Pensar el trabajo cultural en tiempos de la 4T

"Unidad Panamericana", Diego Rivera, 1940.

Por Alfonso Vázquez Salazar 

 

 

I ¿Qué es el trabajo cultural?

 

La noción de “trabajo cultural” pasa por actividades o prácticas que van desde la gestoría de servicios y eventos culturales, la producción y distribución de objetos o bienes artísticos, o al menos considerados como valiosos o dignos de ser reconocidos como tales en el mercado del arte o de la cultura, así como de todo aquello relacionado con el campo artístico y cultural desde perspectivas diversas: la regulación y el establecimiento de un marco jurídico; la creación de zonas o plataformas de exposición, difusión e intercambio óptimas para la distribución de los productos; las estrategias de financiamiento de proyectos; la formación de un funcionariado especializado en asuntos de gestión, promoción e intercambio inter-institucional; los coloquios o eventos académicos de investigación y reflexión sobre los supuestos y los alcances teóricos y prácticos de tales procesos, etc., y que tiene como objetivo la producción, la distribución, la difusión y el consumo de piezas u objetos artísticos o culturales en el ámbito público o privado.

El trabajo cultural es un concepto relativamente nuevo y, como señala el título de este ensayo, lo primero que tendríamos que hacer es definirlo o al menos aproximarnos a las determinaciones mínimas que nos permitan comprender lo que es.    

     II El trabajo en general: de John Locke a Karl Marx

 

El trabajo en general ha sido definido por Marx como aquella actividad que implica un esfuerzo determinado y un tiempo necesario para la elaboración o producción de un objeto concreto, con el cual se añade algo nuevo a la naturaleza o a la realidad social. El tiempo de trabajo necesario determina el valor del objeto creado y, puesto que ese valor implica a su vez un agregado o un elemento de distinción que hace a ese objeto ser lo que es y no otra cosa, entonces ese valor debiera serle redituado o remunerado al hombre que realizó el objeto, haciéndole llevar una vida humana digna de ser vivida.

Como el propio Marx reconoció en su obra, tal conceptualización del trabajo no provenía exclusivamente de él, sino que era deudora de la corriente de pensamiento económico que le antecedió y a la que sometió a una implacable crítica: la de los fisiócratas, quienes sostenían que el valor de la tierra en tanto mercancía no se encontraba en ella misma, por una cualidad sustancial o por un atributo de la naturaleza, sino en el trabajo realizado para mantenerla en un estado óptimo. En ese sentido, como afirmaba Adam Smith, el trabajo es la fuente de todo valor.

John Locke sostenía que el trabajo era fundamentalmente un acto que suponía un esfuerzo físico que se concretaba en la apropiación de todo aquello que resultara indispensable para vivir.

Ya desde el siglo XVII, John Locke sostenía que el trabajo era fundamentalmente un acto que suponía un esfuerzo físico que se concretaba en la apropiación de todo aquello que resultara indispensable para vivir, por lo cual todo hombre tenía el derecho, otorgado por su propio trabajo, de apropiarse de aquello que juzgara conveniente para su manutención y la de los suyos con el único limitante de no desperdiciarlo o de hacerlo perecedero, pues con ello se le privaba a otro hombre o familia del disfrute de un posible bien. 

Lo que añadiría Marx a la definición dada por el pensamiento económico liberal y pretendidamente científico era que la realización del trabajo humano se llevaba a cabo en un mundo social estructurado por relaciones de producción determinadas, de las cuales se derivaban también relaciones de distribución y consumo que al ser marcadas por una dinámica de acumulación capitalista configuraban espacios sociales definidos por una desigualdad económica cada vez mayor que sólo podía ser erradicada por la vía de la revolución social impulsada por las masas obreras empobrecidas. 

La enseñanza de Marx consistió en aportar un modelo explicativo del trabajo y del espacio social que era capaz de dar cuenta de la complejidad de la dinámica de un modo de producción que establecía una serie de relaciones sociales con la suficiente fuerza para incidir en distintos campos de la práctica social. 

Para Marx, el trabajo es la fuente del valor y a su producto hay que pensarlo desde dos dimensiones: como valor de uso y como valor de cambio.

Para Marx, el trabajo, en tanto práctica a través de la cual se intervenía sobre una materia prima determinada con la finalidad de transformarla para obtener de ella un producto o un objeto con el cual se añadía algo que no existía en el mundo social, era necesariamente la fuente de su valor, el cual, a su vez, había que pensarlo desde dos dimensiones: como valor de uso y como valor de cambio. La razón que esgrimía para realizar esa distinción se basaba en el hecho de que en la sociedad capitalista todo objeto al ser elaborado se convierte inmediatamente en una mercancía cuyo valor de cambio es fijado por el tiempo necesario para su realización, pero también como un producto concreto con múltiples posibilidades para ser empleado, por lo cual era capaz de hacer variar su valor de uso, incluso más allá de la finalidad para la cual había sido concebido.

 

III ¿Trabajo manual o trabajo intelectual? Las apuestas teóricas de Gramsci, Althusser y Adolfo Sánchez Vázquez

 

Gramsci planteó después la necesidad de dejar de pensar el trabajo de manera escindida: como trabajo manual y como trabajo intelectual, pues, si bien tal distinción era pertinente desde una perspectiva analítica, en realidad partía de un esquema un tanto artificial basado en la división social del trabajo que suponía diferencias sustanciales basadas en concepciones simplistas sobre el trabajo provenientes del marxismo ortodoxo.

Gramsci afirmaba que carecía de sentido hablar de trabajadores no-intelectuales, porque los no-intelectuales no existen.

Afirmaba que carecía de sentido hablar de trabajadores “no-intelectuales, porque los no-intelectuales no existen: no hay actividad humana de la que se pueda excluir toda intervención intelectual”. Más bien había que pensar a ambos tipos de trabajo o de prácticas productivas como dos momentos o variantes de una misma actividad o proceso productivo que necesariamente tenía que ser dividido para su plena realización, pero que eran igualmente importantes y complementarios para el objetivo último de toda su organización, sin distinciones jerárquicas ni implicaciones de superioridad ontológica de uno sobre otro. 

Althusser también consideraba al trabajo intelectual como una práctica determinada que transformaba la realidad social al intervenir sobre una serie de representaciones, conceptos e hipótesis para obtener de ellos un producto nuevo que pudiera ser identificado plenamente como un conocimiento. Tal noción de la “práctica teórica” con la cual Althusser reformuló el concepto de trabajo intelectual, le trajo implacables críticas por parte de algunos marxistas ortodoxos, y otros no tanto, aunque también reacios a reconocer la valía de su planteamiento; todos ellos afirmaban tajantemente que la actividad intelectual no podía ser considerada una práctica social, o praxis, como sostenía el filósofo mexicano Adolfo Sánchez Vázquez, ya que al no intervenir realmente sobre una materia prima determinada, de ningún modo podía transformar la realidad de manera efectiva, dado que las representaciones, los conceptos o las ideas solo eran percepciones mentales y no objetos materiales concretos.

Althusser consideraba al trabajo intelectual como una práctica determinada que transformaba la realidad social.

En el fondo el rechazo al reconocimiento del trabajo o de la actividad intelectual como práctica social o praxis se debía a que desde su perspectiva se contribuía con esa postura a fomentar una idea desvirtuada del pensamiento de Marx que llevaba a la inactividad política y a ser identificado con meras reflexiones teóricas que lo despojaban de su carácter revolucionario; es decir, la práctica teórica no podía sustituir a la práctica política, y mucho menos a la necesidad de organizar la revolución. 

Para Sánchez Vázquez la práctica teórica no puede sustituir a la práctica política.

Todos estos planteamientos en torno al trabajo son aleccionadores para pensar en nuestros días al denominado “trabajo cultural”, que muchos han definido como el tipo de trabajo específico abocado a cuestiones que tienen que ver con el arte, la gestión de espacios para la realización y difusión de distintas prácticas artísticas u objetos considerados valiosos en el campo artístico o en el campo intelectual, y que tiene como finalidad ser reconocido también como valioso, y por lo tanto, como redituable. 

La cuestión aquí, creo yo, consiste en aproximarnos también a una definición mínima u operativa de “cultura”, como ya lo ha señalado Néstor García Canclini en su obra, puesto que lo primero que se debe reconocer es que “quienes estudian la cultura experimentan el vértigo de las imprecisiones”.

 

    IV Hacia una definición operativa de “cultura”

 

En el capítulo “La cultura extraviada en sus definiciones” del libro Diferentes, desiguales y desconectados. Mapas de la interculturalidad, García Canclini plantea una definición socio-semiótica de “cultura” que contrasta con los enfoques reduccionistas que identifican a la cultura con la síntesis de todas las determinaciones de una formación social específica y como “el cúmulo de conocimientos y aptitudes intelectuales y estéticas” que es capaz de transmitir una civilización.

Para Jean Baudrillard no sólo habría un “valor de uso” y un “valor de cambio”, como sostenía Marx, sino también un “valor de signo” y un “valor simbólico”.

Por el contrario, García Canclini, basándose en la teoría del espacio social de Pierre Bourdieu y en los estudios de la economía política del signo de Jean Baudrillard, plantea que aquello que queda como residuo entre las estructuras objetivas de la sociedad y las distintas prácticas que son determinadas por ellas son un conjunto de actos que “no parecen tener mucho sentido si se los analiza con una concepción pragmática”. Este conjunto de actos constituyen una serie de prácticas significantes de la vida social que Baudrillard identificaba con distintas valoraciones que realizan los hombres de los objetos con los que se relacionan o consumen. Desde esta perspectiva teórica no sólo habría un “valor de uso” y un “valor de cambio”, como sostenía Marx, sino también un “valor de signo” y un “valor simbólico” que aluden a otro tipo de consideraciones o estimaciones de los objetos que escapan al plano meramente pragmático o socio-económico, por ejemplo, el prestigio o distinción que supone la adquisición de determinado bien material o la carga afectiva o emocional de la pertenencia o posesión de cierto objeto.

Por todo ello, García Canclini, basándose también en la concepción de Bourdieu de definir a la cultura como un conjunto de relaciones de signos o símbolos que dependen directamente de las relaciones sociales de fuerzas que estructuran a una formación social, aunque con una autonomía relativa de ellas, plantea que “la cultura abarca el conjunto de los procesos sociales de significación, o, de un modo más complejo, la cultura abarca el conjunto de procesos sociales de producción, circulación  y consumo de la significación en la vida social”.

Para García Canclini, la cultura abarca el conjunto de procesos sociales de producción, circulación  y consumo de la significación en la vida social.

Esta definición operativa de cultura funciona para dar cuenta que en todo tipo de formación social existen también relaciones de sentido que organizan la vida social, relaciones de significación que constituyen un mundo simbólico que contribuye a la reproducción del espacio social y a la configuración de un sentido determinado; sin embargo, desde mi perspectiva, es insuficiente para pensar otro tipo de procesos y de prácticas como aquellas que nos convocan en los nuevos tiempos de la 4T en México: el trabajo cultural, el capital cultural y los distintos derechos que deben seguirse de la realización de ciertas actividades y prácticas.

   

  V La reactivación política de Gramsci para pensar la “cultura” en México

 

Pienso que la noción de cultura planteada por García Canclini es adecuada para señalar su especificidad, pero en aras de delimitarla y oponerla a las estructuras y prácticas socioeconómicas tiende a desvincularla de una dimensión que en la actualidad se hace más necesaria que nunca: la dimensión política.

¿Cómo podríamos pensar el trabajo cultural desde la perspectiva teórica de la significación de la vida social planteada por Canclini? ¿Acaso no parecería también una definición sumamente genérica e incluso unívoca debido a que no reconoce la lucha y la disputa por el control o el monopolio del capital simbólico o de significación de la vida social en una formación social determinada, e incluso en el campo más propiamente cultural como el artístico o el intelectual?

Para complementar la definición operativa de García Canclini, que enfatiza en el carácter específico de la cultura, y que es importante resaltar, yo propondría la relectura de Gramsci y su reactivación política para pensar este tipo de procesos en un momento de transformaciones en nuestro país.

Para Gramsci, el campo de la cultura no puede ser disociado de la lucha política ni de los procesos por comprender y transformar la dinámica social.

Para el filósofo político italiano, la cultura es la instancia de la vida social donde se articula de manera más evidente la lucha política por la hegemonía, es decir, por la dirección de la sociedad en su conjunto. Dicho en otras palabras, el ámbito o campo de la cultura no puede ser disociado de la lucha política ni de los procesos por comprender y transformar la dinámica social, sino que requiere ser organizado por los intelectuales o trabajadores de la cultura que tendrían la función principal de dirigir a los distintos sectores populares y conseguir la elaboración de una nueva concepción del mundo que dé la pauta para su organización y homogeneización en un bloque histórico dirigente.

Habría que preguntar si los intelectuales, artistas, académicos, creadores, gestores o filósofos en México han contribuido, o están contribuyendo, a ese proceso de elaboración de una nueva concepción del mundo, o de nuestra sociedad en la actual coyuntura política, que difiera de las concepciones o prácticas de significación dominantes; o si de plano la despolitización y la asimilación de nociones de cultura completamente “neutrales” o “apolíticas” los ha llevado a una separación flagrante de la sociedad y sus aspiraciones y, con ello, a la consecuente precarización económica y laboral en la que se encuentran en la actualidad.

Si los trabajadores de la cultura se ven a sí mismos como intelectuales orgánicos y, por lo tanto, como cuadros dirigentes o elementos sociales activos que buscan mediante su práctica de significación de la vida social también la organización de la sociedad misma, lo primero que tendrían que hacer es organizarse como trabajadores de la cultura en asociaciones, confederaciones, sindicatos, partidos, etc., y reivindicar el carácter político de su propia actividad organizativa y creadora.

La historia política de la organización de los trabajadores de la cultura y de los intelectuales en México es vasta: recordamos tan sólo el caso de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR) de México que se da en la década de los años treinta, y en donde confluyeron escritores como Juan de la Cabada, músicos como Silvestre Revueltas y grabadores como Leopoldo Méndez, entre otros; o el antecedente directo de ésta: el Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores que aglutinó a la mayoría de los muralistas mexicanos como David Alfaro Siqueiros, Diego Rivera, José Clemente Orozco y tantos más.    

Eso les permitió a los trabajadores de la cultura mantenerse como un sector social importante y plenamente reconocido por el Estado mexicano a lo largo de todo el proceso histórico que acompañó a la consolidación de la Revolución mexicana de 1910, incluso una vez que el liderazgo de José Vasconcelos –quien los convocó y aglutinó cuando fundó y dirigió la Secretaría de Educación Pública en 1921 con un proyecto nacional-popular de raigambre humanista–, declinara entre 1924, año de su renuncia a la SEP, para contender por la gubernatura de Oaxaca, y 1929, año de su combativa candidatura presidencial.

Si los trabajadores de la cultura se ven a sí mismos como intelectuales orgánicos, lo primero que tendrían que hacer es organizarse y reivindicar el carácter político de su propia actividad  creadora.

Así pues, la organización sindical de los artistas, intelectuales, gestores, escritores, etc., como trabajadores de la cultura significaría restituir el vínculo entre formación política y formación ideológica o intelectual que se ha perdido en los últimos treinta años en México –los mismos que abarcan el período del neoliberalismo–, y plantear que todo trabajo, ya sea intelectual o manual, requiere el pleno reconocimiento social y laboral, sobre todo cuando se han realizado proyectos concretos con los que se ha contribuido a la organización y a la vinculación orgánica de los sectores sociales o populares con la cultura en nuestro país.

La organización política de los trabajadores de la cultura y la reorientación de su actividad hacia una práctica de la significación de la vida social, que tenga por objeto la conformación de una concepción del mundo arraigada en el sentido común nacional-popular del pueblo mexicano, vuelve a ser una vez más condición necesaria para colocar a la cultura en el centro de la lucha por impulsar y consolidar una transformación profunda de la vida pública de México.

   

  Créditos:

Alfonso Vázquez Salazar

Nació en la Ciudad de México en 1978. Es filósofo, escritor y ensayista político. Profesor Titular “A” de Tiempo Completo Definitivo de la Universidad Pedagógica Nacional y autor del libro Perfiles Mexicanos. Ensayos sobre filosofía mexicana contemporánea (Cámara de Diputados, 2019).

http://biblioteca.diputados.gob.mx/janium/bv/ce/lxiv/perfiles.pdf