García Márquez por Europa del Este

De viaje por Europa del Estede Gabriel García Márquez 

Por Pável Granados

 

Dice Alfonso Reyes que Whistler escribió: “El trabajo borra las huellas del trabajo”. Frase que perfectamente se puede aplicar a Gabriel García Márquez (1927-2014), cuyo trabajo se volcó caudalosamente sobre su propia obra para borrar los rastros de ingeniería literaria. (Destruyó el manuscrito de Cien años de soledad para que nadie entrara a esas intimidades). Nada hay más rebuscado que la naturalidad, en general, y enfilar el sentido crítico ante las narraciones del autor colombiano es un fracaso, pues difícilmente se mantiene uno a su altura. Sin embargo, de pronto y por alguna razón, se intenta el diálogo. Leí De viaje por Europa del Este para encontrar algo de García Márquez en García Márquez. Naturalmente que lo encontré. Ahí, en un rincón de la página 132, cuenta que un profesor de la Universidad de Moscú le relató que los obreros soviéticos tenían la convicción de haber inventado muchas cosas comunes en Occidente, desde el tenedor hasta el teléfono: “Si alguna vez un turista occidental se encuentra en Moscú con un muchacho nervioso y despelucado que dice ser el inventor del refrigerador eléctrico, no debe de tomarlo por un embustero o por un loco: muy probablemente es cierto que ese muchacho inventó el refrigerador eléctrico en su casa, mucho tiempo después de que era un artículo de uso corriente en Occidente”. Aparentemente se trataba de un viejo chiste estadounidense sobre la URSS, pero que tenía una base real. Conque éste es el origen de los descubrimientos de Aureliano Buendía en Macondo: algo escuchado en la Europa comunista, pero trasplantado al inaccesible pueblo en que las cosas eran tan nuevas que carecían de nombre y había que señalarlas con la mano. Hace años un amigo me contó una película alemana que cuenta la historia de un joven que, en su pueblo, descubre que el sol gira alrededor de la tierra, y lleva su descubrimiento a la ciudad para descubrir que es una verdad ya sabida; de vuelta en su pueblo, continúa con sus investigaciones y logra enunciar por sí mismo la teoría de la Evolución, así que vuelve a la ciudad sólo para descubrir que Charles Darwin se le había adelantado prácticamente por un siglo; sin darse por vencido, pasa el tiempo y este joven descubre la opresión del hombre por el hombre, así que lleva su hallazgo a la ciudad, en donde lo llenan de cadenas y lo encarcelan por comunista. Sus paisanos se quejan, dolidos: “Seguramente se hizo rico con su descubrimiento y nos ha olvidado”. Si bien no he hallado la película, sé en cambio que aquello que pensaba que era una historia derivada de Cien años de soledad es en realidad producto satírico de un chiste local (un chiste local geográficamente muy extendido). Si las cosas se inventaron antes de ser inventadas, ¿cuándo ocurrieron las historias por primera vez? Si su condición es repetirse, ¿será que a su vez están inspiradas en otras iguales? Algunas de las anécdotas que algunos maestros me contaban en clase las descubrí luego en viejos libros que las atribuían a escritores anteriores. Me imaginaba que a su vez, ya habían ocurrido anteriormente a otros, quizá hasta llegar a la vieja Nueva España: “Iba un día por la calle don Carlos de Sigüenza y Góngora cuando…” Pero yo debería andar por las calles de Europa del Este y no por las empedradas calles novohispanas, caminando al margen de la Historia, con García Márquez, quien por entonces todavía tenía el privilegio de pasar desapercibido e interrogar a personajes que le daban respuestas honestas y desinteresadas. ¡Otra cosa hubiera sido si supieran que estaban frente a García Márquez! Hubieran querido posar para la posteridad en una foto sin naturalidad. En su lugar, los caminos de la Europa comunista aparecen, no diré que desolados, pero sí polvosos y recorridos por el viento. El mundo capitalista quedó atrás: el café Les Deux Magots en que García Márquez y sus amigos Plinio Apuleyo Mendoza y su hermana Soledad, acordaron hacer un viaje a través del mundo comunista, es apenas una imagen borrosa frente a la realidad de este mundo tan difícil de comprender. Quién diría, la cortina de hierro no era más que un palo pintado de rojo y blanco. Más allá está un mundo desproporcionado al que hay que conocer, pero no sólo el escenario es extraño, también lo es el personaje que lo contempla. Dije antes que buscaba a García Márquez, pero a cada paso se me presentaba otro, un escritor aún sin obra que conceptualizaba el mundo de una manera ajena. A los treinta años todavía no nacía en él la gran conciencia literaria (apenas estaba viviendo las experiencias que volverían a tejerse más adelante con vida novelesca). Pero hay algo aquí, pues dije desproporcionado, y esa falta de medidas lo expresa ese mundo. Rusia es una infinitud puesta a descansar sobre la Tierra, y sus habitantes –por lo menos los de estas páginas– tienen esa falta de límites en el ser. Todo lo regalan, no importa qué, regalar por el gusto de regalar una moneda de tiempos del zar, un helado, una peineta. “Uno se detenía a comprar un helado en Moscú y tenía que comerse veinte, con galletas y bombones. Era imposible pagar una cuenta en un establecimiento público; ya habían pagado los vecinos de mesa”. Uno viaja al otro lado del mundo en busca de exotismo para descubrir que es uno el que rebosa de novedad. (Nota mental: regar esta idea una vez de regreso a América Latina). Si bien este autor se bajó del tren de la Historia para caminar por ese mundo, estaba llamado a subirse al gran vagón en que difícilmente se mira el mundo de manera sencilla y cercana. Esa cosa nostálgica de los pueblos lejanos se convertiría con el tiempo en una delicada creación literaria. La rutinaria vida de los pueblos es imposible. Uno la ve en realidad cuando ha sido arrancado de ella. Pero el autor acaba de entrar a un sitio solemne, sube las escalinatas y luego vuelve a bajar a un lugar debajo de la Plaza Roja. Como figuras de cera, plácidamente, duermen frente a él las momias de Lenin y Stalin. No duermen tan plácidamente, unos años más tarde –en 1961– Stalin fue despedido de ese sitio en la Historia para ser enterrado a espaldas del mausoleo que se suponía que lo iba albergar para la eternidad. Aunque la gran mayoría de los seres humanos tienen fijado de manera póstuma un lugar de residencia modesto y apacible para recibir las notificaciones pertinentes de la Historia, algunos son requeridos para ser enaltecidos por algún monumento. Otros, por el contrario tienen que desalojar su espacio porque allá en donde se pesan los actos de la existencia se ha decidido otra cosa. Se dice que sólo con un libro de Kafka bajo el brazo se puede comprender esa historia. Curiosamente, es una teoría de la Historia que abarca mucho más y que parece hacer de la Burocracia una metafísica en cuya maquinaria reposan cada uno de los movimientos del mundo. Quizá el mundo kafkiano sirve como justificación de un pensamiento que no concibe algo fuera de la realidad del mundo. No me parece que los personajes de García Márquez, sin embargo, se hayan convertido una noche en grandes insectos. Lejos, en otra parte, está el poder enloquecido, pero los personajes de sus narraciones pasan su existencia cultivando diariamente sus cotidianas, extravagantes y largas obsesiones.

Gabriel García Márquez. De viaje por Europa del Este (1957). Bogotá, Penguin Random House Grupo Editorial, 2015, (Col. Literatura Random House).

*

Pável Granados es ensayista, curador y musicólogo. Actualmente es director de la Fonoteca Nacional.