Pável Granados
…una noche de invierno, cansado de la vida, dejó escapar el alma de la carne podrida y se fue preguntando: ¿Para qué habré venido?
Gérard de Nerval
Hace muchos años me acerqué peligrosamente a oler las flores del suicidio, y me dije: “No. Será después, cuando tenga más fuerzas” (o menos). Y las olvidé. No sé si son flores o son luces. Luces que se encienden con más fuerza entre más oscura es la vida. Mientras hay luz, el pensamiento no recurre a él. Pero cuando se va oscureciendo la vida, se vuelve una constelación prominente. Es la respuesta cuando no hay respuestas. Las grandes preguntas de la vida exigen una respuesta. Se tiene que ver más allá. Muchas veces, se pide ver más lejos de la propia existencia. Si no se puede, con que se tengan unas ciertas certezas se puede vivir. Pero las grandes preguntas necesitan ser respondidas. Si las respuestas no son escaleras que nos llevan hacia el cielo, el mundo también se derrumba. Qué lo sostiene. Se derrumba el cielo, el piso, las estrellas más remotas. Puede ser que el mundo caiga sobre uno mismo. Pero se tiene el mismo poder de hacer que el universo se precipite en la nada. Tantas y tantas consideraciones sobre este tema, pero al final es una sola reflexión. De hecho, la principal. En ese caso, es una toma de conciencia radical. El momento de la verdadera decisión.
Sería deseable que todos tuviéramos ese espacio para pensar si vale la pena continuar con la vida. Anteriormente, el hombre no tenía ese derecho de estar a solas con la conciencia para decidirlo, pues Dios asistía a cada pensamiento. Los grandes suicidas de la antigüedad tampoco lo pensaron mucho, se vieron orillados a él, como Cleopatra, cuando sus grandes proyectos políticos estaban en un callejón sin salida. Una mala partida de ajedrez, sin posibilidad de revancha. Pero los suicidas de hoy tienen esa posibilidad de hacer de este acto un monumento a la libertad o, incluso, una posibilidad estética. Si la muerte es también nuestra, que tenga la huella de nuestro buen gusto. Podemos morir por elegancia, por curiosidad y hasta por aburrimiento, como Emilio Salgari, quien fuera de las aventuras de sus novelas sólo sintió desesperación y hastío. Aunque recordemos que el hastío es, decía Leopardi, el sentimiento más noble del ser humano porque nos dice que ni todo el universo junto es capaz de colmar nuestro espíritu. Aquí enfrente está un camino que se bifurca, se puede elegir. Porque de cualquier modo, para qué era que estábamos aquí… No lo sabíamos, no nos habíamos puesto a pensar. Está bien, tienes una oportunidad. Si lo deseas, puedes abandonar las posibilidades. Pero si sigues adelante, debes de tener tus motivos. Si se elige la vida, se debe de hacer con conciencia, sólo así será una posesión propia, una decisión. Si uno elige vivir, la vida se convierte en algo propio, no algo impuesto desde afuera. Miremos a Dostoyevski, pero al que evoca J.M. Coetzee en su novela El maestro de Petersburgo. El suicida, dice, no quiere morir, es alguien que echa la moneda al aire y le apuesta la vida a Dios. Le suplica: “A que no me salvas”. Y a veces, Dios no llega a tiempo. O no llega nunca.
Visto así, cada suicidio sería una apuesta en que Dios pierde. ¿Pero qué es lo que gana aquel que ha apostado su vida? Es necesario, para que el suicidio sea visto como algo contemporáneo, que pensemos en que nuestra vida nos pertenece. Lo cual quiere decir que los suicidas antiguos no pueden ser vistos con los mismos ojos. Qué van a apostar si no son dueños ni de su alma. No pueden jugar en nuestro tablero. Pueden vernos desde su infierno o su purgatorio. Pudieron ver, por ejemplo, a ese hombre que iba, hacia 1843, caminando desnudo por las calles de París. La policía lo detuvo: “¿A dónde va?” “Hacia esa estrella”, contestó. Era Gérard de Nerval. Contra él no sirven nuestros argumentos, tenía la lógica poderosa de los desencantados. Porque hay que distinguir: hay suicidas atrapados por las circunstancias y suicidas por vocación. Nerval era de estos últimos. Los suicidas por vocación no deberían de compartir el más allá con los otros porque los despreciarían, se reirían de ellos, cobardes almas aterradas como ratas. Los suicidas por vocación deberían tener su espacio único. “No me esperen. Esta noche será blanca y negra”, dijo Nerval antes de salir a caminar esa noche. Trabajaba como traductor de Henrich Heine. Lo fue a buscar a su casa para cobrarle. Metió el dinero en su abrigo, en donde tenía también guardado el manuscrito de su novela Aurelia. Caminó por las calles, y amaneció colgado de un farol, el 25 de enero de 1855. ¿Será nuestro primer suicida moderno? Qué tontería dices, ¿sólo porque es francés? Antes estaba Mariano José de Larra, el español, el cronista de Madrid. Lo que pasa es que él siempre fue alegre, irónico crítico de la sociedad española. Bueno, reírse no salva de nada, en su caso era apenas una máscara para cubrir el desencanto. Los cronistas de sociales, por lo menos los más inteligentes, deberían ser los más proclives al suicidio. O los fabulistas. Aquellos que saben que este mundo no tiene remedio. Los que saben que el miedo al ridículo nunca será suficientemente poderoso como para mejorarnos. El diciembre de 1836 fue el último de Larra, tenía apenas 27 años. Su móvil para morir fue el amor. Como no lo obtuvo, se mató con un tiro en la sien. Está bien, pero antes de morir escribió una crítica implacable contra la sociedad. Y no, nosotros qué culpa tenemos, debieron de pensar un poco ofendidos los españoles. Más ofendidos se debieron de sentir cuando supieron que más que las fiestas, a este autor le gustaba recorrer calles y cementerios. “Tú buscas la felicidad en el corazón humano, y para eso le destrozas, hozando en él, como quien remueve la tierra en busca de un tesoro”, escribió en su último artículo. Qué extraño buscar la felicidad enterrada en el corazón del ser humano. El máximo cronista se suicida, eso deja muy mal a lo mejor de nuestra sociedad.
Prefiero el fin de Manuel Acuña pues su suicidio, a los 24 años, el 6 de diciembre de 1873, tuvo más consecuencias. Abrió una ventanita que daba directamente a su alma. Lo cual era bastante, nadie lo había hecho antes que él en este aburrido país. Miren, un alma. No era algo bien visto. La intimidad es sagrada, no está bien mostrarla. Pero Acuña lo hizo. Se enamoró públicamente de una joven viuda que no lo quería, Rosario de la Peña. La noche en que estrenó su primera obra teatral, el público aplaudió de pie y pidió que el autor subiera al escenario. Acuña subió y sus admiradores aventaron rosas a sus pies, él las recogió todas y corrió por la calle hasta la puerta de Rosario. Tocó y, cuando abrió, se las entregó. Que se suicidó por Rosario es algo cada vez más desacreditado. Es cierto que lo planeó, vivía en la Escuela de Medicina, en uno de los cuartos del segundo patio. La noche previa a su muerte, fue a visitar a su amigo Juan de Dios Peza. Le dijo: “Voy a hacer un viaje muy largo”, y caminaron toda la noche por una ciudad oscura y vacía. Al otro día, el cadáver de Acuña fue encontrado en su habitación, la cual olía a almendras amargas, el olor del cianuro. Varios de sus compañeros médicos se desmayaron tratando de darle respiración para reanimarlo. La leyenda romántica dice que del cadáver salían lágrimas. La noticia corrió por la ciudad, pero por alguna razón no llegó rápidamente a la recámara de la supuesta causante. Cuando Ignacio Manuel Altamirano supo de la muerte de su alumno, corrió desesperado a casa de Rosario, ni siquiera preguntó si podía pasar, subió corriendo las escaleras, abrió la puerta del cuarto de ella, que estaba maquillándose, y le gritó: “¿Qué has hecho, Rosario? Manuel se acaba de matar.” Frente a la fosa, Justo Sierra leyó un poema para su amigo: “todo en una hora / de soledad y hastío / cambiaste por el triste / derecho de morir, hermano mío”. Los conservadores y los liberales se escandalizaron por igual: morir no es un derecho.
También Horacio Quiroga, aquejado de cáncer de próstata, salió a caminar antes de terminar con su vida; los médicos le dieron permiso, y durante ese paseo fue a comprar el cianuro con que se mató. Pero esto no era un catálogo de suicidas, sino una caminata por las calles de sus ideas. A propósito, no sé si se han dado cuenta de la relación que existe entre las calles de una ciudad y el suicidio, lo común que es que un suicida salga a caminar antes de morir. Ni las amistades ni los amores están para siempre; por eso, antes de quitarnos la vida nos despedimos de la constancia de las calles.
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Pável Granados es ensayista, antologador, musicólogo y cronista de la ciudad de México. Es autor de XEW. 70 años en el aire (Clío, 2000), Mi novia la tristeza (en coautoría con Guadalupe Loaeza), El edén subvertido (INBA-UANL-Jus, 2010), y El ocaso del Porfiriato. Antología histórica de la poesía en México (1901-1910) (Fondo de Cultura Económica, 2011), entre otros. Desde el 2002 conduce en Radio Red el programa de música popular Amor perdido, y desde el 2011 dirige el Catálogo de Música Popular Mexicana de la Fonoteca Nacional.