Liebre

"Liebre" por Fernando Lezama.

 

Por Sergio Osorio

 

 

Tomo lugar en la salida. El número 35 está asegurado a mi pecho. En mi reloj, como de costumbre, los ceros listos. A  mi lado está Robert, compañero de equipo. Robert es flaco, sumamente flaco, tanto que su cabeza se ve enorme, más aún por su fisonomía cuadrada y cuello corto. Corredor nato, decimos. Él ganará hoy; no hay sorpresas. Ésta es su distancia ideal, 5 kilómetros y, además, por su poco peso, volará en este campo traviesa lleno de cuestas pesadas.

―Yo te sigo, mi Serch, jalamos, ¿va? No vino Rubén, estamos solos.

Desde las ocho de la mañana comencé a estirar, metido en el pants por el frío de la montaña. En derredor hay otros corredores, varios de ellos conocidos. Como en todo, el medio se vuelve sumamente ordinario. Están aquellos a los que siempre les gano, también han llegado los excompañeros que se cambiaron de equipo y, por último, los buenos, amigos o no, a los que invariablemente les veo el número en la espalda al cruzar la meta. Entonces hago un cálculo, puedo llegar en séptimo o sexto, no más atrás ni más adelante.

―¿Listo, mi Serch? Hace un chingo de frío. Es nuestra, ésta, ¿eh?

―A ver cómo se pone. Ahí nos jalamos.

Ambos colocamos la mano derecha sobre la muñeca izquierda, listos para iniciar el reloj. Robert es un chico que, en menos de un año, me ha convertido en su compañero de entrenamiento, en la liebre. En toda carrera importante y reñida puede haber un tipo como yo dispuesto al sacrificio para tronarse y tronar a los demás, cuyo único papel en la pista o en la calle es ser un señuelo, una carnada que los punteros siguen para catapultar al compañero de equipo que puede ganar la competencia. La liebre es un perdedor cuyo nombre no importa, un corredor bueno, esforzado, pero que no está ahí para ganar; sin embargo, debe parecer que puede ganar para que se haga efectivo el engaño. Hoy es una de esas carreras donde se me encomendó el triunfo de Robert para su clasificación, donde yo no tengo esperanza de entrar.

―Corredores a línea…

Una raya de cal sobre el sendero marca el inicio de la carrera. Todos los tenis muerden la línea. Los que hablaban dejan de hacerlo. Se escuchan algunos resoplidos, pies remoliendo la gravilla. A los costados y sobre las lomas, los familiares, enfundados en sus abrigos, lanzan vaho y gritos que rebotan en los cerros. En mi ánimo se presenta esa sensación de hartazgo, de temor ante un esfuerzo extenuante por enésima vez.

―¡Vamos, Serch!, ¡ánimo! ¡Te quiero ahí! ¡Pegadito a Robert!

El atletismo fue un medio para dejar de ser un gordo miserable. Una amiga, corredora, ya célebre en juvenil, me invitó. Al llegar a la pista, el entrenador me echó una ojeada. Bien, gordito, da tres vueltas trotando. Di las tres vueltas y regresé frente a él. Ahora haz cuatro series de abdominales. Hice cinco y llegué sofocado. Toma esa bala y haz lo que aquel. También regresé con el hombro y el cuello sucios de tierra y el brazo suelto de tanto arrojar la bala al tezontle hasta formar un cráter. Bien, gordito, es todo por hoy. Al otro día, estaba de nuevo ahí y al otro y cada mañana durante años…

 Uno de aquellos días le dije, profe ya no quiero lanzar la bala, no me gusta, quiero correr velocidad. Me tomó del hombro y me sacó de la pista, en su rostro podía leerse la comprensión y a la vez una leve ironía.

―No das la altura, gordito, la velocidad es para otros cuerpos. Pero vamos a buscar tu distancia. Échale huevos, como hasta ahora, y veremos dónde eres bueno.

No protesté, él sabía para lo que uno era bueno, no por nada corrió en las olimpiadas de Seúl y, entre sus chavos, había varios campeones nacionales y algunos de centroamericanos. Seguí corriendo, ampliando distancia y velocidad, hasta que el chico gordo desapareció totalmente, dejando paso a un tipo escuálido, requemado por el sol y con el rostro lleno de barros, dispuesto a entrenar hasta el límite. Aquí es darlo todo, gordito, uno nunca camina, nunca. Acabas corriendo siempre.

Afirmo con la cabeza. El disparo retumba entre los cerros. Algunos codazos y patadas me hacen trastabillar y rasparme el hombro en un matorral. Logro mantenerme tras Robert, luego se abre y paso al frente. ¡Vas, jala! Me dice.

Pasados dos kilómetros el ritmo es inusualmente rápido para un inicio de competencia. Pienso en las subidas próximas y en que apenas es la primera de cinco vueltas. ¡Eso es, zancada y braceo, gordito! ¡Respira por la nariz! ¿Sabes qué nos hace diferentes a los chingones de los que no lo son, gordito? Que podemos cargar el agotamiento hasta el fin, hasta el desmayo.

El grupo ahora es más compacto y en las curvas se suceden más choques. Pero para llegar al punto de convertirme en la liebre, debo administrar el tiempo, respirar por la nariz, mantener zancada larga y bajar el paso. Tengo que dejar ir el grupo un poco para después subir a tope, rebasar y que me sigan. Así es que, entre codazos me sumerjo en la bola y me rezago. Robert me mira incrédulo, con un gesto de preocupación, pero se mantiene en el grupo. Ya tras el pelotón, siento que todo pesa, que corro sobre un camino de fango, las piernas no van a ritmo y comienzo a respirar por la boca ―pronto tendré dolor de caballo―. Sé que el cansancio que me espera en los próximos kilómetros será duro de sostener. Podré hacerlo, no es la primera vez que me recupero. Puedo bajar el ritmo y acabar mi parte. Ese es el plan ahora. La liebre no sabe más que correr, huir.

―¡Vamos, Serch! ¡Vamos! ¡A la punta, jala ahora, ahora!

El grito del profe me acicatea. Como siempre, está viviendo, más bien sufriendo, una competencia que él ya no puede pelear. Su voz me infunde fuerza y aprovecho una cuesta para imprimir potencia y recortar distancia al grupo, pero es seguro que me tronaré al hacerlo. Ellos lo saben, el profe lo sabe y por eso me toca el sacrificio. Se hacen a un lado y logro la punta. Sólo un par caen en el señuelo y se pegan tras de mí. Aumento el paso. El resto del grupo y Robert se quedan atrás, a su ritmo de mitad de carrera. Hacia el final de la recta se inclina más la cuesta y pierdo completamente la respiración por la nariz; por fin se hace presente el dolor de caballo. Mi zancada se descompone de a poco, mi braceo se cuelga.

Acabo la cuesta y mis bocanadas de aire son enormes. Así es como recuerdo que mueren las liebres, arrastrándose, cuando son heridas por una posta; su respiración es calma, como nunca, con el pelaje húmedo tal vez de sudor y sangre. ¿Las liebres sudan?, y los ojos enormes, mirando horrorizados, más que por la muerte próxima, porque no pueden seguir corriendo, que es lo único que saben hacer. Pero tal vez aquella liebre de mis recuerdos, aquella que un tío hizo saltar con la escopeta en un disparo limpio en mitad del llano, no era sino un conejo.

Al cabo de un rato siento que la vejiga se afloja; lo húmedo y caliente pegan mi short a la piel. Entonces, los dos que me siguen me rebasan, heridos igual de agotamiento… es cuestión de unos minutos para que se truenen también, tal como espera el profe. Paso de nuevo frente a él, acabado, dolorido, jadeando con un trote muy magro, a ratos dando algún traspié.

―¡Acaba! ¡Muy bien, mi Serch! ¡Recupera y acaba, gordito!

No lo miro siquiera, no tengo fuerza para ello. Poco después, mi trote es ya igual al de alguien que camina deprisa. El “no caminarás”, en este punto es ya una farsa. La punzada en el ijar es un tormento que no cede. Esto somos, corredores, curtidos al dolor y la fatiga. Tal vez en unos kilómetros cederá el dolor y podré regular la respiración para recuperar un paso que me permita hacer un cierre decoroso. La cuesta que sigue es clave, sólo hay que subirla con fuerza para que pase pronto la fatiga. Enseguida viene lo plano y una bajada de quinientos metros para recuperarse, quizá… Pero bajo el cansancio noto que crece un enojo, un odio que se acrecienta con el sufrimiento físico. De pronto estoy cansado de correr, de competir. Detesto el maldito fondo, pesar menos de sesenta kilos, contenidos en un cuerpo escuálido, enjuto, con piernas fibrosas y brazos vergonzosos. A medida que bajo mi paso pienso en que he corrido y corrido y no tengo nada entre las manos, apenas un buen tiempo en el mil quinientos y uno por mejorar en el cinco mil, un par de medallas en competencias moleras que me han dado un reloj y unos tenis japoneses. Tal vez la gran diferencia entre la liebre y el conejo, sí así parece ser, es que la liebre, desde que nace, debe de correr para sobrevivir como un puro temor descontrolado. Eso son las liebres, hambre y pavor, nervios incendiados, una criatura sin remanso.

Tomo una gran bocanada de aire, cierro los ojos y poso las plantas completas; basta, hasta aquí llegamos, le digo a mis piernas. Mis brazos se cuelgan a mi costado. Camino suavemente y mi respiración comienza a relajarse, puedo escuchar el aire que me oxigena y siento cómo el dolor se esfuma lentamente. A mi lado pasan algunos competidores que parecen desvanecerse. Uno de ellos me jala el cabello suavemente, ¡dale!, dice más para él que para mí. Después se pierde entre los árboles. Me detengo, respiro hondamente, se acabó, no correré más. Quito los seguros del número de mi pecho y lo dejo caer en el sendero. Pasan unos minutos en plena soledad. Ya no hay más corredores rezagados. Me recuesto sobre el pasto, bajo unos grandes oyameles que se tocan mecidos por el viento. Oigo el viento y, mezclado en él, mi nombre. El sudor se cristaliza en mi frente, mis nervios se calman; de pronto ya no hay miedo ni odio. Sí, era una liebre no un conejo, digo con la mirada fija en el profe que se aproxima corriendo hacia mí.

*

 

 

Sergio Osorio (Estado de México, 1981). Cursó la licenciatura en Lenguas y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Es autor del libro de relatos Ámbar (Ediciones Periféricas, 2018).