecido mucho, “el violento caer del Ser en las sombras”, dice él en un verso. César sabía de los confines humanos: la enfermedad, los océanos de la angustia, la proximidad de la muerte.  Toda su poesía es una extensa premonición de ese episodio final que él acuñó como ese valioso peldaño que lleva hacia territorios fabulosos.

La editorial Verso destierro publicó su único libro, Vuelo inverso de las aves sangre (2018), donde se concentran todos sus esfuerzos por desplegar una poética muy particular hecha de las cenizas, pero también de los astros que gravitaron en él.  Un esfuerzo por traducir mediante la palabra esa sensación de saberse en otro lado y sin embargo, la posibilidad, la esperanza de permanecer: “Tan solo otra voz, otro momento antes del sueño, otro instante para creer que hemos vivido; que en este día no somos tan solo recuerdos, como todo en este polvo de la historia y de los hombres”. 

Me tocó publicar sus primeros poemas en una antología de la facultad de filosofía, que elaboramos en la primera década del siglo XXI: Perduración de la palabra. Sus poemas iniciaban el libro, y entre ellos había uno, “Muerte y nacimiento de la luz”, donde habla de la luz que se mira morir en el espejo. Eso fue él: una ráfaga lumínica que se contemplaba en sus múltiples espejos, o mejor dicho, sus múltiples laberintos. César Alain Cajero fue un tránsfuga de esta vida, siempre en busca de la “otra voz”; esa que le revela “el canto sumergido al fondo del estanque”.

Unos meses antes de su muerte lo encontré en la calle por casualidad. Me platicó que el día que le llegaron las pruebas de imprenta de su libro, sufrió un accidente cayendo a las vías del metro. “Lo parí, prácticamente”. Toda su poesía deja la impresión de esa difícil tarea, de quien desciende a un volcán en llamas y logra salir con un puñado de visiones. Ese día le dije que pensaba publicar poesía en una revista que edito junto a unos amigos. Que sería muy bueno que me enviara algunos poemas suyos para publicarlos. Me dijo que acaso armaría alguna especie de recopilación o de síntesis. Recordamos unas líneas que escribió muchos años atrás, donde relata el trayecto de un viajero que llega a “una casa blanca de puertas abiertas”. Le pareció bien como título. Ahora está ya del otro lado de esa puerta. “Buen viaje, viajero frío”, le dije. Sonrió en silencio. Nos dimos un abrazo y se perdió en la noche.

Leopoldo Lezama

 

*

Quisiera hablar hoy de mariposas negras atravesadas por un número,

de blancos gritos recostados,

pero he tenido que mirar en el espejo y reconocer lo que he perdido.

 

Una gris paloma trajo los días

con una fotografía cortada con navajas.

Y hay cierta luz que no deja de mirarte;

una blanca losa que suena a muerto;

una noche alada entre dos puertas y un débil latido encerrado.

 

En un frasco, dos manos azules y una puerta donde se lee “dónde”;

en otra puerta una oreja abandonada,

un corazón todavía rojo de haber latido.

Bajo una luz donde nunca llueve se oye “pudieron haber nacido”

y oigo estos pasos seguir, detenerse, seguir,

y salir por otras calles.

 

Dos ojos negros que supieron ver la noche

van deprisa junto a sus pasos.

En la nube blanca que corre, dos pies gangrenados.

Medio rostro en silencio donde debió haber otros labios.

Y sin nadie los pasos en esta casa de puertas abiertas

lejos del mundo.

 

Basta tan solo un momento, basta tan solo una risa, una escalera rota,

una ventana; basta tan solo estar vivo.

Los muertos tienen su propio lugar en otra parte.

Si yo creyese en dios, rezaría.

Si creyese en los hombres, pediría una mano a gritos.

Si creyese en mí mismo hace mucho que me hubiese ido.

Pero no hay espacio para quien ya no es más que esta casa

en la sombra vacía de su pecho.

Los rezos se quedan afuera.

En la tierra hay todavía hombres

y en los labios de ellos se lee aún la esperanza.

 

No hay nada más que sombras, blancas sombras en la oscuridad

atravesadas con un número.

Hay un pulmón de cáncer entre cristales

como para que alguien lo vea.

Hay un muñón que revienta en verde y veinte dedos ennegrecidos.

Esto diría si aún fuese un hombre.

Pero ya no me alcanzan las palabras.

 

 

“Ya no me alcanzan las palabras”

dijo la enfermera a la mujer de azul vestida.

“Simplemente reventó, reventó por dentro”

Y el silencio cubrió el cuarto

como una lluvia negra y repentina.

 

 

Hay otra ausencia en nuestros nombres.

Somos nosotros.

 

Creemos saber de nuestros labios.

De estos ojos, de la sangre, el corazón;

este aire cálido que nos sigue al haber nacido.

 

Creemos conocer nuestras manos,

tocar en voz alta estos pechos nubes;

este rojo interior,

oscuro astro.

 

Tanta oscuridad al volver los ojos.

Tanta sombra que no atrevemos a decirnos;

todas esas cerradas páginas que nos han ido formando.

Sólo llamamos aquello que es

al abrir los ojos,

no aquel ruido nocturno

detrás del

iris

que nuestras uñas crece, que nuestros huesos nace.

 

Detrás de la piel termina nuestro idioma;

ya tan sólo una antigua lengua.

Estamos tan a oscuras por dentro.

Hay otra ausencia en la que no pensamos.

Hay ese silencio que en la noche

se escucha al cerrar los ojos.

Hay otra ausencia que no conocemos.

Hay algo

para lo que no tenemos nombre.

 

Somos nosotros.

 

 

Ese blanco sueño donde no estamos.

Esa oscuridad tan profunda y sin memoria.

Fentanilo, blanco toro sin cabeza.

Herida de gritos ausentes;

horizonte de monótono desierto.

 

Una aguja en la vena y la luz dulcemente ciega;

amanecer de muerto

un sol sin córnea ni sonidos.

 

Fentanilo, ave golpeando su cabeza contra un muro.

Cesura,

pausa,

silencio.

 

Hendidura entre ser

y haber sido recordado.

Cisura entre dos hemisferios.

 

Fentanilo, negro perro de rabia dormido.

Sueño del que tal vez no despertamos.

 

 

QRFN

  

Hablemos de un cuarto de aceros perfectos,

de exactas heridas.

 

De esa luz ciega

en tus ojos antes del sueño.

Digamos las cuatro sílabas

donde alguien que no te conoce

escribe tu número y tu nombre

si es que ya has sido nombrado.

 

Ese lugar en blanco donde algo

cuenta hasta la locura tus latidos.

 

Este sitio de segundos

y medidas;

de centímetros

y espejos impolutos.

 

Sin día ni noche.

Siempre la misma hora.

Donde sólo cuenta cada segundo en que aún respiras.

 

Inmaculada soledad

con heridas como espejos.

 

Sólo tu sangre revienta la gélida blancura virgen.

Gota a gota reunida sangre.

Hora a hora rendidos frutos.

En perfectos aceros derramada.

 

Con cuidado medida,

la amarga vida que aún sucede.

 

Todavía

tras el pulcro silencio

un latido.

 

Todavía nosotros.

 

 

Tras la noche, el silencio.

 

Los pasillos en blanco donde nadie pasa.

Los pasos, el eco, los números

detrás de la sangre como una flor líquida y de repente.

 

Como un grito en sordo estallido, el silencio.

 

Paso tras paso, hora tras hora en un lento goteo,

el silencio.

La ronda por los caminos sin polvo, sin ruidos,

como un espejo en punta del estallido

en peligro siempre de por algo ser habitado.

 

Impoluto el eco.

 

Las voces,

detrás la noche; el silencio.

 

La herida en tu frente que no tiene nombre.

Los pasos frente a ti que no se detienen.

La lluvia en la blanca noche.

¿Hay alguien?

¿Hay algo, la oscura nube y el cloroformo?

 

Estos blancos rostros sin cuerpos.

Estos rojos gritos sin ecos; sin alguien que por ellos se detenga,

sin un llanto, un nombre siquiera.

 

Es la noche, los pasos; los minutos, las horas; los segundos,

Los pasillos vacíos y la búsqueda del aire lastimado,

poco a poco ir perdiendo lo que fuimos.

 

Encontrar en la noche,

ahogada y de repente, violenta flor en el agua a oscuras.

 

 

el grito justo en medio del silencio alguien grita otra vez puta madre otra vez no pudiste se chingó valió un huevo la amargura se fue ya todo a la chingada se fregó ya se fue a la mierda la impotencia hoy el hijo de la verga nos quedamos de a pendejos nos llevaba la madre cuando se fue no pudimos no lo vimos venir no pudimos saber ya todo estaba frente a tu jeta cabrón imbécil cara de pito sin huevos no pudiste no pudimos no supimos cuándo se fue cuándo vino cuándo nos llevó la chingada en mitad del silencio cabrón justo a mitad del silencio otra vez el grito el grito y la verde rabia

 

  

¿Qué es el grito sino la vida aún aquí,

todavía?

Si no un agua oscura y ciega,

si no esa sombra en terciopelo a lo largo de la noche,

ese pez sobre el blanco suelo, los reventados ojos;

¿qué es la vida?

 

Un hueco que se muestra,

una deformidad hermosa.

 

Un sapo de negras plumas y latiendo.

¿Si no un ajeno pecado terco en detenerse

qué es la vida aún aquí, todavía?

 

El ladrido de viejos perros grises salivando;

porfía en el movimiento.

 

Levantarse y seguir.

Ocre y húmedo terreno de abscesos reventando.

¿Qué es ese agitado óleo,

ese trabajo a ojos cerrados,

este miedo?

 

¿Qué es sino la vida?

¿Si no la vida qué es esa lluvia como esputos,

ese caer repentino y ese repentino detenerse?

 

¿Ese aferrarse a la oculta línea,

a la blanca pared con todas las fuerzas

qué es sino la vida?

 

Son cuatro ciervos mutilados,

hijos de la tierra arrastrándose;

aún en sus ojos ciegos el movimiento y un camino ya para siempre

[cerrado.

 

Todavía el ir y venir del aire a través de un túnel,

el nacimiento como una luz al fondo.

El reventado ojo del leopardo.

 

Si no un caminar de hormigas en lenguas y brazos,

en olvidadas vías y miembros sobre la arena mutilados, ¿qué es la vida?

 

Si no ese grito que en vilo parece música.

Esto era la vida.

Un hueco que se muestra. Una deformidad hermosa.

 

 

Allí donde al atardecer los cuervos gritaban;

la costumbre de levantarse, salir a diario.

 

Ver sobre los árboles la nube gris en nuestros ojos.

Treinta años tan solo;

treinta pasos cansados de oír las mismas voces,

los mismos caminos descubrir en la noche.

 

Bajo las luces los rostros desnudos;

tu mismo rostro.

 

Ahí donde al atardecer los cuervos gritaban miras hoy tus manos.

Miras hoy a las personas llorando.

Este día, bajo el árbol, ves colgar tus pies

como si no hubiera ya nada.

 

Como si nada hubiesen sido tus treinta años

ves arder el sol de nuevo,

por última vez;                             por vez primera.

 

Ves debajo de ti,

bajo el árbol gritando los rostros,

el llanto que alguna vez conociste.

 

Treinta años.

Nos bajan ardiendo de las zarzas.

Ahí donde gritan los cuervos

y se sepulta al atardecer entre sus voces.

 

 

Esto no es para decirse en voz alta, estúpida muerte.

Cuando un puño lleno de arena

ya no palpita

no queda más que detenerse.

 

Callada,

en la blanca página

la palabra

forma

su hueco.

 

Su vacío.

No hay gritos.

 

Detrás del rostro, la máscara.

Bajo la máscara, la sombra.

 

La blanca página.

El mudo silencio.

 

Estúpida muerte,

esto no es para formularse en palabras.

No es música.

Es el silencio.

No son palabras.

 

Es el espacio que

en blanco             las dibuja.

Es el vacío.

 

 

Esto no es

no es

música,

un poema

Esto    es

es

Sólo de risa y dolor se alimenta.

Sólo de la belleza.

 

 

No hay por qué mentir: vivimos.

 

Y la noche se mece entre los árboles

con sus ojos de luz en madrugada.

Despierta a sus ojos el niño,

el agua;

la limpia fuente.

 

La buscada sombra

entre sus ramas.

Hoy aquí.

Esta vasta esperanza.

La sangre entera batalla en nuestras miradas.

Libres caminos al atardecer como un cuerpo.

El lecho de noche previsto.

El nuevo día.

 

No hay por qué mentir: vivimos.

Vivimos todavía.

 

*

César Alain Cajero Sánchez, Ciudad de México (1982-2020). Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Fue maestro adjunto de poesía mexicana moderna en la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL) de la misma institución en el ciclo 2008-2009. En 2010 dirigió temporalmente el “Taller de Revista Literaria” en la FFyL, creada por el maestro Huberto Batis (1934-2018). Desde 2014 laboró como freelance para editoriales como Progreso, Pearson, Alfaomega, Edelvives y el Centro de Enseñanza de Lenguas (Cele) de la UNAM.