Lectura, génesis, creación y textología en el primer medio siglo de Pedro Páramo

"Rulfo y los volcanes". Fernando Lezama

Samuel Gordon

 

La novela más importante, para algunos la más mexicana, para otros, la más universal y más discutida de nuestras letras, Pedro Páramo, cumplió ―entre el 19 y el 21 de marzo, aunque no falta quien dé como fecha exacta el 27 de ese mes, quizá jamás lo sepamos con precisión― medio siglo. Cabría recordar que, en vísperas de la Navidad de 1999, el 24 de diciembre, el suplemento Babelia del diario El País, encuestó a diecisiete críticos literarios acerca de los diez mejores libros escritos en español a lo largo del siglo xx y, de las ochenta y tres obras enlistadas, las más reiteradas correspondieron a Ficciones y El Aleph de Borges y Pedro Páramo de Juan Rulfo. Muy poco después, a la vuelta del milenio, habría de ser seleccionada por la UNESCO ―es decir, por lectores del mundo entero― entre las cien mejores escritas en todos los tiempos.

Éste es el libro que nos convoca y sobre cuyas fuentes y proceso de gestación dilataremos nuestra pupila para contemplar con cierto detenimiento, la obra en marcha —work in progress— a lo largo de sus primeras etapas.

 

 Algunas fuentes y lecturas

Pero ¿de dónde emergió y cómo se formó un escritor mexicano de esta envergadura? Empleado en la Secretaría de Gobernación, en el área de Migración, a instancias de un tío suyo, Rulfo trabajó en los archivos de la antigua locación en las calles de Juárez, ahí ―en 1938― trabó amistad con otro autor mexicano singularísimo, Efrén Hernández, quien lo impulsó a publicar sus primeros cuentos.

Ambos escritores permanecían mucho tiempo después del horario de oficina leyendo textos de creación y, también, ampliando sus horizontes literarios, recomendándose mutuamente lecturas muy diversas.

Para aproximarnos a la amplitud y profundidad de aquellas lecturas de Rulfo, nada mejor que repasar la casi olvidada y magistral conferencia que dio el 21 de agosto de 1965 en el Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas, que consideró, apenas, “una parte muy breve de la actual situación de la novela contemporánea”. Después de excluir —por razones diversas— el quehacer novelístico de América Latina, decidió concentrarse en la novela europea y norteamericana.[1]

A modo de rápida glosa, reubiquemos la mayor parte de sus conceptos para, luego, indagar la teoría subyacente. Rulfo trata de dibujar las principales líneas y corrientes de influencia de la literatura del momento. Sitúa en los Estados Unidos de los veintes, el mayor peso novelístico mundial de la preguerra. En William Faulkner y John Steinbeck cree ver la más importante contribución narrativa sobre Europa. Algún tiempo después —seguramente en la posguerra— “los europeos les devolvieron esa influencia con obras creativas que pesaron sobre la literatura norteamericana hasta tal grado que casi desapareció dicha literatura, imponiéndose nuevamente la latinoeuropea”.[2]

Rulfo considera que Italia fue la nación que más aceptó el estilo “tipo Faulkner, tipo Thomas Wolfe y otros”, y en Italia se formó un interesante núcleo de escritores a partir de Alberto Moravia. Entre Moravia y Winsburg se estableció un eje en torno al cual giraron y se estructuraron Vasco Pratolini, Elio Vittorino, Italo Calvino, Cesare Pavese, Carlo Cassola, Raffaello Laccatria y Pier Paolo Pasolini, a quienes considera “un grupo realmente valioso”. Éstos influyeron de una u otra manera en los escritores norteamericanos más jóvenes y sobre algunos alemanes como Uwe Johnson y Günter Grass. En tal contexto deja caer una afirmación cardinal. Se refiere a la manera como Alberto Moravia inauguró una nueva corriente literaria con La Romana y, después, con sus cuentos, pero “acabó aburrido”. Precisamente, su última novela se llama La Noia, es decir, el aburrimiento: “Nadie se explica por qué los escritores italianos, y más los romanos, viven aburridos; escriben demasiado, publican constantemente y acaban por aburrirse y aburrir a sus lectores”.[3]

Respecto de Francia, menciona el peso enorme del academismo en Proust, Balzac y Stendhal. Considera que el francés es un gran conservador de formas y sistemas académicos por tanto el autor que se rebele contra la Academia es desconocido y se le hace una política de silencio. Así sucedió con Jean Giono “un escritor que sigue siendo válido, pero que durante muchos años estuvo proscrito” y le pasó a Charles Ferdinand Ramuz, de la Suiza de habla francesa; ambos, “son escritores que rompen todos los moldes”. Señala su desagrado por la antinovela y estima que escribirla es evitar toda acción del pensamiento. Sobre El mirón o La celosía, según se conozca la traducción de Robbe-Grillet dice que se trata de la historia de un “señor que mira, que se dedica a ver y simplemente describe lo que ve”. Hace referencia también a la obra de Nathalie Sarraute y Michel Butor.[4]

Comenta la obra de dos suizo-alemanes: Max Frisch y Friedrich Dürrenmatt, para regresar al panorama inmediato de los Estados Unidos. Nueva York y Chicago, que habían sido grandes capitales intelectuales, dejaron de producir escritores. Chicago fue durante algún tiempo albergue de Sherwood Anderson, Theodore Dreiser y, más recientemente, Nelson Alwyn. De Nueva York rescata a J. P. Salinger y William Styron. Norman Mailer y Truman Capote conducen sus reflexiones hacia los beatniks. Se detiene en la obra de Jack Kerouac, John Updike y, fundamentalmente en Joseph Heller. De los beatniks norteamericanos pasa a los “jóvenes iracundos” ingleses: Edmond y Angus Wilson, John Braide y otros. Su vieja e insoslayable pasión, la literatura nórdica, se hace presente con Laxness y Hamsun. Recala en Yugoslavia en la obra de Andrič y Bulatovič. El estilo de este último lo sitúa dentro del realismo mágico. De regreso, otra vez a los Estados Unidos, la ciencia ficción y Ray Bradbury. Al final:

La novela actual, en cualquier parte del mundo, camina con la bandera del realismo mágico; es una puerta difícil… No sabemos hasta qué punto llegue la literatura contemporánea a ser válida, pero sí sabemos que el escritor no confía ya en la palabra porque no sabe hacia adónde lo llevará, hacia qué obscuridades de la mente va a conducirlo el seguir la corriente del pensamiento porque, desgraciadamente, el ambiente, la técnica, la ciencia, el mundo actual influyen para que el hombre actúe adaptándose a esa situación. Quizás dentro de poco, en la literatura contemporánea, en el cuento, en la novela y hasta en la poesía veamos la faz obscura de la luna y quizás nos hundamos en su obscuridad. El realismo podemos asirlo; la magia, no: está en cada uno de nosotros.[5]

Ésta era entonces, apenas, una guía básica en las lecturas de Rulfo —que al igual que Faulkner se repartió entre guionismo cinematográfico y otras formas de la producción literaria— a quien Otto Raúl González aconsejó leer muchas novelas. Un autor que se interesaba por la diversidad dialectal en la literatura italiana frente al toscano considerado clásico. Un autor que conocía la obra de Ramuz mejor que muchos suizos y que leía y releía los cuentos y la novelística —fundamentalmente Trampa 22— de Joseph Heller, cuando pocos norteamericanos sabían aún quién era.

Emanado de todas estas lecturas atípicas en el medio literario mexicano, Rulfo terminó por concebir y estructurar la novela a la que hoy nos referimos: Pedro Páramo.

Algunos comentarios genéticos y textuales

Muchos “amigos” cercanos (desde Arreola hasta Antonio Alatorre, sus viejos compañeros de Guadalajara) se arrogan el haber “contribuido a fijar el armazón definitivo” de la novela. Todos estos comentarios sobre la versión final de la obra, la mayoría destinados a minimizar el papel y la lucidez narrativa en la concepción y ordenamiento finales de la misma por parte del propio Rulfo, invitan a reconstruir, aunque sea parcialmente, el proceso escritural mediante el cual se conformó.

Por eso, vayamos al principio. La redacción de Pedro Páramo, parece haber comenzado en mayo de 1954 cuando merced al usufructo de una beca Rockefeller durante el bienio 1953-54 Rulfo inició su escritura, en un flamante cuaderno escolar, redondeando el primer capítulo de una novela que, durante muchos años, había ido tomando forma en el silencio de su discurrir interior. Aquel manuscrito se llamó sucesivamente Los murmullos, Una estrella junto a la luna y, por último, Pedro Páramo. Una vez más, era la prosecución del proyecto que tempranamente intentó desde 1939 y cuyo fallido anticipo de novela entonces urbana, de haber nacido, se hubiera llamado quizá Un pedazo de noche. Aquel original primigenio, según relata el propio Rulfo, fue destruido en diferentes y progresivas etapas a medida que el autor iba transcribiendo mecanográficamente sus manuscritos.

La segunda promoción de becarios del Centro Mexicano de Escritores integrada, entre otros, por Juan José Arreola, Alí Chumacero, Ricardo Garibay, Miguel Guardia y Luisa Josefina Hernández, leyó y releyó la obra de Rulfo que hoy nos convoca, en el marco del taller literario que los congregaba todos los miércoles por la tarde en una casa de la calle Yucatán. Aquella desconcertada recepción temprana de Pedro Páramo prefiguraba, en sus divergencias, la incomprensión que signaría el tránsito inicial de la novela. En tanto Arreola, Chumacero, Shedd y Xirau consideraban que la novela iba bien, Miguel Guardia sentía que el manuscrito era apenas un montón de escenas deshilvanadas. Ricardo Garibay y otros escritores más jóvenes insistían en que el libro era una porquería. El poeta guatemalteco Otto Raúl González aconsejó a Rulfo que antes de sentarse a escribir una novela, leyera muchas. “Leer novelas —comentó Rulfo— es lo que [he] hecho toda mi vida”:

Era difícil aceptar una novela que se presentaba con apariencia realista, como la historia de un cacique y en verdad es el relato de un pueblo: una aldea muerta, en donde todos están muertos, incluso el narrador, y sus calles y campos son recorridos únicamente por las ánimas y los ecos capaces de fluir sin límites en el tiempo y en el espacio.[6]

Al margen de los alegatos de Arreola, Alatorre, y tantos otros, quisiera detenerme y focalizarme en agosto de 2001, cuando presentamos en el Instituto de Investigaciones Filológicas los mecanuscritos originales de Pedro Páramo, recién restituidos al acervo familiar de los Rulfo por el Fondo de Cultura Económica, que tuve la oportunidad de estudiar y algunos detalles me resultan ineludibles de comentar brevemente.[7]

Detengámonos entonces en los textos primigenios propiamente dichos que, en su etapa pre-textual última, así como proto-textual —aunque faltarían aquí las galeradas que parecen estar perdidas— se hallan ahora, en su totalidad, al cuidado de la Fundación Juan Rulfo.

Tratemos de dar, aunque sea muy de soslayo, un breve atisbo a los mecanuscritos de la más famosa novela mexicana del siglo XX, que servirán de base, sin duda, para grandes estudios textológicos y parcialmente genéticos, en los años por venir.

El mecanuscrito resultante, depositado en el Centro Mexicano de Escritores para amparar la beca concedida, llevaba —lleva— por título Los murmullos. El entregado al Fondo de Cultura Económica está títulado Pedro Páramo y, además del marcaje tipográfico anotado a mano en la portadilla, agrega: “Letras Mexicanas” y en el siguiente renglón, “19”.

Infortunadamente, las copias de ambos mecanuscritos, generosamente facilitadas en aquella ocasión por la Fundación Rulfo eran muy deficientes e impidieron todo trabajo científico sobre los mismos, por lo que me limitaré a algunas consideraciones de carácter general.

Entre los asuntos inverificables se cuentan todos los vinculados con esa rama derivada de la crítica genética y textual que es la manuscriptología, que analiza la estratigrafía del complejo conjunto de materiales originales sometidos a clasificación, examinando papeles, tintas, implementos de escritura, manuscripciones y todos los restantes elementos coadyuvantes en la reconstrucción cronológica y el estudio de variantes para tratar de establecer un usus scribendi.

No cabe duda de que, cuartilla a cuartilla, ambos coinciden y ello nos permite inferir que los dos ejemplares salieron del carro y rodillo de la misma máquina a un tiempo, pero, al no poder contar con los originales, me resulta imposible establecer cual de los dos juegos es copia al carbón del primero y, sobre todo, asignarles las mayúsculas A y B según lo establecen la tradición filológica y el orden del caso, lo que simplificaría nomenclaturas, evitando verborrea y confusiones. Pido disculpas por ello.

Pero ¿cuáles son las preguntas más pertinentes al iniciar el cotejo o la compulsa? Naturalmente, innúmeras, según lo que cada investigador esté buscando verificar. En el caso de Rulfo, inmejorable poeta de la prosa narrativa, el rastreo de sus preferencias estilísticas, las dudas o alternancias entre vocablos específicos y la capacidad de condensación metafórica a partir del lenguaje popular, constituyen la base de una indagación estilométrica nada despreciable.

En el mecanuscrito entregado al Fondo existen numerosas marcas tipográficas de separar y crear espacios precisamente para distinguir las secuencias así como, a veces, para unir pasajes. ¿Pertenecen a Rulfo o a manos ajenas? La letra es más fácilmente reconocible que una marca que sólo implica una línea recta y dos curvas.

Las primeras ochenta y cinco cuartillas se hallan paginadas, mediante máquina de escribir, al centro del margen superior. De la 86 a la 111, la paginación se marca del lado superior izquierdo por el mismo medio. A partir de la 112, en ambos mecanuscritos, aparece otra numeración: sobre el margen superior izquierdo, a máquina, se inicia con el uno, sin marcar, y termina hasta el número 7, que coincide con la página 118 de la secuencia del mecanuscrito, existe además otro foliado por sello automático con numeración coincidente a la general acumulativa, seguramente debido al Fondo de Cultura Económica, por lo que se está duplicando la paginación y triplicando la foliación entre las hojas 112 y 118. Por otro lado, a partir de la 119, se agregan 9 cuartillas, también bajo un doble sistema de paginación que superpone dos series, una numerada a mano sobre el margen superior derecho del 1 al 9 y otra que, después de tachar el 119 a máquina en el centro, continúa desde la 120 para un total de 127 cuartillas mecanografiadas a doble espacio en el ejemplar entregado al Fondo para su procesamiento editorial, las mismas que, sin tantos avatares, exhibe el mecanuscrito del Centro Mexicano de Escritores.

Podemos inferir, por lo tanto, que existieron, en el mecanuscrito del Fondo entre tres y cinco intentos de reorganización macroestructural, seguramente no debidos a Rulfo, según la lección que arroja el homólogo del Centro Mexicano de Escritores. Al preguntar sobre el ordenamiento secuencial —asunto que se ha prestado a tantas polémicas y debates que no son del caso aquí— podríamos, al margen de las marcas en el mecanuscrito del Fondo, recordar que por las mismas fechas en que Rulfo está trabajando en Pedro Páramo, Josefina Vicens, otra notable escritora mexicana estrechamente vinculada al guionismo y al cine al igual que nuestro autor, está enfrascada en la escritura de El libro vacío, otra novela estructurada mediante secuencias o fragmentos a la manera cinematográfica, ¿se trata de una coincidencia o era ya la poderosa influencia del nuevo lenguaje que Faulkner había instaurado?

Sin duda, para todo trabajo científico en torno al asunto que nos ocupa, debe tomarse como codex optimus el mecanuscrito del Centro Mexicano de Escritores porque, excepto los posibles comentarios del taller literario donde se leía y analizaba con los demás becarios, las interferencias con la voluntad autoral deben considerarse como mínimas o, incluso, inexistentes y, además, las manuscripciones se deben todas a Juan Rulfo.

Otros elementos que entrañarán grandes dificultades para los investigadores residen en el marcaje tipográfico y las anotaciones del mecanuscrito del Fondo, los cuales sólo quiero ejemplificar mediante la hoja 119 que constituye todo un repositorio capaz de despertar las conjeturas más dispares.

Un simple examen topográfico de dicha cuartilla arroja lo siguiente: encabezado a mano y centrado, en mayúsculas “PEDRO PÁRAMO” a mano también, una línea más abajo, ligeramente a la derecha del título simulando versales y versalitas “Por Juan Rulfo”, ligeramente arriba a la derecha, en el ángulo superior, a mano y encerrado en un círculo un número 1. Al margen superior izquierdo, y a mano los datos tipográficos, luego, en la línea inicial, una flecha que indica la supresión de la sangría, llevando la línea “a caja” y subrayando las dos palabras iniciales “Pedro Páramo”. Como bien sabe todo conocedor de la tradición tipográfica española ello significa inicial de capítulo o, para remontarnos algo más lejos en el tiempo, sustitución de capitulares.

Se trata del fragmento que inicia: “Pedro Páramo estaba sentado en un viejo equipal, junto a la puerta grande […]” y finaliza “Pedro Páramo siguió moviendo los labios, susurrando palabras. Después cerró la boca y entreabrió los ojos en los que se reflejó la débil claridad del amanecer. / Amanecía.”

Las conjeturas pueden ir desde la posibilidad de publicaciones parciales promocionando a la novela en La Gaceta del Fondo y otras revistas, hasta un probable cambio en el ordenamiento secuencial debido a criterios ajenos a Rulfo.

Por añadidura, el margen izquierdo enseña, entre el segundo y tercer tercio de la cuartilla, una ilustración “a línea” de factura nada desdeñable a un posible Pedro Páramo sentado en un equipal. ¿A quién se debe este dibujo?

En fin, hay mucha tarea por hacer. Aún sin la existencia de los manuscritos destruidos por el propio Rulfo, emprender una edición crítica o, tan siquiera, de variantes a partir de los mecanuscritos y las sucesivas ediciones constituirá, para muchos de los críticos formados —o que habrán de formarse— en la Facultad de Filosofía y Letras, un trabajo de gran envergadura.

Rulfo y los volcanes
“Rulfo y los volcanes”. Fernando Lezama

Samuel Gordon es dramaturgo, ensayista, narrador, poeta, traductor y antólogo. Estudió en la facultad de humanidades de la Universidad Hebrea de Jerusalén en donde fue alumno de Rosario Castellanos. Ha publicado un centenar de artículos en revistas de literatura en diversos países como Israel, Estados Unidos, Uruguay, Argentina, Venezuela y México. Ha impartido clases en la Universidad Nacional Autónoma de México y en la Universidad Iberoamericana, entre otras.

*

Notas

[1] Juan Rulfo, “Situación actual de la novela contemporánea” en icach, N° 15 (1965), Tuxtla Gutiérrez, julio-diciembre, 111-122. En adelante Conferencia.

[2] Conferencia, 113.

[3] Conferencia, 114. Las cursivas son mías.

[4] Conferencia, 116.

[5] Conferencia, 121-122.

[6] Juan Rulfo, “Pedro Páramo, treinta años después”. Cuadernos Hispanoamericanos 431-432 (1985): p. 6.

[7] Quien realizó un primer estudio comparativo entre el mecanuscrito original depositado en el Centro Mexicano de Escritores y el libro publicado por el Fondo de Cultura Económica fue Juan Manuel Galaviz, publicando los resultados en la revista veracruzana Texto Crítico en 1980 y, a dicho estudio, remito a los interesados.