Santiago Domínguez Zermeño
Mi casa no se cayó, sigue en pie. Ahora hay un espacio en la pared donde antes había un cuadro, hay también una pequeña grieta en la sala. En otras palabras, no nos pasó nada. Pero no todos tienen la fortuna de decir lo mismo. El fenómeno natural se volvió desastre y no ha dejado de sacudirnos a todos. A muchos les golpeó en lo real, en lo tangible, destruyó la materia en la que vivían y a todo lo que llamaban “mío”; a todos nos penetró profundo, nos removió las entrañas y dejó ecos de dolor que aún nos aquejan. A algunos les quitó lo único absoluto, irreparable: la vida.
El terremoto nos tocó a todos y respondimos. Respondimos de una forma que yo sólo había vivido en las historias que me contaban mis padres de aquella otra catástrofe. El sismo se volvió maremoto e inundamos las calles de una forma impresionante. De una manera que yo habría creído inconcebible si no me hubiera explotado en la cara, si no me hubiera encontrado a mí mismo, ahí, nutriendo al fenómeno.
Lo que sucedía era tan necesario y natural como sorprendente. La multitud como nunca la había concebido, salía a dar lo que podía de la forma en que podía. El demiurgo era celular, autogestivo, autónomo, auténtico, genuino. La multitud desbordaba, desorganizada, descentralizada, horizontal, adjetivo tras adjetivo, en un intento de tocar con la razón lo que el corazón vive. Hay adrenalina, hay ganas de querer formar parte de todo, sentirse útil, ayudar, salvar. El frenesí alimenta nuestro espíritu como el enamoramiento más febril, en un torbellino que no permite el instante ocioso. Hay que salir a las calles, tomar las plazas, vincularnos. Y lo hacemos. El otro, normalmente extraño y peligroso, en esta urbe de amor y odio, es ahora aliado, compatriota, hermano y soldado en la guerra contra la tragedia.
Muy pronto nos dimos cuenta que como tierra en un embudo chocamos, nos aplastamos unos a otros. A horas del siniestro empezamos a creer que hemos rebasado la catástrofe real, pensamos que sobra ayuda, que sobran manos.
El fenómeno vivo, la Multitud hace fantasear a muchos con el advenimiento de la revolución soñada, esa que viene desde abajo y arrasa como marea. Las redes sociales, glosario de la vida, hacen su comentario: “Los jóvenes han tomado las CDMX. Espero que ya no la suelten.” El tweet se viraliza a la par que la ayuda. Las redes se saturan, se vuelven comunicación que quema, tenemos que pasarla, aventarla, alguien más debe verla, tiene que llegar, cumplir su destino. De todas partes brotan voluntarios de las Redes, que se ponen como objetivo optimizar las Redes mismas. Porque a pesar de que la Multitud también se manifiesta en ellas de cualquier manera que encuentra, a final de cuentas todo debe reducirse al acto real. Una publicación que no llega al acto concreto se queda en la nada, en un vacío que más que impotencia es onanismo, pues en toda su esterilidad nos hace creernos valiosos.
La motivación es auténtica, luchamos por optimizar esfuerzos, el tiempo siempre está en nuestra contra. La comida llega en caudales a las calles, choca contra la gente y contra los acopios. Cajas enteras de tortas y sándwiches se aglutinan amenazando con pudrirse. Es metonimia de la ayuda misma. Los estratégicos hacen un llamado logístico: ya no más comida perecedera, ya no más manos, esperen. Y uno se siente tan inútil que no cree merecer esa tercer torta que le ofrecen en lo que va del día. “No me la he ganado todavía” pienso mientras sonrío y le digo que no, que muchas gracias.
Otra vez me sorprendo. Los paquetes individuales de almuerzo (esos que amenazan con pudrirse) claramente han sido hechos con un amor infinito. Están llenos de detalles que los vuelven gestos particulares, como un abrazo que alguien, en algún lugar, le quiere mandar a un aliado anónimo. Con plumón, escrito sobre la etiqueta del refresco o la servilleta de la torta, hay tiernas palabras de aliento y amor.
Pero la optimización de procesos traza una curva que lleva cierto tiempo lograrse. Hay prueba y error, los ingenieros de la ayuda y los estratégicos siguen descubriendo la mejor manera de ordenar el apoyo. Surgen bases de datos geniales, en tiempo real, inmersas en mapas completísimos, nuevos canales de comunicación verdaderamente sorprendentes. Hay que aprender a usarlos, acostumbrarnos a ellos. No faltan los impacientes que se quejan de la falta de orden. Pero es que no se dan cuenta de lo que en verdad acontece. Estamos al borde de la historia aprendiendo a usar herramientas cuasi telepáticas y omniscientes para enfrentarnos a algo tan viejo como el mundo mismo.
De pronto, todos somos ingenieros doctorados en estructuras. Entrar a un edificio se vuelve un ejercicio de observación activa de muros y castillos. Lo hacemos porque se ha vuelto un tema de moda, pero también porque tenemos miedo. Un gran muro de concreto es ahora frágil, y aquello que antes era resguardo ahora es amenaza. Todo nos conmueve, somos aprensivos como pocas veces. Nos volvemos sensibles al dolor ajeno. Como de costumbre buscamos historias que nos expliquen lo que sucede, nos abrazamos de los mitos. Necesitamos símbolos para poder seguir entendiendo este mundo que se nos escapa. Y leemos “El puño en alto” de Villoro y lloramos en silencio.
No pasa mucho tiempo antes de que la Multitud choque contra lo que siempre choca: el Estado. Todos activos, zangoloteados, por fin despiertos, demandamos recursos para enfrentar lo que se nos viene. Porque, aunque a veces se nos olvida, la acción pública es política. Y tan activos como estamos, nos empoderamos todos, incluso aquellos que suelen mostrar indiferencia a lo político. Y ellos, los políticos de profesión, inmundos como son, nos dicen que no, que el dinero es asignado por ley, que eso sería desvío de recursos. Pero sobre todo, se resguardan tras la pregunta ¿a dónde nos llevaría todo esto? Porque luego llega otro huracán, luego llega otro terremoto, otra inundación. ¿Dónde pararía el estado de excepción? Y la pregunta brilla, alumbra el problema.
Nos encontramos en estado de excepción. Vivimos un momento de trauma colectivo que en mi inexperiencia e ignorancia no puedo más que relacionar (tal vez ingenuamente) con golpes de Estado, dictaduras, guerras civiles, revoluciones. La Multitud esperanzadora nos hace creer que nos encontramos en medio de una vorágine transformadora. Pero no sé, en verdad no sé la dimensión real de la coyuntura. ¿Qué puede salir de todo esto? El nivel de involucramiento social (y político) es extraordinario, al menos para el contexto mexicano. ¿Será el trauma nacional lo suficientemente fuerte como para politizarnos de forma perdurable, más allá de un par de semanas? Pienso en el 85 y las consecuencias que tuvo en el movimiento estudiantil del 86, en la efervescente participación de la sociedad civil, en las elecciones del 88, esa victoria de la izquierda que resultó derrota frente al fraude. No sé si esta coyuntura logre trascender la crisis inmediata, pues su alcance no es nacional y el enemigo (el antagonista, el obstáculo común que nos cohesiona y nos identifica a todos) es en primera instancia el destino natural, el infortunio. Una primera lectura (de hecho, la que nos aventó a todos a las calles a hacer lo que pudiéramos) nos dice que todos somos víctimas y no hay culpables claros. Todos somos vulnerables, es sólo la fortuna la que me mantiene vivo. Orientados de esta forma es que salimos codo a codo con el policía, el soldado y el marino a remover escombros y luchar hasta el final por cualquier indicio de vida, que no es poca cosa.
Pero con la calle tomada y el tiempo avanzando, sucede lo que tiene que suceder. La acción social es política y lo que está en juego es el poder. Eso lo saben los partidos cuando se niegan a soltar el dinero, lo sabe también la Marina cuando ve que lo que manda en el sitio de derrumbe es la necesidad de rescate y no el orden militar. Así, uno por uno los sitios de emergencia van siendo controlados por las fuerzas del orden. Todo aquel que estuvo ahí, ayudando a mover escombro, a llevar comida, a repartir agua, fue testigo de pequeñas manifestaciones de la lucha por el poder. Órdenes que se daban con el objetivo de mantener un orden, el orden por el orden, a costa de las necesidades reales de las personas atrapadas. Nosotros nos negamos a ceder lo que hemos podido construir, los espacios que hemos ganado. Defendemos los acopios del mezquino lucro político. Defendemos la vida, ya sea en la forma de un sobreviviente milagroso o de un cuerpo al que le queremos dar una sepultura humana.
Sólo un día pude estar en la primera línea de un derrumbe. A mí me tocaba repartir aguas a los brigadistas, Topos, marinos, soldados y rescatistas japoneses e israelíes. Habíamos alrededor de 500 personas intentando rescatar a las personas que se encontraban atrapadas en el multifamiliar de Taxqueña. De las nueve horas que estuve ahí, no pude presenciar ningún rescate de alguien con vida.
Todos trabajábamos arduamente, a la espera de poder ayudar al milagro. Repentinamente, se levantan los puños y llega el silencio. 500 personas se detienen en el acto. Se detiene el tráfico sobre Tlalpan. En el país en el que vivíamos antes del martes 19 me habría costado trabajo creer que ese es el valor que le otorgamos a una vida. A un indicio de vida. Ahora, inmerso en el absoluto silencio, no tengo más que un terrible nudo en la garganta. De las entrañas del escombro llega un grito. “Si hay alguien en esta estructura. ¡Responde! ¡Haz ruido! ¡AHORA!” El silencio se mantiene, y por más conmovedor que sea, no puedo dejar de pensar que es un silencio terrible, un silencio verdaderamente ojete. El rescatista vuelve a preguntar dos veces más. Momentos después, llega el grito hacia nosotros: “¡HAY VIDA!”. Aplaudimos. Algunos lloramos. La esperanza nos alimenta el ánimo y volvemos al trabajo.
Un par de horas después se vuelve a hacer un silencio. Nos detenemos. Los soldados y rescatistas forman dos vallas humanas y se crea un pasillo. En la quietud se percibe un suave viento que mece las hojas, una brisa que acaricia la piel. Nos quitamos los cascos. Se nota el cansancio y la tristeza en nuestros rostros. De los escombros baja una camilla cubierta con una sábana blanca. Pasa el cuerpo. Frente a mí hay un soldado. Con la cabeza gacha y la mirada en el piso es claro el esfuerzo que hace por contener el llanto. Yo también lo contengo. Desde el nacimiento, llorar significa estar vivo. Pero cuando el cuerpo pasa no me permito romper en llanto, sé que aún hay trabajo por hacer.
Me tocó presenciar el rescate de dos cuerpos. Las dos veces tuve frente a mí al mismo soldado. Lo veo apretar la mandíbula y el casco contra su pecho. Compartimos dolor como nunca creí hacerlo con un soldado. Me vienen a la mente las ejecuciones extrajudiciales y demás violaciones a los derechos humanos que se han perpetuado en el territorio mexicano desde la reciente militarización del país. El soldado, representante de las fuerzas del orden, representante de el Poder, es eso: soldado. Él se encarna a sí mismo y encarna a tantos otros que han abusado del pueblo en nombre del Estado. Porque el soldado es humano, por supuesto que es humano, y por ello carga con su sombra. Porque lo que ha hecho el Ejército no se borra. Porque México sigue siendo México, y seguirá cargando con todo lo que es y ha hecho.
El fenómeno natural duró 70 segundos. Pero nosotros hicimos del fenómeno un desastre que lleva ya 5 días. Como en Edipo Rey, la tragedia ya estaba consumada, esperando a que cayera el velo y la verdad se manifestara. Ningún edificio debió caer. ¿Quién tiene la culpa? ¿Qué vamos a hacer cuando lo descubramos? ¿Qué sigue?