Encierro Tropical

Alejandra Trazos, s/t, mayo 2020

Por Mauricio Patrón Rivera

 

Tres balazos cruzaron la noche y luego regresó la calma. La neblina estaba bajando y difuminaba los límites entre calle, banquetas, vías y la estación de tranvía. La única luz encendida más allá de algunas farolas era la de un departamento en un cuarto piso, desde la cual una pareja miraba desnuda.

Estaban de cuerpo completo, perfectamente delineados en el ventanal que les protegía, mirando hacia lo inhóspito citadino. Inspeccionaban con atención cada fragmento de la escena como si estuvieran afuera de ella.

Su habitación era muy pequeña, entraba por completo junto a sus cuerpos en la imagen del ventanal. Estaban ahí expuestos, salidos recién del edén para enfrentarse a un mundo violento. Sus movimientos eran mínimos y acompasados, girando la cabeza suavemente hacia la derecha y luego poco a poco hacia la izquierda. Era tanta la atención que ponían hacia la calle que pareciera importarles muy poco lo que estaba sucediendo detrás de ellos, en su hogar.

La calle tenía una enorme presión y la neblina estaba caliente. Se reunía todo el peso de la atmósfera en ese solo punto, frente a la ventana, donde la gravedad terrestre se ensañaba empujando cada cosa hacia su núcleo: el acero que daba forma al techo de los dos andenes, el vidrio que terminaba de cubrirlos, las bardas de herrería limitando el acceso a las vías, las propias vías enterradísimas, el concreto de los carriles para automóviles en ambos sentidos de la calle, las banquetas oponiéndose a esa presión por sus propios bordes…Y en un respiro sudoroso, las jardineras, de matorrales bajos y árboles jóvenes, surgían de su entierro con la simetría de sus hojas inmóviles perforando la neblina.

Desde el cuarto piso del edificio que flanquea la calle principal todo parecía una maqueta, ahí abajo, transpirando en simulacro. Y la mirada de la pareja, el movimiento inspeccionante de sus rostros, se fue deteniendo hasta alcanzar el ritmo de la quietud.

*

Los tres balazos cruzaron la noche cortando la respiración excitada de ambos. Estaban conectados: la mano de uno entraba en el cuerpo de la otra, jalándola desde adentro para acercarla hacia su cara. Al escuchar, se sostuvieron la mirada, poniéndose de pie y acercándose a la ventana.

A lado de la cama, la pareja tenía unas cuantas pilas de libros apenas en equilibrio y otras más derrumbadas. Junto a éstas, una botella de agua a medio beber. Frente a la cama había un sofá negro lleno de ropa amontonada. Y hacia la cocina, una mesa con platos sucios, migajas y restos de pasta, servilletas manchadas y unos vasos con un fondo pegajoso. Tras la mesa, un espejo de cuerpo completo recargado en la pared reflejaba el esparcimiento de la casa.

Las plantas abundaban en el muladar, habría quizás más de una docena, colocadas en el piso, como el helecho cola de chango y dos lavandas; o colgando, como las enredaderas que enmarcaban el espejo. En una repisa había una mata de fresas aún sin frutos y un geranio. En la barra de la cocina un amaranto esponjoso y sobre la mesa alineadas en una orilla dos madres selvas, una liana y un ave del paraíso. Dos más estaban en los bordes esquinados de la ventana, una suculenta y un brote de teléfono.  De la cama, estaban caídas las sábanas, cubriendo una bocina de la cual salía la opera andina de Yma Sumac:

No es vida la que yo paso,

no es vida la que me doy.

Yo tengo el alma enferma,

enferma de tanto amar.

A mí no me engaña nadie

ni tampoco me engañará.

*

Cuando tres balazos cruzaron la noche, la pareja se separó para ir a la ventana. Él, sin enterarse, empujó con su pie la botella de agua que cayó contra los libros, mojándolos expansivamente. El agua se desdobló, descomprimiéndose de su forma de botella y llenando poco a poco el piso de su nuevo contenedor, la habitación. Alcanzó los libros por completo, encharcó los pies que miraban a la oscuridad. inundó las macetas de las plantas del suelo, la sábana tirada y la base de la bocina que siguió cantando en tonos cada vez más agudos. Desde la botella el líquido se siguió expandiendo, y cada planta tomo el agua, estirando sus ramas, y cada rama dio espacio a más hojas, y a más ramas con más hojas. Las paredes sudaron gotas, el helecho estalló en hileras de verdor, el teléfono fue creciendo contra la ventana, las esporas del amaranto llenaron el aire y el ave del paraíso, floreciendo, giró hacia la pareja que estaba de espaldas. La lavanda manchó de lila el muro que tenía detrás, las enredaderas acapararon el espejo y en este se vio la habitación entera siendo absorbida en el encierro tropical.

*

Tres balazos cruzaron la noche. El tranvía tenía mucho rato sin pasar, y de las sombras de uno de los andenes, el que servía en dirección al centro, un joven salió ingrávido, guardando una pistola entre su estomago y el pantalón. Escuchó un crujido y se detuvo volteando la mirada hacia la única ventana iluminada del edificio de enfrente. Una pareja desnuda estaba aplastada por un tremendo verdor, y el vidrio comenzaba a quebrarse.

 

*

 

Mauricio Patrón Rivera

(Ciudad de México, 1984) trabaja con el texto y su relación con la comunidad. Su trabajo se agarra del feminismo descolonial, la necropolítica, los derechos humanos y el periodismo. Escribe cuentos, ensayos, proyectos curatoriales, investigaciones académicas y participa en procesos colaborativos. Actualmente estudia el Ph. D. en Escritura Creativa en Español en la Universidad de Houston, y explora sobre las corporalidades fuereñas.

Página web: https://maupatron.tumblr.com

 

Alejandra Trazos

La comunicación visual y las artes plásticas han sido mi ruta. El camino lo ha marcado la atención por el accidente, la violencia y el goce. Estudio y trabajo en ambos hábitos y busco nuevas explicaciones. No hay mejor confidente que un papel y alguna tinta.

Página web: https://accifrada083.wixsite.com/trazos