El sueño de Huberto Batis

Huberto Batis. Fotografía de Moramay Kuri.

 

 

Por Moramay Kuri

 

 

La presente entrevista se encontraba perdida entre los papeles de la fotógrafa Moramay Herrera Kuri, quien suele esconder en los rincones más inexplorados de su casa, tesoros de la historia de la literatura mexicana. En cajones, alacenas, jarrones viejos, frascos de conserva, guarda fotografías, manuscritos, y cualquier cantidad de documentos por los que se pelearían los suplementos culturales del país. Quienes la frecuentamos, le hemos arrancado originales invaluables que tenían como destino el cesto de basura. Moramay Herrera había mencionado un encuentro con Huberto Batis en el cementerio, pero al igual que muchas historias que rodean la vida del mítico editor mexicano, pasó esto como una leyenda. No obstante, hace unos días llegó al correo de Revista Máquina una serie de fotografías y cuatro cuartillas que daban cuenta de la veracidad de los hechos. En efecto, la fotógrafa y editora de la revista de la Universidad del Claustro de Sor Juana, había tenido un rarísimo paseo con Huberto Batis en el cementerio Veinte de Noviembre, en Tlalpan, al sur de la Ciudad de México. Hoy dejamos este fabuloso material para los entusiastas de las historias de uno de los grandes editores mexicanos del último medio siglo. 

Revista Máquina

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Aquella mañana de sábado llegué puntual a recoger a Huberto Batis, tal y como habíamos acordado un par de días antes. El legendario editor salió elegantemente vestido de la casa donde vivía con su pareja desde hace cuarenta años, en Tlalpan, al sur de la Ciudad de México (casualmente era mi vecino). Portaba un traje oscuro impecable, barba recién podada y se percibía un discreto olor a perfume. Yo había conversado un par de veces con Huberto Batis; lo había visitado en su oficina de Sábado, suplemento cultural del periódico Unomásuno, con la idea de que publicara algunas fotos mías. De tal forma que ya conocía la fama de su maldad, y la facilidad que tenía de sacar de quicio inlcuso a las personas más pacíficas. Muchos me advirtieron el riesgo que era entrevistar a Huberto Batis, sin embargo aquella mañana me encontraba bastante tranquila. Me dio confianza que Batis estuviera sonriente y dispuesto. Entonces, sin más preámbulo, sugirió que fuéramos al Panteón Veinte de Noviembre. Yo acepté no sin antes reparar en lo atípico de la propuesta.

Mientras caminábamos calles abajo (el Panteón Veinte de Noviembre se encuentra en la Calle San Marcos, en el centro de Tlalpan, a escasos dos kilómetros), Batis me contó una extraña historia.

En un árbol que se ve allá en el fondo, el más alto, uno que ya no tiene hojas, se paraba todos los días un águila a esperar su comida: unas ratas panteoneras gordas, enormes. Luego de cazarlas regresaba triunfal a la cima del árbol y después de unos minutos se marchaba. Muy raro. Este panteón fue su restaurante favorito durante años.

Batis dijo que tenía meses sin ver al águila y que incluso, preguntó por ella a los trabajadores del cementerio. “Se me hizo una obsesión”, confesó. Los gestos de Batis denotaban una actividad mnemotécnica intensa: fruncía el ceño tratando de atrapar algún recuerdo, y cuando lo conseguía, su rostro expresaba alivio. De la nada, de entre su caudal infinito de anécdotas y frases, surgió un episodio del autor de las célebres Greguerías:

Recuerdo un cuento de Ramón Gómez de la Serna. Era el poeta más laureado de España en el siglo XIX. Un día su esposa muere y en Madrid se organiza una gran ceremonia fúnebre para honrarla. La llevan a enterrar a un mausoleo. Familiares y amigos no pueden impedir el llanto del poeta, ni que se aferre al cadáver. Sus amigos lo convencen de lo inevitable y lo llevan a su casa. Al otro día, al abrir la puerta del mausoleo, encuentran al poeta abrazando el cadáver desnudo de su esposa. Comprenden que el poeta ha cometido necrofilia. Entonces se arma un gran revuelo, condenan a Gómez de la Serna al exilio. La humillación pública no se hace esperar. El pueblo pide el encarcelamiento perpetuo, incluso la pena de muerte. Los epígonos del poeta logran que únicamente salga de Madrid.

 

Huberto Batis. Fotografía de Moramay Kuri.

Llegamos al panteón. Huberto Batis se maravilla con la monumental fachada amarilla y las tumbas del umbral que milagrosamente no han sido abandonadas por los familiares de los difuntos:

Mira ésta: Eulalia Martínez. 1912-1957. De sus nietos, Jorge, Luisa y María Esther; de sus hijos, Eulalia, Dionisio, Roberto y Javier; y de su amantísimo y fiel esposo Juan, quien espera con ansia encontrarla en el Reino de los Cielos” Qué kitsch, ¿no?, pero durante más de 40 años han venido a ponerle flores.

Batis señala con el índice la figura de un ángel con túnica rosa y una flor en la mano. A un lado hay una cruz con mosaico de talavera. Un florero con higuerillas y crisantemos adorna una opulenta lápida. Las tumbas de esta parte del panteón son ostentosas. Seguimos caminando por los pasillos del cementerio que parece estar construido de acuerdo al perfil económico: los ricos arriba de la barranca; los pobres abajo. Nos dirigimos hacia un corredor que dice “Párvulos y niños”, donde aprovecho para levantar algunas imágenes. Salvo por unas cuantas tumbas olvidadas, la mayoría se encuentran en buen estado.

En algún momento nos topamos con una extrañísima virgen azul con cara de mártir, muy impresionante. Le pido a Batis que pose junto a ella. Mi acompañante se asombra con todo, con las familias cuidando las tumbas como si sus cercanos aún estuvieran allí. Se sorprende con las flores, los colores, los ángeles con alas quebradas. Nos encontramos con una tumba en ruinas; luego con otra más pequeña y carcomida. Para mi sorpresa, Huberto Batis se recuesta en ella y se hace el muerto. La cámara sabe que éste es un momento único. La lente enfoca, dispara. En esa escena hay algo más que el desparpajo y el humor que caracterizan al maestro. Un diálogo secreto, o quizás algún tipo de ritual que sólo él conoce. Luego de muchas tomas, ayudo a Batis a levantarse de su tumba improvisada.

La escultura funeraria de este cementerio no es muy distinta a las del resto: enormes imágenes de vírgenes y ángeles sobre las lápidas suntuosas y cruces de madera en las más humildes. Como en una pintura de Frida Kahlo, imperan los colores chillantes. El Veinte de Noviembre se distingue de otros cementerios porque se observan muy pocas tumbas descuidadas. “Al parecer, los muertos de por aquí son muy melancólicos”, pienso. De pronto, mientras mira fijamente el busto de un ángel niño, Huberto Batis suelta una confesión:

Desde hace muchos años tengo un sueño recurrente: mis amigos vienen a buscarme a mi casa, aquí en Tlalpan. Entonces caminamos todos en silencio por las calles oscuras y llegamos al panteón. Seguimos caminando hasta llegar a una tumba, que es la mía. Yo me quedo mirando la lápida donde puede leerse mi nombre. Cuando me doy cuenta del lugar en el que me encuentro, mis amigos ya se han ido. Me quedo completamente solo, lo cual me aterra.

 

Huberto Batis sobre una tumba. Fotografía de Moramay Kuri.

 

Un aire de invierno sacude lo alto de los pinos y hace arrastrar las flores muertas. Se hace un silencio. Huberto Batis mira extrañado la punta del árbol más alto, como buscando. Le pregunto si quiere continuar el recorrido, pero su expresión me dice que el paseo ha terminado. Nos encaminamos a la salida del cementerio donde ya ha comenzado a oscurecer. Caminamos despacio, como si esperáramos a que alguno de los dos sentencie la odisea. Huberto Batis es quien rompe el silencio.

¿Sabes? Hay algo que no te dije. Siempre pensé que el águila aquella no estaba ahí por casualidad. Yo pienso que sólo a mí se me aparecía y por eso la gente del panteón nunca la había visto. ¿Y sabes por qué? Para llegado el momento conducirme hacia el camino de la luz, así como hoy tú me guiaste hacia mi propia tumba.  

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Moramay Herrera Kuri es escritora, editora y fotógrafa. Actualmente dirige Inundación Castálida, revista de arte y literatura de la Universidad del Claustro de Sor Juana.