Geometría caribeña

Alejandra Trazos, noviembre, 2019.

 

 

 

Juan Pablo Ramos

 

Para Héctor Perea

Mi texto se escribe/inscribe sobre los márgenes de un boulevard del sureste mexicano. Recuerdo el aroma de la brisa, impregnada de un tufillo rancio, casi putrefacto, perfume de los manglares, ecosistemas retorcidos que bordeaban el tramo boulevardístico. Recuerdo los deberes sabatinos, de botas de hule y camisas desgastadas del PRI, para ir a sacar de sus entrañas la basura acumulada. Recuerdo que en cuestión de años dejaron de importarnos los manglares. Pero esa es otra historia.

Regresé a Chetumal un par de veces, casi una década después de abandonar la ciudad. Muchas cosas siguen inalteradas. Como en ese cuento de Jean Rhys, “I Used To Live Here Once”, donde la protagonista arriba a la isla donde vivió tras largos años de ausencia, tan solo para ser recibida como un fantasma. Los pocos señalamientos que me indican que Chetumal sigue de pie —aunque a veces no siempre lo parezca— son esculturas. Para contar las esculturas debo contarme yo. Para contar las esculturas debo contar la ciudad donde crecí. Esas esculturas, si la memoria no me falla, llegaron por allá del 2003. Yo tenía diez años. ¿De qué me servirían las fechas, las cédulas, la precisión propia de historiador? Este relato, si acaso puedo llamarlo así, es una historia subjetivísima del arte.

Hasta la fecha no sé qué expresan esas esculturas. Lo único que puedo precisar es la historia de ellas en ese espacio, una ciudad calurosa que las adoptó con indiferencia, con un ya-qué, peor-es-nada, mejor-eso-a-que-se-roben-el-dinero.

Digamos que, un día, sin avisar, las esculturas ocuparon los camellones del boulevard. Eran sofisticadas invasoras en la cálida monotonía verdiazul de las palmeras y la bahía. Mi familia y yo, como las esculturas, también éramos invasores.

Pisamos suelo quintanarroense, provenientes del Distrito Federal, a principios del año 97. Egresados de la UNAM, mis padres iban en busca de un mejor ingreso como docentes en provincia. Aunque las personas que nos rodeaban (profesores universitarios en su mayoría) solían ser hospitalarias, más de una vez escuché, en voz de los demás o incluso de ellos mismos, la palabra “chilango” usada con ese vago tono despectivo que estigmatiza al fuereño.

La palabra “chilango” me estremecía y me hacía cobrar consciencia de mi desarraigo. Sabía que tarde o temprano alguien me haría sentir fuera de lugar. Y nunca supe si debía asumir mi diferencia. En la primaria, me rehusaba a cantar el himno al estado. Yo no soy de aquí, decía a las profesoras. Pero ellas me obligaban a mover los labios. Haz como que te lo sabes y ya.

Selva, mar, historia y juventud. Pueblo libre y justo bajo el sol. ¿Qué significa eso? ¿Qué significo yo? Las esculturas deben de significar algo. Yo, viviendo en una ciudad que no es donde nací, debo de significar algo.

Pero afirmar que yo me reflejaba en las esculturas a tan corta edad sería una impostura literaria. ¿Cómo describirlas tiempo después, siendo fiel a mis impresiones infantiles? Monocromáticas, metálicas, de gran tamaño, no agresivas necesariamente, tampoco bellas o vistosas, y en el fondo, según mi juicio infantil, inadecuadas para el paisaje.

Quiero insistir en el punto de la particular indiferencia que nos causaban, a mi familia, a mis allegados y a mí, pues provocaban conversaciones azarosas para adivinar qué podrían ser tan peculiares abstracciones: ¿caracoles?, ¿pirámides?, ¿fósiles? Era un test Roschach tropical. Fueron tantas las tardes en las que desde el asiento trasero del automóvil imaginaba qué podrían representar. Había una, recuerdo bien, que semejaba una torre de platos y tazas tambaleante. A mí me hacía pensar confusamente en las escenas de Alicia en el país de las maravillas, en las porcelanas y los naipes que están a punto de asfixiar a la joven protagonista.

Es curioso. La retórica oficial a la fecha sostiene que las piezas del corredor escultórico Chactemal “hablan por sí mismas”. De ser así, las esculturas públicas, ¿hablan por y para ellas mismas? ¿O dialogan? ¿Les interesa? Si dialogan con el espectador-transeúnte, ¿es un diálogo amable? ¿O es hostil? ¿Qué tiene que decir, ya no las esculturas, sino quien las puso a hablar?

Algunas son del reconocido escultor Sebastián. Lo han contratado para embellecer varias ciudades. Se ven bonitas y novedosas, ¿a poco no?

Era cierto. En Chetumal rara vez uno apreciaba cosas así. Teníamos un par de museos, pero solo albergan la misma iconografía maya de siempre, y artesanías y cachivaches. Las esculturas del corredor proponían entonces una morfología ajena a lo acostumbrado, un no sé qué vanguardista, si acaso de progreso. Ironías de la vida: la ciudad sólo contaba con una sala de cine. El corredor escultórico Chactemal, ahora me doy cuenta, era una especie de saludo a una modernidad que nunca quiso instalarse por completo.

Y fue durante ese mismo año, el 2003, cuando la ambición de modernidad vislumbró las alturas. Auspiciado por el gobierno de Joaquín Hendricks, el escultor Sebastián “ideó” ­—según consigna en una publicación oficial— una escultura monumental de 50 metros. Nunca se había pensado una edificación tan grande en Chetumal, donde una vivienda de tres pisos ya representa una desaforada exageración.

Años después leí a Sebastián afirmar que su afán es el de poner hitos que todos volteen a ver; hitos que hagan una referencia emocional, religiosa, conmemorativa o simplemente decorativa. Pero no sabíamos qué referenciaban. No sabíamos, tampoco, reverenciarlas.

Con un presupuesto millonario, la megaescultura serviría como cafetería, salón de fiestas, planetario, museo, pero sobre todo como un majestuoso mirador para contemplar a la ciudad desde la cima, algo así como la Torre Latinoamericana del Caribe. Pero nosotros nos preguntábamos: ¿para mirar qué? ¿Acaso ese faro indiferente y lejano al otro extremo de la bahía, en Belice? Y si era para mirar de nuestro lado, ¿qué admiraríamos? ¿Las casas de la clase privilegiada? ¿Los lotes baldíos?

La megaescultura de Sebastián pretendía servir como un monumento al mestizaje. Pero en Chetumal a nadie le gusta que lo llamen así. El término a veces se usa como insulto. A pesar de ello, la retórica oficial nos bautizó la cuna del mestizaje. Y qué mejor manera de homenajear al mestizaje que con un obelisco, un falo guardián que nos protegería en temporada de huracanes. ¿Resistiría la megaescultura las embestidas de Wilma, de Karl, de Claudette? A veces temíamos por ella. Una vez recé para que no le pasara nada.

La noble intención de obsequiarle arte geométrico al pueblo chetumaleño de pronto se volvió un debate público. Ya no era únicamente la instalación de unas torceduras de metal color amarillo que llegaban a susurrar su rebuscado soliloquio, sino que el arte acarreaba problemas ambientales. Los manglares peligraban debido a esa exorbitante construcción. Para algunos habitantes era absurdo emprender ese proyecto e invertir tanto dinero en él. La edificación comenzó pese a todo.

Un día, a medio camino, repentinamente, el imponente esqueleto fue abandonado. Inconcluso, petrificado. Lo que llamábamos Megaescultura de pronto se volvió Megaestructura. Solo eso quedó: el esqueleto. Un triste andamio de metal y concreto situado en un islote artificial, soportando los embates de las depresiones tropicales. Ahora puedo comprender el sentido soterrado de estas estructuras, sin caer en el pantanoso lenguaje de la crítica que legitima a la escultura abstracta (the sculpted word, por reapropiarme del término de Tom Wolfe), y esquivando el lenguaje de denuncia de aquellos que aun hoy se indignan al observar este monstruoso sueño imposible. El sueño del geometrismo produce monstruos, dijo alguien alguna vez en algún lado.

Alegoría del progreso interrumpido, lo que hoy conservamos de la “idea” de Sebastián es un imponente recordatorio de la modernidad como proyecto fracasado. Una expresiva ruina de la retórica priísta que se construyó en torno a la promesa de un bienestar social por siempre postergado. Para los años restantes que viví en Chetumal, la obra de Sebastián quedaría para mis conciudadanos como una pieza arqueológica que hablaba por sí misma y muy bien, y decía lo siguiente: mientras la escultura pública hable el lenguaje de la hegemonía, no resulta un inconveniente para la sociedad.

Años después leí a Sebastián afirmar que su producción es (sic) tremendamente pública y del pueblo. Que un campesino y un estudiante citadino pueden entenderla o sentirla por igual. Que él solo es elitista por (sic) cómo se va cotizando la obra.

La Megaescultura —ahora renegada por su propio creador— se ha transformado, en su cualidad de work-in-progress en una metáfora nacional. Desde el mirador que nunca fue, íbamos a ver, no lo que éramos, sino lo que podríamos llegar a ser. Un monumento elocuente, digno del Partido Revolucionario Institucional, con su historial de corrupción, irregularidades y rictus neoliberal. Gracias al inexplicable encanto del geometrismo/geoegotismo de Sebastián, el PRI entendió la cosmética de la vía pública como sinónimo de la modernidad ejecutada a medias. Como dijo Heriberto Yépez, el PRI es la falta de compromiso con el propio desarrollo. Ahora solo queda la expresividad del deterioro, el canto del óxido.

Quizá, más allá de entender esto como el proyecto fallido de la administración pública, habría que entender el (Casi) Monumento al Mestizaje como un emblema de la desidia nacional. O, quizá, como la síntesis de esa continua decepción a causa de una prosperidad que llega a cuentagotas. Peor aún, como el opaco reflejo del interés intermitente de los chetumaleños en su propia ciudad. A la deriva, triste legado de la política priísta, incómodos recordatorios de la connivencia entre el arte y la hegemonía política, el corredor Chactemal y la Megaescultura siguen hablando por sí solos. Pero ahora su habla es melancólica y balbuceante.

El residuo de un sueño que quedó a medias; el relato de una renuncia, de una resignación colectiva y, años después, este 2019, la recuperación y reactivación de la obra, con esperanzas renovadas pero pocas certezas de que el proyecto perdure. Que cumpla el sueño alguna vez prometido. In memoriam.

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Periódico Novedades. 13 de agosto, 2017, 1:00 p.m.

Abandonado el corredor escultórico de Chetumal

Las obras “Aire”, “Culebra” y “Cax”, de los escultores Verónica Zegbe, Armando Chávez y José Luis Camargo respectivamente, que seguramente estarían indignados (sic), se encuentran rodeadas de follaje, aunado a que sus placas están cubiertas de plantas y en una zona peligrosa. El “Caracol-Ola” de la escultura mexicana Helen Escobedo Fulda fue presa de artistas urbanos, quienes optaron por colocar su “firma” con aerosol. Pasó lo mismo con la obra de Vicente Rojo, “Doble estela solar”, la cual fue utilizada como pizarrón callejero.

En la “Estela de Mar” del escultor mexicano Pedro Cervantes se aprecia incluso un nido que fue construido por un ave; sin embargo, el ave ya no está.

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Fe u obstinación, han persistido los intentos de reactivar el proyecto de escu-arquitectura sebastina. Ahora sí habrá recursos, dicen. Y ahora sí tendrá cafetería, y museo, y planetario, y el mirador, ¡el mirador!, ¿para mirar qué?, si cada día hay menos cosas que ver en esta ciudad… Algún día, algún día no nos abandonarán las aves…

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Juan Pablo Ramos (1993) es Licenciado en Creación Literaria y Literatura por el Centro de Cultura Casa Lamm y Maestro en Letras Españolas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Se ha hospedado en instituciones como Centro de la Imagen, Sala de Arte Público Siqueiros, Museo Jumex, Casa Vecina y Universidad de Los Andes (Bogotá, Colombia). Obtuvo Mención honorífica en la tercera edición del certamen “La crónica como antídoto” (2017), organizado por el CCU Tlatelolco.  Es autor del libro “Emerson en Tijuana”.