Antonio Alatorre traductor

Antonio Alatorre

 

 

Por Leopoldo Lezama

 

 

 

No hubo en el siglo XX mexicano un conocedor de la lengua española más ilustre  que Antonio Alatorre (1922-2010). Su obra Los mil y un años de la lengua española (FCE, 1979), ha sido el canal de varias generaciones de lectores hacia el conocimiento histórico de la lengua de Miguel de Cervantes. Se conoce al Alatorre sorjuanista, editor de la Lírica personal de la gran poeta mexicana; se conoce también al erudito de la literatura de los Siglos de Oro y al editor de revistas especializadas. Lo que acaso no se ha estudiado con la debida dedicación, es la inmensa labor que Antonio Alatore hizo en el campo de la traducción a lo largo de varias décadas. El interés por la traducción fue temprano en la formación literaria de Antonio Alatorre. Recién abandonada la carrera de derecho, que en sus propias palabras, cursó “por hacer algo”, Alatorre funda la revista Pan, junto a un “curioso muchacho” que había conocido en el periódico El Occidental de Guadalajara: Juan José Arreola. Pan ha quedado para la posteridad como una revista juvenil de la cual se imprimían cien ejemplares y que duró apenas siete números (1945-1946); no obstante, esa austera publicación dio a conocer textos de gran valía, como poemas inéditos de Ramón López Velarde, y algunos de los primeros cuentos de Juan Rulfo y del propio Juan José Arreola. Algo interesante es que en todos los números se publicaron traducciones de autores europeos (haciendo eco de los aires universalizantes de revistas como Contemporáneos), que aún no eran del todo familiares en México: Paul Valéry, André Maurois, Jean Cocteau, André Dunoyer de Segonzac, Raïsa Maritain, André Rouseaux, George Duhamel. La mayoría de las traducciones estuvieron a cargo de Antonio Alatorre. Cuando Juan José Arreola, motivado por el actor Louis Jouvet, partió a Francia a estudiar teatro, Alatorre fijó su objetivo en la Ciudad de México, epicentro de los movimientos culturales del país.

 

Revista PAN (1945).

 

Gracias al impulso de Daniel Cosío Villegas, Alatorre fue uno de los pocos mexicanos que formaron parte del equipo técnico del Fondo de Cultura Económica (el resto eran españoles). Entre las actividades de la entonces editorial más importante de la América hispana, estaba el traducir obras de las más diversas disciplinas como la literatura, la filosofía, la sociología, la psicolgía, la antropología y la economía. Y Antonio Alatorre perteneció a esa gran generación de traductores del Fondo de Cultura que trajeron a la lengua española obras fundamentales del pensamiento universal, como el Leviatán de Thomas Hobbes por Manuel Sánchez Sarto (1940), El Capital de Karl Marx por Wenceslao Roces (1943), El ser y el tiempo de Martin Heidegger por José Gaos (1951), El aire y los sueños: ensayo sobre la imaginación del movimiento de Gastón Bachelard (1958) por Ernestina Champourcín, entre muchas otras. Su primera traducción en el Fondo de Cultura Económica (empresa donde publicó gran parte de su trabajo) la hizo en colaboración con Joaquín Díez-Canedo, y fue el libro de la historiadora inglesa Veronica Wedgwood, Guillermo el taciturno (1533-1584) (FCE, 1947), un perfil de Guillermo de Nassau, príncipe de Orange y héroe rebelde de las Provincias Unidas (Países Bajos) que lucharon contra el dominio de la Corona Española. Al año siguiente, Alatorre se unió al grupo de tres investigadores que tradujo el libro del primer presidente del Departamento de Psicología de la Universidad de Princeton, Howard C. Warren, el Diccionario de Psicología (FCE, 1948), texto de divulgación publicado con el propósito de que el lector común conociera las voces técnicas básicas del lenguaje de la psicología utilizado durante la primera mitad del siglo XX.

 

Erasmo y España, FCE (1950).

 

La década de los cincuenta es fecunda para Alatorre, pues publica varias de sus traducciones más célebres. La primera es el libro capital del hispanista francés Marcel Bataillon, Erasmo en España (FCE, 1950), quizás la obra más importante sobre la evolución intelectual de la España del siglo XVI, y una síntesis brillante de la ruta que tomó el “mundo civilizado” durante los siglos XV y XVI, con el Renacimiento, la Reforma y la Contrarreforma. De la versión española de su libro, Bataillon no escatimó en elogios: “Con sus escrúpulos de traductor ejemplar, con su amor a esta obra que le llevó a adentrarse en cada renglón de ella, Alatorre ha superado al propio autor en el conocimiento de su libro y en deseo de que sea el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse sobre la materia”. De ese año es su versión de las Heroidas de Ovidio, publicadas por la Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana (UNAM, 1950), donde Alatorre despliega su saber del mundo grecolatino que había cultivado desde los años en que fue seminarista (una edición corregida de esta obra la publicó la SEP en 1987). Alatorre prosigue con la traducción de obras literarias y se arroja a la complicada tarea de verter al castellano las Memorias póstumas de Blas Cubas de Joaquim Maria Machado de Assis (FCE, 1951), libro de técnica novedosa para su época (1880), que relata los avatares de la vida de un hombre, contadas por él mismo ya muerto. Por la temática cercana a la de su Pedro Páramo, y por la admiración que profesaba por la literatura brasileña, Juan Rulfo hizo un prólogo para una edición posterior de esta novela (uno de los muy pocos que redactó en su vida).           

El lenguaje, FCE (1954).

En 1954 Alatorre traduce Canáan, de otro autor brasileño, Jose Pereira de Graça Aranha, del cual hace un extenso estudio biográfico-intelectual que por sí mismo podría haberse editado como un libro aparte. Para la colección Breviarios, traduce con Margit Frenk un clásico de la filosofía del lenguaje: La linguística, de Edward Sapir (FCE, 1954), tratado fundamental que observa el fenómeno del lenguaje desde una perspectiva amplia, que abarca ramas como la psicología y la historia. El año 54 brilla por la publicación de dos obras monumentales sobre la herencia del pensamiento clásico: La tradición clásica. Influencias griegas y romanas en la literatura occidental (FCE, 1954), del erudito estadounidense Gilbert Highet, y Literatura europea y Edad Media latina (FCE, 1954) del filólogo alemán Ernst Rober Curtius, traducción mayormente a cargo de Margit Frenk. La traducción en español de los libros de Highet y Curtius, dio un enorme prestigio a Alatorre en el terreno de la divulgación de los estudios en torno a la presencia de la cultura clásica y medieval en la literatura y el pensamiento del Occidente moderno. En aquella prolífica década de los cincuenta, mientras dirigía la reputada Nueva Revista de Filología Hispánica y el Centro de Estudios Filológicos (posteriormente Centro de Estudios Linguísticos) en el Colegio de México, la capacidad productiva de Antonio Alatorre se multiplica, y entonces colabora con el Instituto Panamericano de Geografía e Historia, que se especializaba en la publicación de documentos del continente americano: crónicas, diccionarios, edictos, perfiles biográficos, compendios de procesos históricos. Ahí, Alatorre contribuyó con algunos trabajos importantes: Historiografía del Brasil. Siglo XVI (IPGH, 1957) de Jose Honorio Rodrigues, y William Robertson y su historia de América, de Robin H. Humphreys (IPGH, 1958). En esos años tradujo Contracorrientes mexicanas. Baratillo de impresiones e ideas (Hermanos Robredo, 1957), curioso libro del polígrafo francés Robert Escarpit, que toca temas como el corrido popular o el encuentro entre el cristianismo y las religiones indígenas. Para cerrar con el intenso decenio de los cincuenta, mencionaremos La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII (1957, FCE), de Jean Sarrailh, estudio que recoge las luces de un periodo de la historia intelectual de España que no ha sido muy visitada por los eruditos.  

 

CANAAN, FCE (1954)

 

En los años sesenta, concentrado en su labor de editor e investigador en el Colegio de México,  Alatorre apenas traduce un par de encargos para el Instituto Panamericano de Geografía e Historia: Programa de historia de América en la Época colonial, de Silvio Zavala (IPGH, 1961) y la segunda parte del trabajo de Honorio Rodrigues, Historiografía del Brasil. Siglo XVII (IPGH, 1963). La década siguiente, el ya renombrado traductor jaliscience colabora con la editorial Siglo XXI de Arnaldo Orfila Reynal (antiguo director del Fondo de Cultura), y se sumerge en la obra de dos autores esenciales, uno de la pedagogía y otro del psicoanálisis: Paulo Freire y Jacques Lacan. De Freire traduce Cartas a Guinea-Bissau: apuntes de una experiencia pedagógica en proceso (Siglo XXI, 1976), libro esencial porque el pedagogo relata su experiencia alfabetizadora en una población con un rezago educativo de cuatro siglos de dominación portuguesa. De Jaques Lacan (que ya había sido trabajado con éxito por Tomás Segovia), Alatorre tradujo su tesis de doctorado, publicada en París en 1932: De la psicosis paranóica en su relación con la personalidad (Siglo XXI, 1976), donde el connotado psicoanalista se formula la nada sencilla tarea de averiguar si la psicosis paranóica representa el desarrollo de una personalidad, o es en cambio una enfermedad autónoma. 

Alatorre vuelve a contribuir con el Fondo de Cultura Económica y traduce La formación de los latifundios en México: tierra y sociedad en los siglos XVI y XVII de  Francois Chevalier (FCE, 1976), donde, gracias al conocimiento de los archivos de las antiguas haciendas y a la orientación de intelectuales como Silvio Zavala y Ernesto de la Torre Villar, el historiador francés aporta un estudio fundamental del origen de la monopolización de las tierras en México. A finales de los setenta y principios de los ochenta, Alatorre aborda la obra del historiador italiano Antonello Gerbi, de quien traduce La Naturaleza de las Indias Nuevas (de Cristóbal Colón a Fernández de Oviedo) (FCE, 1978), una reflexión crítica en torno a los testimonios del siglo XVI sobre las tierras recién invadidas. De Gerbi, Alatorre traduce también La disputa del Nuevo Mundo (FCE,1982), un análisis del fenómeno interpretativo que experimentaron pensadores europeos del siglo XVI, frente a un mundo que desconocían.

 

La formación de los latifundios en México FCE (1976).

 

De los últimos trabajos importantes de Antonio Alatorre, mencionaremos La Reforma radical, del profesor de teología George Hundston Williams (FCE, 1983), y Juan Ruiz de Alarcón, letrado y dramaturgo: su mundo mexicano y español, de Willard F. King (COLMEX, 1990), con lo cual cerraría una labor de casi medio siglo, ya que los veinte años posteriores los dedicó mayormente a su obra personal. Materia de otros ensayos sería los innumerables artículos que dejó dispersos en revistas especializadas. En lo que respecta a la calidad de sus traducciones, no en pocas ocasiones el trabajo de Alatorre dejó a los autores más satisfechos que con sus propias obras, como es el caso de George Hundston Williams, que con respecto a La Reforma radical, escribe:

 

La versión española que el lector tiene en las manos deja muy atrás la versión inglesa original, de manera que es por ahora, la edición definitiva y autorizada… Antonio Alatorre, profesor en el Colegio de México, que pertenece asimismo al primer grupo por haber apoyado el proyecto de publicación, ha hecho subir notablemente el proyecto de mi libro. No sólo ha mejorado el texto original y puesto al día ciertos addenda y corrigenda gracias a inteligentes preguntas y propuestas que me han  obligado a procurar una mayor claridad de exposición, sino que también, gracias a sus verificaciones personales de citas procedentes de obras escritas en diversos idiomas y a su afán de hacer plenamente coherentes y completas las notas de pie de página de la edición original y de las adiciones mecanografiadas, ha dado una mayor solidez al conjunto del libro (FCE, 1984).

 

La reforma radical FCE (1983).

 

En cuanto al estilo de traducir de Alatorre, sería difícil señalar rasgos generales, pues cada obra constituye un cúmulo de dificultades específicas. Sin embargo, sí podemos hablar de un rigor filológico extremo en cuanto al cuidado del texto, la fidelidad en las citas, la erudición de las notas, la exactitud en las terminologías. Además, es evidente que existe en los textos literarios, una apreciación especial, una conciencia de las cualidades rítmicas del español. Ha dicho el medievalista Aurelio González, que uno de los grandes aportes de Alatorre a la filología es su saber sobre métrica española, que expone en libros como Avatares barrocos del romance (De Góngora a Sor Juana Inés de la Cruz), “punto culminante de su bibliografía”. En muchos momentos, esta visión la trasladó a sus traducciones, incluso tratándose de textos ensayísticos. En las primeras páginas de Cartas a Guinea-Bissau, donde Paulo Freire describe el paisaje africano, de pronto nos da la impresión de que el texto se escribió en un rico castellano:

 

El color del cielo, el verde azul del mar, las palmas de cocos, los mangos, los cajueiros, el perfume de sus flores, el olor de la tierra; los plátanos, y entre ellos mi bien amado plátano-manzano; el pescado al agua de coco, los saltamontes brincando en la grama rastrera, el mecerse de los cuerpos de las gentes al caminar por las calles, su sonrisa de disponibilidad para la vida; los tambores sonando en el fondo de las noches; los cuepors bailando y, al hacerlo, “dibujando el mundo”… todo eso me dejó profundamente impresionado, y me hizo percibir que yo era más africano de lo que pensaba.  

 

Muchas fueron las áreas del saber que abarcó el interés de Antonio Alatorre. Fue un hombre con la voracidad intelectual de un pensador del Renacimiento, que además, no eligió obras menores para desarrollar su trabajo. Alatorre tuvo el atino de traducir obras amplias, que ya eran, o con el paso del tiempo se convirtieron en clásicos del pensamiento contemporáneo. Esto le da a Alatorre cierto halo de monumento intelectual, a pesar de que en persona fue un hombre extraordinariamente sencillo y sin el más mínimo interés de brillar. Al igual que la monja jerónima Sor Juana Inés (su guía espiritual, punta altiva, excenta siempre, siempre rutilante) la enormidad de Antonio Alatorre, su inquietud de saber fue legítima, portentosa en el ansia por escalar aquellos faroles sacros de perenne llama que irradia el conocimiento universal.

 

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