Las ciudades, su planeación íntima y sus más detallados recovecos son parte de la voluntad de habitar de cierta manera. Para el arte, la constitución de una ciudad propone un forma de asentar rasgos que luego se verán reconfigurados por la imaginación. Es el caso de la ciudad de México de mediados del siglo XX de la fotografía de Nacho López, o de las novelas de Carlos Fuentes. Es el caso también de la “policroma cristalería criolla” de los vitrales habaneros, espléndidamente trazados en la pintura de René Portocarrero y Amelia Peláez. Ahora bien, cuando es el arte quien ansía ser parte de la ciudad, ocurre un fenómeno interesante: es una imaginación anidando sobre otra, un deseo de ocupar nuevamente un espacio para la belleza. Esta forma de intervención podría tener orígenes diversos en el arte contemporáneo, pero ahora se nos viene a la mente el grafitti y la iconografía popular llevada a las calles de Nueva York en la década de los sesenta y setenta. Hoy, en todas las grandes ciudades del mundo podemos ver el imaginario de artistas consumados y anónimos atiborrar muros, bardas y puentes. Esto es una actividad lúdica, pero también una afrenta, una postura de orden estético: el arte puede existir también afuera de los museos y cohabitar con la vida diaria de la ciudad.

El colectivo artístico que hoy presentamos autonombrado La Madriguera Gráfica se une con dignidad artística a esta tradición de sacar la obra pictórica a la calle. Con una sólido principio de interacción social, propone un vínculo entre el arte y la comunidad, y piensa que este puente aún tiene sentido: “El diálogo y pensamiento colectivo como respuesta ante la individualidad y desinterés por el otro”.

Leopoldo Lezama