En los confines del mundo: una muestra narrativa de Aldo Rosales

Entrenamiento en la "Academia Santa Rosa Boxing Club", Rio de Janeiro, Brasil, 1993. Foto: Miguel Río Branco.

Aldo Rosales

 

A petición de su psiquiatra, un hombre viudo y con problemas de alcoholismo imagina con admirable detalle una ciudad en la cual jamás ha estado; un barrendero que a diario recoge objetos de la calle para guardarlos como tesoros, regala a una niña un pequeño burrito de juguete; una vez que ha atrapado a una rata, un hombre tira a sus crías al cesto de basura mientras su hija duerme: no quiere que ella participe de una escena de semejante crueldad. Escenas donde la bondad y la ternura se ven arrastradas por el inevitable torrente de exterminio que guarda toda existencia. También hallamos aquí una obsesión que ha perseguido al narrador desde su adolescencia: los deportes de contacto. Quede la presente selección como un buen ejemplo de la mejor narrativa de Aldo Rosales.

 

 

LOS BARES EN MÁLAGA

 

Para la tía Elda.
Para el doctor Jorge Jiménez, por su tiempo.

 

—Piensa en un lugar, digamos… Málaga, ¿cómo son los bares ahí?

Ernesto tiembla al escuchar la pregunta. Cierra los ojos, respira hondo, comienza a imaginar ese lugar, aunque nunca había oído hablar de él. Las calles son rústicas, forradas de piedras lisas y brillantes, color miel, como panecillos duros. Toca la puerta de un edificio que cree reconocer como un bar, aunque no sabría decir por qué.

—Tocaste la puerta, eso es raro. Bien. ¿Y te han abierto?

Abre un hombre entrado en años, de pelo lacio y escaso, como cabellera de bebé. Contesta el buenas tardes en un español raro, ahuyenta las moscas sobre un trozo de queso en un pequeño plato de bordes desportillados sobre la única mesa. Regresa a su lugar tras la barra y recarga los brazos sobre ella.

—¿Es la única mesa?

Más al fondo, apenas iluminada por un foco en la pared, hay otra: frente a ella un hombre inmóvil; parece dormido. Entre sus manos, un vaso de líquido ámbar y, sobre sus piernas, como si fuera una cobija, un diario donde se lee: Torero perdió la vida en la faena. El hombre tras la barra sirve cerveza en un vaso largo, delgado; lo coloca frente a Ernesto, espera.

—Vas a beber, supongo. En los bares, así como en las fiestas, se bebe, ¿no?; es algo inevitable. Digamos que en Málaga es de mala educación rechazar el primer vaso que, por cierto, es gratis; al menos eso te harán creer, porque al fin y al cabo te lo cobrarán discretamente. Así se estila allá.

Ernesto toma el vaso, inclina la cabeza en señal de saludo y bebe. Mira tras el hombre un calendario de 1986: los Alpes Suizos lucen esplendorosos, irreales. El techo es de vigas de madera y ladrillos rojos, le recuerda la casa de sus abuelos.

—¿De veras? ¿La casa de tus abuelos? Bien.

Quiere platicar algo con el hombre tras la barra. Habla del clima en Málaga: templado con posibilidades de lluvia, raro en esa época del año ¿no? Bueno, cómo saber. El hombre de cabellera de bebé sonríe: extranjeros, quizás se esté diciendo por lo bajo; cómo saber eso también. Bebe otro poco y mira alrededor: el bar está demasiado vacío para esas horas de la tarde, ¿no? Claro, cómo saberlo. El queso vuelve a llenarse de moscas que toman su tiempo para hacer lo que sea que hagan las moscas en Málaga.

—¿Sigues bebiendo…? No, está bien, tú dime.

Ernesto pide otro vaso antes de acabar el primero. Vuelve a mirar el calendario: no recuerda si había visto el año 1986 o 1996 la primera vez, pero ahora ha cambiado. El hombre de la mesa del fondo también ha cambiado: ahora es una mujer. El queso lleno de moscas ha desaparecido, así como la mesa donde estaba. Ernesto mira el vaso, como si ahí estuvieran las respuestas o las cosas que ya no encuentra. Nada. Un líquido violáceo que dice bien poco, casi nada. ¿Será normal el calor así de húmedo en Málaga?

—Sí, dicen que Málaga es una lágrima: húmedo, salino, doloroso. Eso dicen, ¿tú lo crees? Bueno, ¿y la mujer?

Ernesto se acerca a la mesa y mira a la mujer que lee un periódico donde se anuncia que al día siguiente picará “Manos” para Manuel García. Se sienta sin preguntar si puede. Conversan. El ventilador hace el sonido de un moscardón, descuartiza el techo de tabique rojo y tablas apolilladas. La mujer huele a cigarro y a perfume dulzón, una combinación de mujer fuerte.

—¿Así son las mujeres fuertes? ¿Qué más?

Hablan de las corridas de toros. Ella asegura que son muy, cómo decirlo, ¿españolas? Un adjetivo que nada dice a Ernesto: no sabe si es bueno o malo. La mujer agita el vaso sobre la cabeza, en dirección al hombre de la barra, y se lleva un cigarro a la boca. Enciende ambos, el de ella y el de Ernesto, aunque él no recuerda haberse llevado uno a la boca, ni siquiera sabía que fumaba: debe ser Málaga.

—¿Una mujer que bebe y fuma? Sígueme diciendo cómo es Málaga.

Málaga es de calles fuertes. Sí, así las describiría Ernesto: calles fuertes, veredas de viejos panecillos de miel. Avanza del brazo de la mujer. En una esquina, bajo una farola inútil ―como todas las farolas durante el día― unos viejos hablan a gritos, pero no riñen: celebran que el sábado entrante pelea el hijo de uno de ellos. Es mecánico durante el día, boxeador durante las noches. Debe oler a grasa, porque el aroma que uno carga denuncia lo que uno es. La mujer sigue amarrada al brazo de Ernesto.

—¿Cómo es ella?

Ernesto la mira: no sabría describirla. Es bella, de eso no hay duda, pero quizás de una belleza muy, ¿malagueña?; lo de los adjetivos ambiguos se contagia, piensa Ernesto. Ella le dice que está ahí para escribir un libro sobre psicología infantil, que al otro día buscará un fotógrafo que le dé imágenes para ilustrarlo. Bien, es una buena idea. Caminan lentamente, como si cada paso los acercara a un lugar que los ha de separar para siempre; no saben. La noche les empieza a llover encima, tan a prisa que sienten como si pesara, como si las sombras tuvieran cuerpo.

—Te gusta Málaga, ¿no es cierto? Ahí no hay carros. Bueno, en tu Málaga. A mí me suena como Portugal, o tal vez es aquí, nuestra ciudad, sólo que con tantas cosas tuyas que ya ni la reconoces. ¿Van a viajar en carro?

Ernesto avanza con la mujer al lado. Ella le dice que tiene un auto, que mejor vayan en él, que ella conduce porque lo nota cansado, un poco ebrio; él sabe que eso sería lo correcto, pero no puede contestar. En un café, un hombre escribe en una libreta: parece esperar a alguien; voltea a cada momento hacia la entrada. Una fuente en medio de la plaza, como un recuerdo de otros tiempos: bordes húmedos y resbalosos, diseño antiguo, hecha de piedras redondas y grises como vientre de pez. Él y la mujer se acercan, se inclinan sobre el agua y lanzan una moneda a la que va amarrada un deseo. El choque del metal contra el agua le destroza el rostro a la mujer, y no se le reconstruye por más tiempo que pase, como si hubiera tenido un accidente… Ernesto no puede más, abre los ojos, mira al terapeuta apagar su cigarrillo. Sobre el escritorio hay una revista de psicología, “La convención de Málaga”. La calle, a través de la ventana, es una película muda. La voz de la secretaria se escucha detrás de la puerta, de donde también llega su perfume: habla con otros pacientes.

—Fue un buen ejercicio, ¿no lo crees?

—Creo…

—¿Por qué no hay carros en Málaga? ¿Por qué ahí sí beberías otra vez?

—No sé, yo sólo…

—Está bien, sólo preguntaba. Así lo dejamos, ¿te parece? Ahora sí, ¿hablamos de lo que quedó inconcluso la sesión pasada?

Ernesto calla, se lleva a los labios un vaso de agua. Respira hondo. Tiembla.

—Sí… hablábamos sobre el día que la conocí… me duele pensar que se parece a ese otro día.

—¿Qué día? Dilo, anda.

—Ese día… ese otro día.

Ernesto mira lo autos pasar: aprieta los ojos. Recuerda la calle de ese día, resbalosa como las piedras de la fuente. El doctor se acaricia la cabeza casi calva, brillosa, luego apunta algo en una hoja amarillenta, maltratada, donde aparece, en la parte superior, el nombre completo de Ernesto. A un lado, en letras subrayadas, viudo.

 

 

RELINCHO

Matías Ponzinibbio aborda el bus a las seis con cinco minutos de la tarde, viaja dos estaciones sentado y luego cede el asiento a una jovencita embarazada que, además, sostiene de la mano a un niño de tres o cuatro años. Matías les sonríe y se rebusca en los bolsillos; antes de que la mujer descienda, le extiende un pequeño burro de plástico al niño, que estuvo a punto de quedarse atrapado dentro del vehículo cuando las puertas cerraron. A la siguiente parada, Carancho, Ponzinibbio desciende.

Camina despacio por las calles, no tiene ganas de llegar a casa porque nadie lo espera. En vez de girar a la derecha en la tienda de ultramarinos, va a la izquierda. Tenía más de diez, tal vez quince años, de no transitar por ahí. Las calles le parecen distintas, pero luego de un minucioso análisis se da cuenta de que las calles son iguales y lo que ha cambiado son las construcciones: montones de edificios de departamentos pequeñitos. El alumbrado público comienza a escasear. Mira las calles cada vez más sucias, se pregunta quién está empleado ahí y por qué no hace su trabajo. La zona que le corresponde a él, la plaza frente a la alcaldía, siempre está bien barrida; no pasa jornada, además, sin que encuentre en las calles algo que le ayude a completar la colección que tiene en casa: desde hace veinticinco años, desde que entró al cuerpo de limpia de la ciudad, Matías Ponzinibbio recoge, cada día de trabajo, algo, lo que sea, para llevar a la alacena que usa de caja fuerte. Un arete en forma de sandía, un dado, un boleto del metro francés; pequeños objetos que sostienen la vida en su lugar, los días en su sitio. Hoy fue el burro que le dio al niño.

Siente las piernas cansadas, se detiene a reposar en una banca. Un hombre se le acerca y le pide, navaja en mano, la billetera. Matías Ponzinibbio le entrega el pedazo de cuero flaco, cuarteado, que contiene un par de billetes chicos y un calendario de la barbería de Riquelme del año 1997 en el sitio donde los hombres normalmente colocan la fotografía de su esposa e hijos. El asaltante se la arroja en el pecho, después viene un golpe en el rostro y, cuando Matías se derrumba, una patada con botas de punta de acero en el vientre, luego otra en el rostro.

Desde una ventana, un niño de tres años mira a Matías Ponzinibbio tendido en la banqueta. Cierra el ojo derecho y pega al cristal el burrito de plástico que trae en la mano. Entonces así, de lejos, pareciera como si Matías Ponzinibbio viajara dormido a lomo de burro. El niño voltea a ver a su madre, que se habla a gritos con alguien en el teléfono, luego vuelve a mirar a la ventana, mueve un poco el animal de plástico y relincha, porque aún no sabe que los burros rebuznan, no relinchan.

 

FLUSH

La taza de baño recibe el chorro de orina que, desde hace tres meses, recibe ocasionalmente. La altura desde la que cae hace que las orillas, y la canasta de placa desodorante, se salpiquen. Diez minutos después recibe otro chorro de orina, el cotidiano, el de todas las mañanas y todas las noches, éste desde una altura menor, la usual. La segunda orina contiene rastros de sangre; la primera contenía rastros de semen. Se activa el mecanismo que libera el agua. Las dos orinas, ahora hechas un líquido homogéneo y maloliente, desaparecen.

El chorro de orina alto, casi siempre con fuerte olor a alcohol, un día ya no vuelve. Ahora sólo queda el común, que viene siempre desde una altura menor. Los niveles de gonadotropina en este son altos. Semanas después, además del hilo de orina matutina, recibe vómito. Durante los siguientes días ya no sólo recibirá el chorro matutino y el nocturno, sino innumerables y breves cantidades de líquido ámbar. Ocasionalmente vómito.

Una mañana, dos meses, una semana y cinco días después de haber recibido por última ocasión el chorro alto, el inodoro recibe una orina fuertemente cargada de hormonas. Horas más tarde cae en él un coágulo de tamaño considerable. El sistema de flush se activó más de tres veces seguidas. Cuando por fin se va el coágulo, el inodoro recibe los trozos de la fotografía tamaño infantil de un hombre, y esta vez son necesarias cuatro descargas para quedar limpio.

 

AHORA Y EN LA HORA

Los vecinos vienen, tocan y se van cuando abro la puerta y les contesto que es verdad. Pero me gusta, es agradable: tenían años sin visitarnos.

“¿Dónde está?”, me preguntan los que no me creen y atraviesan el umbral de la puerta y comienzan a llamarte a gritos. Por las escaleras sólo baja una niñita traviesa a quien llaman Eco. Ellos parecen entender, mueven la cabeza y salen rápido. Eco regresa a su esquina de siempre: la has castigado de por vida.

“Está indispuesta”, les he dicho a quienes han pedido verte. Y los que se cuelan —que en realidad sólo ha sido uno— se van de prisa cuando te ven. No hagas caso de sus caras ni de sus palabras, ellos no entienden. Y no hace falta.

Hace frío, te ves pálida. No, no te levantes, cerraré la puerta, también la tapa. El café ya está hecho. Y como no hay nadie más que tú y yo, repite después de mí “Ruega por ella, ruega por ella”.

 

TRAMPAS

 

Para Alejandra y su padre, el señor Filiberto Estrada,
hombre valioso como pocos.

 

―Oh, ¿en verdad? Sería gracioso.

El hombre colocó la última trampa. Por toda la pieza había, contando las de los escalones, más de seis, quizás diez. Parecían gelatina negra: si uno colocaba allí el dedo, costaba trabajo quitarlo, y quedaba la huella.

Un ratón bailarín. Gracioso.

Su hija no mentía: cuando fue a la cocina lo vio sobre las patas traseras, meciéndose como si danzara. No pudo evitar sonreír. Antes que pudieran decir algo, el ratón se escurrió bajo la estufa; su cola rosada quedó asomando un momento, como un niño que juega a las escondidillas y lo hace mal. Tomó la chamarra y salió de la mano con su hija.

―Fue gracioso ―dijo la niña.

Rumbo al mercado, una nube tomó forma de ratón gordo. Por un momento ambos recordaron cuando los tres iban al mercado. El ratón se transformó en algo rectangular, como una de las trampas o un ataúd; ambos volvieron a pensar en ella, pero no dijeron nada.

No sabían desde cuándo había llegado aquel ratón, pero ahí estaba, rasguñando el silencio de la madrugada con sus pequeños pasos. Era como un mal sueño: al prender la luz, desaparecía. Tenía cierta gracia. Al volver, lo encontraron pegado a una de las trampas, como un enfermo terminal a la cama. Su pequeño ojo ―negro y vivo como la noche― parpadeaba muy rápido. Ya no era cómico mirarlo: costaba creer que hacía unos minutos bailaba con gracia. Ahora daba horror. La cola se movía como si fuera otro animal. El hombre tomó un periódico y envolvió la trampa, luego la arrojó a la basura.

―¿Habrá más bajo la estufa? ―La niña movía los pies bajo la mesa, como péndulo sin tiempo. El hombre, que lavaba las verduras, no respondió. Cenaron en silencio.

Cuando la niña se fue a dormir, el hombre se calzó las botas altas y tomó la escoba. Movió la estufa: ahí, sobre pedazos de papel y tela, había unos ratoncillos transparentes. Fue por la pala y los arrojó al bote. Subió, pero no pudo dormir: el silencio pesaba.

―¿Había más? ―Preguntó la niña al día siguiente, mientras su padre le colocaba la mochila― ¿Papá?

Pero el hombre no pudo contestar.

La mañana estaba clara, sin una sola nube en el cielo.

 

LA BEBIDA MÁS RARA DEL PLANETA

 

Para Rodrigo, Axel, Ricardo y Alexis; pasa el tiempo.

 

Cuando vi aquel comercial, hace ya casi siete años, nunca imaginé que esa bebida, alguna vez, llegaría a mis manos. La anunciaban como “La bebida más rara del planeta”. Supongo que a la gente no le gusta demasiado lo raro: la bebida no duró mucho en el mercado. En realidad nadie quiere ser raro, al menos eso creo. La gente quiere sentarse por la noche a ver la televisión, un programa común, que se pueda comentar al día siguiente en la escuela, entre clases, o después del almuerzo en la oficina. La gente quiere un auto que huela bien cuando lo abres y sea cómodo al sentarse, un perro de pelo brilloso, una casa con plantas sin plagas, una sala mullida, un baño que siempre luzca limpio, un vecino con quien saludarse fraternalmente y a quien cuidarle la casa cuando se vaya de vacaciones, y viceversa; reuniones dominicales afables, un refrigerador que tenga de todo, o casi todo, libros que combinen con el papel tapiz, simétricos; hijos que sean licenciados lo más pronto posible, para colgar sus fotos y diplomas en la sala, calles limpias, una esposa linda de pantorrillas igualmente lindas, televisión por cable (el paquete completo, no el básico), crédito en las tiendas departamentales, ropa de buena calidad que se regalará a los pobres en cuanto pase de moda: hijos campeones de taekwondo o karate con un ramillete de medallas sobre la litera de colores lindos. La gente intenta llegar a eso; mis padres no fueron la excepción.

Desde niño me inscribieron a mí y a mis hermanos en la villa olímpica, a clases de taekwondo. Rodolfo, el mayor, sacó una cinta negra en un par de años; mi hermana rápidamente se cambió a la natación y yo descubrí, al lograr mi cinta roja y pelear con un compañero en la escuela, que el taekwondo no sirve de mucho cuando se trata de una situación no controlada: terminé con la nariz casi rota y el labio inferior en plena primavera, abierto como flor. Días después, cuando convencí a mis padres de dejarme volver a esa escuela —hablaron de hacer mayores sacrificios y enviarme a una escuela particular— me enteré que él boxeaba desde los once años: tan sólo dos años en box le bastaron para neutralizar todo lo que me enseñaban en la villa olímpica. Para él era normal recibir golpes, limpiarse la sangre y seguir hacia adelante, hasta que fuera el otro, no él, quien tocara el suelo con la cara o las manos.

***

—Olvídate de todo, o casi todo, lo que sabías —me dijo cuando lo acompañé a entrenar a su “establo”, como él lo llamaba, luego de hacer las paces en el salón, a petición de todos los amigos en común— aquí es distinto.

Cambiar las piernas por los puños fue una transición todo menos suave. Al principio me negaba a creer que todo lo que había aprendido no me servía más que para aguantar los calentamientos que comenzaban, invariablemente, con diez vueltas a las manzanas aledañas al gimnasio —lo que me dejó descubrir casas y personas de las que mis padres me habían mantenido alejado por mucho tiempo—; pero cuando el profesor, un boxeador que era capaz de mover su nariz hacia cualquier lado de su cara, incluso hundirla con el dedo pulgar, me dijo que le tirara una patada a las costillas con toda la fuerza que pudiera, entendí que era tiempo de cambiar: bloqueó mi patada con el codo, lo que me dejó lastimado el empeine por más de una semana. En taekwondo nos prohibían bloquear con los codos, le dije, y a modo de explicación me preguntó si me dolía mucho. Entendí.

***

Recuerdo, ¿qué más recuerdo de esa bebida? Recuerdo que la primera vez que la vi en vivo fue en las manos de uno de mis primos. Sostenía la lata como la cosa más natural del mundo —nosotros no bebíamos nada en lata, mamá decía que costaba más de la mitad de lo que costaba un refresco familiar, así que era un lujo no permitido—  y lo más trivial. Estuve tentado a pedirle un poco, quería conocer a qué sabía la bebida más rara del planeta, pero mi mamá nos enseñó a no pedirle nada a la gente, decía que era descortés, y que cuando te ofrecen algo es obligatorio rechazarlo las primeras dos veces y aceptar hasta que haya una tercera, así se reconocerá la oferta como algo sincero, sin malicia.

—¿Quieres? –me preguntó con la lata entre las manos, pegada al pecho.

—No, gracias.

No volvió a ofrecerla. Seguimos caminando. Lo había encontrado de camino a casa: él venía de la villa olímpica, a donde asistía a clases de tenis. Él, y sus dos hermanos, tomaban clases de todo en ese lugar, además estudiaban en escuela particular y fueron los primeros en la colonia en tener consola de videojuegos. Lo que para mí era raro, para ellos era normal: comer pizza cuando quisieran, beber refresco en lata, tener horno de microondas y antena parabólica. La bebida más rara del planeta para ellos no lo era tanto, quizás.

— ¿A qué sabe? ―le pregunté un par de cuadras antes de desviarme hacia mi casa.

—No sé, raro, ¿seguro que no quieres?

—No, gracias —estuve tentado a brincarme la regla y aceptar a la segunda proposición, no a la primera.

—Bueno —arrojó la lata a un terreno baldío—. Adiós.

Las cosas cambian sin previo aviso, de repente. Un día se fueron de la colonia donde vivían. Escuché a mis padres hablar del fracaso del negocio de mis tíos, una farmacia que fue de las primeras del pueblo; había muerto arrollada bajo una farmacia perteneciente a una cadena de Guadalajara que recién llegaba a la ahora ciudad. Lo último que supe de ellos es que los dos hijos mayores, antes ocupados solamente en estudiar y recoger medallas, ahora trabajaban en una sucursal de la cadena que aplastó el mundo de sus padres.

***

—Ése es un deporte de salvajes, de indios jodidos —dijo mi padre al enterarse que había dejado definitivamente las clases de taekwondo para dedicarme al box, que había adoptado como rutina diaria luego de practicarlo durante dos meses—. Está bien para hacer ejercicio, pero no para dedicarse a eso, ¿no ves cómo acaban? No puede ser normal que todos los que lo practican terminen locos, o estúpidos, o en la calle muriéndose de hambre.

—No es peligroso si se entrena con responsabilidad, si cuidamos al compañero tanto como nos cuidamos a nosotros mismos.

— ¿Y si el compañero no piensa así?

No supe qué contestar, ya que no llegué tan lejos al interrogar a mi maestro sobre qué tan seguro era el box. “¿Y qué protecciones usamos?” le pregunté una vez; “éstas”, me dijo, y se descubrió el estómago, donde cada músculo se dibujaba aparte.

—Dos meses es lo que te doy. Si llegas a la casa con un ojo morado, con una ceja abierta, te sales. Advertido estás.

Con lo que se ahorraron en darme de baja de la villa olímpica, y vendiendo nuestro viejo carro, dieron a mi tío el primer pago por el suyo, que andaba rematando para cubrir las deudas que le habían quedado de la farmacia.

En dos meses, y más, no me abrieron la ceja ni me dejaron el ojo morado. Eso sí, como protegía tanto la cara descuidaba el cuerpo, por lo que en los combates, aunque suaves, más de dos veces me noquearon con ganchos al cuerpo. Ese vicio no me lo quitaría hasta que estuve en riesgo de perder en los cuartos de final del torneo guantes de oro, al que habíamos ido en representación del gimnasio del maestro. Me llevé el segundo lugar en esa ocasión, y una costilla rota.

***

Cuando hice mi debut profesional, me dijeron que necesitaba un apodo. No era normal, me dijeron, que alguien peleara sin tener un apodo. No es de buena suerte, agregó mi maestro.

—Rayo —dijo otro compañero del gimnasio que también haría su debut ese día.

—Pero ni siquiera soy tan rápido.

El anunciador se mostraba impaciente.

—Junior —dijo mi amigo, con el que había peleado años atrás en la escuela y a quien, de un modo u otro, le debía ese momento.

El anunciador ni siquiera esperó a mi aprobación, anotó mi nombre y apodo en una pequeña libreta y desapareció.

— ¿Tu papá también boxea? –preguntó el mismo compañero.

—No, no sé de dónde lo sacó —dije.

—De tu forma de vivir, como junior, como hijito de papá.

En sus palabras había rencor, amargura. No era el mismo desde que no boxeaba. En una pelea como amateur, que más bien era entrenamiento contra los de otro establo, le habían desprendido la retina. Íbamos solos esa vez: el maestro había llevado al interior de la república a Maribel, una boxeadora en la que había depositado sus esperanzas. Nadie de los que iba era suficientemente maduro como para decirle que dejara de pelear en cuanto nos dijo que veía como si estuviera abajo del agua, como borroso. Se llevó esa pelea por nocaut al siguiente round, aunque el ganador en realidad fue el otro muchacho, quien hoy es campeón de los mini mosca.

***

Mi primera pelea que sería televisada. Un cinturón junior en juego. Tres meses de preparación en el centro ceremonial otomí y, por fin, unos padres que comenzaban a aceptar que su hijo era boxeador. Papá no lo decía, pero en su apoyo también había un secreto interés económico: en cuanto le hice ver que no todos los boxeadores retirados son vagabundos en los parques, o locos hablando del fin de la humanidad en los mercados municipales, pensó que lo que no había logrado en su trabajo, y en el negocio familiar que emprendió y fracasó, se lo podría brindar yo: Rodolfo era subgerente en un Sanborns y Patricia estaba casada con el hijo del dueño de una pequeña fábrica de extintores, así que la única esperanza de una vida “normal” de retirado, con los pies sobre un taburete y la mirada en una televisión del tamaño de una pared se la podría dar yo. Comencé a sentir nervios cuando escuché la campanada que daba inicio al último round de la pelea anterior a la mía. El corte de peso me tenía un poco deshidratado, tenía sed, además necesitaba azúcar, algo para quemar inmediatamente y entrar en calor. Normalmente llevaba una paleta o un dulce en la petaca, pero por los nervios lo había olvidado.

—Maestro, ¿no trae un dulce?

Se buscó en las bolsas del pantalón, en la maleta: nada.

Volteé hacia otro muchacho del establo que había peleado, tenía la mano metida en hielo; al parecer estaba fracturada.

— ¿Tú no traes un dulce? Necesito azúcar.

Mi maestro fue a buscar algo. Estábamos en una discoteca que habían acondicionado para la pelea. Era en el norte, así que el calor me tenía peor que de costumbre. Volvió con una lata en las manos.

—Sólo había una máquina de refrescos, y esto era todo lo que había, quién sabe qué sea.

Vi la lata: era esa bebida, la bebida más rara del planeta.

—Dale un traguito nomás, no se te vaya a hacer panza.

Mi maestro me ayudó a beber porque yo ya traía los guantes puestos. Sentí el líquido en la boca, espeso, dulce. Tenía un sabor un tanto familiar, que me llevó a otros años, a otros lugares.

—Órale, ya vamos.

Salí por el pasillo. Saludé a la cámara, “hola, familia” dije, pero creo que no se oyó por la canción con la que había salido y el grito de algunas personas, personas que no me conocían, pero para quienes era normal gritar en las peleas, dejar la rabia en el cuerpo de un boxeador en quien veían a su jefe, a su esposa, al presidente municipal, a través, claro, de los puños de otro boxeador, que en realidad se hacían un poco sus puños al pagar la entrada.

Ingresé al ring entre las cuerdas que me abrieron mi maestro y mi amigo, que iban de mi esquina. Nos anunciaron, nos llamaron al centro, chocamos guantes. El maestro me echó vaselina, me dio las últimas indicaciones. El rival se veía fuerte, sus músculos parecían un tatuaje más en su piel. Sentí en la boca el sabor de la bebida, ¿a qué sabía? No encontraba la respuesta precisa, a cada intento de identificar el sabor iba pegado un recuerdo: no sabía a manzana, como el refresco que bebía mi abuelita; no sabía al agua de tuna que hacía mi mamá cuando era temporada y resultaba más barato comprarla; y sin embargo sí sabía un poco a todo eso.

Sonó la campana. Fue un round de reconocimiento, pero cuando faltaban diez segundos me conectó de lleno con un recto de derecha que me dejó ir para atrás. Cuando me levanté de la cuenta de protección, cuando el referee contaba tres (después de todo mamá había dicho que era de mala educación levantarse al primer o segundo ofrecimiento); sonó la campana. Me fui a la esquina.

—Ora estás al revés de cuando llegaste, ora estás descuidando arriba por cuidar abajo.

Escupí el protector bucal. Había sangre, que me supo a aquella vez que peleé con quien ahora era mi amigo y esquina, aquella vez en que todavía las cosas no cambiaban, aquella vez en que no sabía que lo normal es una cosa ligera que se borra con dos palabras o un aire. También estaba en mi boca el sabor de esa lata, de la bebida más rara del planeta; pensé cuánto tiempo había pasado. Sonó la campana, me pusieron el protector bucal y más vaselina.

—Sabe como a muchas cosas, y a ninguna ―le dije a mi maestro.

Aunque pudo escucharme, no entendió de lo que hablaba.

*

Epílogo

 

Aldo Rosales en los confines del mundo

En el invierno del año 2010, entró a la diminuta biblioteca que albergaba un modesto taller literario sabatino, un muchacho fornido y mal encarado que llegó con un manojo de relatos urbanos (fábricas desoladas, peleas callejeras, relaciones tormentosas bajo el sopor de una ciudad violenta). Hablaba golpeado y sus críticas eran ásperas y a menudo atinadas; sin embargo, había en él una sensibilidad y un sentido de la compasión que más tarde desarrolló en su narrativa. Su nombre es Aldo Rosales, y desde entonces ha seguido ese camino trazado por un impulso que hasta la fecha continua generando historias.

Ha pasado una década y Aldo Rosales es hoy un escritor reconocido, con varios libros publicados y un oficio narrativo en vertiginoso crecimiento. Su obra más lograda es quizás Tiempo arrasado (2019), en la cual desarrolla una visión estremecedora de los estragos del tiempo en los seres humanos. Las ilusiones, los recuerdos, las esperanzas, retornan a un presente  despiadado, donde lo perdido no llega jamás a recuperarse. Un hombre va a buscar a su ídolo de infancia (“Mundo Magia”), una cantante de televisión de la cual se enamoró siendo niño, pero cuando la tiene enfrente, avejentada, se da cuenta que es una especie de espectro, “trozo de pasado” en ruinas que avanza en la oscuridad de la noche hasta perderse. Personajes atrapados por contingencias que les impide ser redimidos: una mujer es visitada por sus amigos de la universidad por el único motivo de que tiene una enfermedad terminal, y un par de jóvenes se ven por única vez al rescatar unos gatos recién nacidos que habían sido abandonados. En todos los casos, el tiempo termina derrotando a la vida.

En “Pero tú no te olvidarás de mí, ¿o sí?”, un niño queda fascinado con la brasa encendida del cigarrillo de su padre. Adquiere el hábito de fumar a los nueve años y pronto contrae cáncer; mientras escucha la voz del médico anunciándole que morirá, el niño piensa en la brasa cayendo, el fuego correr sobre la mecha: un hombre en llamas caminando por la cuerda floja. Después venía el golpe de luz que paralizaba . Allá, tras el fuego, en ese preciso segundo en que un cenit nacía y moría, Adán había visto la muerte. La narrativa de Aldo Rosales, en todo momento recrea a ese niño que visualiza la muerte en una llamarada extendiéndose hacia todas partes; un fuego que salta de una cosa a la otra, sueño y muerte como dos lados de un mismo objetofuego desgranado sobre la ciudad como un sonido de lluvia.

Hace algún tiempo oí decir a Aldo Rosales, que en aquellos años del taller literario, las exhaustivas jornadas de trabajo le ocupaban casi todo su tiempo,  por lo que atesoraba los días sábados como aquél oasis donde podía entregarse por completo a la escritura. Ese casi lo ha asumido como un destino; porque si hay cosas que de tan bellas sólo pueden ser dichas una vez, también hay cosas de tal forma definitivas que sólo una vez pueden elegirse. Y él eligió la imaginación creativa. 

La literatura es el burrito que lo visitó en el sueño para llevarlo a cuestas hacia los confines del mundo.

Leopoldo Lezama

*

Aldo Rosales Velázquez

Ciudad de México, 1986. Autor de los libros de cuento Luego, tal vez, seguir andando (Río arriba, 2012), Entre cuatro esquinas (FETA, 2014), La luz de las tres de la tarde (BUAP, 2015), El filo del cuerpo (Revarena ediciones, 2016), Ciudad nostalgia (Abismos, 2016), Sombra-Reflejo (BUAP, 2017), Los panes y los pescados (Ediciones Periféricas, 2018), Tiempo arrasado (Revarena ediciones, 2019), Mismatch (Cuadrivio, 2020) y Foley (Fondo Editorial del Estado de México, 2020), con el que obtuvo mención honorífica en el Certamen Literario Laura Méndez de Cuenca, 2018. También es autor de los libros de crónica Tren suburbano (Malpaís, 2019) y Linde faz (FETA, 2018) con el que obtuvo el Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay. Obtuvo mención honorifica en el Premio Nacional de Periodismo Gonzo 2018 por la crónica Big Tony Bang.