El nuevo vino de un viejo poeta: un paseo por la obra de Omar Jayam

 

 

Por Pável Granados

 

 

Esta aparente libertad de que gozamos, leve y volátil, se transforma en piedra una vez realizada. Esos bloques van a dar al fondo de la Historia, para no moverse más. Al menos eso parece, ya que vivimos viendo cómo el pasado se mueve, dice tantas cosas diciendo siempre lo mismo. De alguna manera, nos cambia en tanto lo cambiamos, estableciéndose una dialéctica un poco enfadosa, pues siempre recurrimos al pasado para preguntarle, la respuesta nos modifica y lo que ocurrió hace siglos se reacomoda, provocando esos continuos sismos mínimos que mueven la Historia. Y sobre ella dormimos, o tratamos de conciliar el sueño. Aunque a mí me ha asaltado el insomnio por las noches, la somnolencia por las mañanas, y el sonambulismo a lo largo de los meses. Textos, unos detrás de otros van pasando frente a mí, ya sea para leer o para ser escritos, en un retorno interminable, mientras pienso: ojalá en el siguiente texto logre decir lo que quiero, pero me llevan los temas unos a otros sin que yo pueda agregar demasiado de mi voluntad. Como el molino que sólo tritura, aunque no me decida a poner mucho de mí entre los elementos a triturar. Sin saber qué de mí sí se agrega de manera inconsciente. Como quiera, la imagen del molino es buena: las aspas inmateriales que son movidas por una fuerza desconocida hacen que el espíritu triture y triture un material siempre nuevo. No para de funcionar mientras duermo. Pero comencé hablando de los bloques de piedra que deja el tiempo. Pensaba en eso recurrentemente mientras leía Samarcanda, la novela del escritor libanés Amin Maalouf: lo perfectas que se sucedían unas a otras las frases de los personajes, así y no de otro modo debieron de haber sido, cualquier modificación cambiaría el transcurso de la Historia. Omar Jayam (1048-1131), el poeta y su mundo, el Imperio selyúcida. Está demasiado lejano como para que yo lo pueda comprender, pero fue el gran Imperio del Oriente en el siglo XI y XII. Ahí florecieron las matemáticas, la astronomía, la arquitectura, hasta que el ejército de Gengis Khan la saqueó y destruyó en 1220. Maalouf supone que el libro original de cuartetas se pudo haber salvado del desastre y llegado al siglo XX, cuando se habría hundido con el Titanic. Soy también incapaz de discernir cuánto hay de verdad y de mentira en esta narración, todo parece tan cierto, tan bien eslabonado: el camino narrativo correcto que une ese pasado con este presente. La novela cuenta la noche en que el poeta se encontró con un estudiante, Hassan-i Sabbah, futuro fundador de la secta de los hashshashin (pasó a las demás lenguas como “asesinos”: algunos dicen que proviene de su costumbre de inhalar hachís). Ambos se prometieron ayudarse si en el futuro uno de los dos tenía fortuna en la vida. (Hassan no lo olvidó: gracias a él, el visir Malik Shah I protegió al poeta y lo puso al frente de un observatorio astronómico en Isfahán). Tal vez parezcan los personajes algo estatuarios; esculpiendo más que hablando, sus parlamentos. Pero qué difícil darle naturalidad a los antiguos. Samarcanda, la ciudad, existe. Debe de ser como un espejismo en la imaginación, una belleza desconocida y monumental. Desconocida para mí, e incomprensible. Allí floreció un poeta. Cada palabra suya, cada frase sobra la vida y el amor, ha resonado posteriormente, sobre todo gracias a Edward FitzGerald (1809-1883), el erudito inglés que recibió una copia del manuscrito de los poemas de Omar Jayam conservado en Calcuta. En 1859 dio a conocer su traducción al inglés, lo que hizo de este antiguo autor una referencia de la poesía en el mundo. Así como tengo enormes lagunas en el conocimiento de la Historia, las tengo también en la Geografía. No sé las rutas de Oriente, la cercanía de Samarcanda con Calcuta, ni por qué dio el manuscrito del poeta en ese lugar. Ignoro igualmente los pasos que dieron esas cuartetas para lograr su importancia universal. Así como las especies tuvieron su ruta para salir hacia el mundo, la tienen los versos. Entiendo que la primera traducción al español fue la que realizó Juan Dublán, en México (A. Carranza y Comp. Impresores, 1904). ¿Sería Juan Dublán Maza, sobrino político de Benito Juárez? Al presentar su edición, basada en la de FitzGerald, cuenta que existían en Londres y en Boston dos clubes dedicados a la lectura de los Rubaiyat. Era tanto el deseo de mostrar esta poesía que el club de Boston compraba los ejemplares del club inglés para regalarlos entre los estadounidenses. Parece que durante la Segunda Conferencia Panamericana, celebrada en México en 1902, el delegado de Wisconsin, Volney Foster, trajo algunos ejemplares a nuestro país de la edición bostoniana de 1894, ilustrada por el simbolista estadounidense Elihu Vedder. La misma que José Martí describe en su novela Amistad funesta (1885): “el Rubaiyat, el poema persa, el poema del vino moderado y las rosas frescas, con los dibujos apodícticos del norteamericano Alihu Vedder”. (Las pinturas de Vedder aparecieron originalmente en 1884). Luego de revisar varias ediciones, Dublán se decidió por la de FitzGerald, la mejor según su parecer. Dice que su idea era no poner su nombre, ya que los que debían de brillar eran el del poeta y el del editor inglés. Ciertamente, a José Juan Tablada, que reseñó esta edición, no le gustó la traducción; en cambio alabó siempre la que publicó el político campechano José Castellot en 1916. Como sea, parece que hay dos aproximaciones a Omar Jayam: la de aquellos que lo miran como un místico que utiliza las imágenes del vino como un símbolo del conocimiento, y los que piensan que se refiere explícitamente a los placeres de la vida. En realidad, Dublán deseaba que su traducción de los Rubaiyat despertara la curiosidad por los grandes poetas épicos del Medio Oriente: Ferdousí (935-1020), “el Homero iraní”, y Nezami (1141-1209). Ésta es la manera en que Dublán tradujo las cuartetas: “Aplicando mis labios a la Urna de la Tierra / Supe al fin el secreto que nuestra vida encierra: / Pegado al mío, su labio cual murmullo me habló: / “Bebe! De los que han muerto ninguno regresó!” (XXXV). Dado que ninguna de las versiones se parecen entre sí, es difícil tomar partido por los estudiosos de Jayam. ¡Ni siquiera tienen un sentido parecido! Así que más parecen una creación del traductor que un acercamiento al mundo del poeta. No pensé que hubiera tantas ediciones en español, pero si hago memoria me doy cuenta que, de los Rubaiyat, hay ediciones populares por todas partes, a lo largo de todo el siglo XX. Eduardo Hay, Secretario de Relaciones Exteriores de Lázaro Cárdenas, también imprimió su versión de este libro, prologado elogiosamente por José Gorostiza. Pero Carlos Monsiváis piensa que fue demasiado generoso, para citar de inmediato un ejemplo del trabajo de Hay: “Si quieres malgastar esa chispa de existencia y te precisa / Buscar del gran secreto la clave, te conviene darte prisa; / Mas si hay entre verdad y mentira sólo el grueso de un cabello / ¿Me puedes informar si la vida es de la luz simple destello?” Recuerda Adolfo Castañón que Alí Chumacero le llevó a su oficina del Fondo de Cultura dos bolsas llenas de libros del poeta iraní al enterarse de la afición que él le tenía. Le preguntó entonces cómo se había hecho de tantos libros: “La mayoría… los había ido recogiendo a lo largo del tiempo durante sus años de juventud cuando frecuentaba casas non sanctas, como la de la legendaria Bandida, donde ciertas muchachas de la vida alegre gustaban de leer poesía y algunas eran devotas del poeta persa”. Empecé con una novela libanesa y terminé en la casa de citas más famosa de México. No tenía idea de a dónde iba a llegar, en realidad sólo seguía el ritmo del insomnio triturando pensamientos.

 

Los Rubaiyat, edición de Edward FitzGerald, 1859.

 

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Pável Granados es ensayista, curador y musicólogo. Actualmente es director de la Fonoteca Nacional de México.