La importancia de enseñar una historia viva de México

Emiliano Zapata. Ilustración de Fernando Lezama.

Por Sergio Osorio

 

El que haya dedicado su vida a la propaganda de una idea,

 que no escriba Historia. 

Alfonso Caso

 

 

Antes del desarrollo de cualquier código de comunicación las sociedades humanas  preservaron la memoria colectiva a través de la poesía, del canto, donde no existía una división entre lo que hoy llamamos historia, literatura, música, ciencia y religión. La oralidad era el vehículo del conocimiento, de la fe, del acontecer humano, de sus códigos morales y civiles. El relato sagrado además brindaba una legitimación en el origen de los tiempos para los pueblos y la razón de ser de la existencia:

En todos esos casos la función de la historia es la de dotar de identidad a la diversidad de seres humanos que forman la tribu, el pueblo, la patria, la nación. La recuperación del pasado tenía por fin real valores sociales compartidos, infundir la idea de que el grupo o la nación tuvieron un origen común, inculcar la convicción del que la similitud de orígenes le otorgaba cohesión a los diversos miembros del conjunto social para enfrentar las dificultades del presente y confianza para asumir los retos del porvenir. (Florescano, 2002, p. 136)

Es así que la memoria colectiva tiene una función primordial en la convivencia, pues establece los códigos de conducta, regula los estratos sociales, determina los lineamientos morales y brinda una certidumbre ante una condición netamente humana que es la conciencia de la temporalidad, de la mortalidad. La historia colectiva otorga un sentido a la existencia individual, como parte de un ser social que lo articula en sus múltiples relaciones afectivas, emocionales, y le brinda un conocimiento acumulado para que tenga un espacio preciso en el devenir de la sociedad, incluso le dota de la posibilidad de continuar un legado o un cúmulo de tradiciones que lo trascienden más allá de la muerte, eludiendo el carácter angustiante de esa conciencia de finitud.

Esa conciencia de la mortalidad otorga al mismo tiempo un motor que ha sido clave en el acontecer humano, de lo contrario no habría afán creador, deseo de trascendencia, búsqueda de identidad y un desarrollo de la memoria, no habría cultura en el sentido amplio del concepto. La historia, entonces, es un elemento fundamental para articular la identidad, que no puede erigirse si no es por la conciencia individual y un reconocimiento del otro, de los otros que nos dan sentido. La regulación de nuestra convivencia está dada por la memoria, que es tradición, oralidad, historia.

La historia, entonces, es un acto de la memoria y siempre será política su enseñanza, pues está sujeto al tamiz de un discurso de legitimación existencial: “La dimensión política de la enseñanza de la historia genera procesos de inclusión y exclusión de historias.” (Plá, 2014, p. 13)

En ese sentido, la historia, como proceso memorístico de transmisión, se enseña con o sin institución mediadora, estatizada, como organismo perteneciente a una entidad estatal o nacional y su naturaleza es orgánica y vital, es una historia viva. Esta historia, primordialmente doméstica, es parte de nuestro proceso de crianza y se teje en el hogar, que es parte de la comunidad a la que pertenecemos.

Con el arribo de la enseñanza escolarizada, producto de la conformación de estados nacionales, cuya construcción requiere de unificación de identidad, se ha pretendido cohesionar un discurso hegemónico, un ser nacional unívoco, donde no cabe otra concepción. Con ese objetivo político y respaldado por la autoridad del estado, se ha desplegado, desde que existe la educación pública (primer tercio del siglo XX en México), una enseñanza ideologizada para legitimidad del estado. La enseñanza de la historia se convirtió para ello en uno de los instrumentos políticos de mayor eficacia, pues como ciencia naciente, podía estructurarse en una currícula positiva, que consolidara al régimen en turno como heredero y culminación de un proceso histórico evolutivo.

Es así que las instituciones educativas del estado, tienen como misión, en el sentido religioso de la palabra, llegar a cada rincón del territorio y fundar nación, catequizar, que se puede traducir en ideologizar e implantar sus ritos patrióticos, como objetos de veneración colectivos. Al mismo tiempo, se pretende “civilizar” a los ciudadanos, para sumarlos a la idea superior de nación progresista justificada plenamente en nuestra historia. De este modo, ningún gobierno o grupo hegemónico que detenta el poder se asume como transitorio o en el camino de alcanzar el progreso económico y social, sino como un triunfo de la historia, por lo que durante cada mandato se tuerce o amolda la enseñanza hacia su legitimación. Propiamente, la nación mexicana, de tradición republicana, desde la caída del segundo imperio, y con la consolidación de las instituciones de instrucción pública, así como del desarrollo del conocimiento científico, a partir del porfiriato, han afirmado su ideología en la imposición de un discurso histórico, que dista mucho del desarrollo de una conciencia histórica reflexiva en las escuelas, perpetuando con ello una religión patriótica, colmada de dogmas y santos, diablos y condenados, con sus oraciones, cantos y retablos laicos.

El misionero, llamado maestro, ha sido el medio para fundar la identidad nacional, amparada en el poder y representación del estado. La escuela como institución de poder, ha funcionado como un monopolio de conocimiento y, en el caso de la enseñanza de la historia, como un lugar de catequesis. Así pues, esa misión “civilizadora”, que emplea la enseñanza de la historia, no ha sido diferente de la que llevaron a cabo las órdenes religiosas en la conquista espiritual del Nuevo Mundo, ya que parte, al igual que entonces, de la imposición de una identidad y de un discurso de supremacía ideológica, respaldada en un poder político, con lo cual ha establecido los mecanismos materiales, humanos y legales para su prevalencia. Con todo ello la enseñanza de la historia en el sector escolar, dista a enormidades de la práctica y avance de la ciencia histórica, como acto de investigación y ejercicio crítico, efectuado por universidades e institutos:

Como suele pasar, lo desechado por la ciencia es absorbido por el discurso histórico escolar donde, con el paso de los años, se sedimentará en las formas de entender la historia para grandes cantidades de la población y ser así, en la percepción social del pasado, mucho más significativo que la mayoría de la historiografía profesional. Esto se debe a la condición inexorablemente política de la enseñanza de la historia. (Plá, 2014, p. 18)

Esa historia sedimentada, es además, en gran medida para los alumnos, un pasado estéril, una acumulación de relatos fantásticos, marmóreos, fríos y ajenos. Cabe traer a colación, como ejemplificación, la experiencia propia, de aquellos que crecimos en los estertores del siglo XX, para los que cantar el Himno Nacional y presentar los honores a la bandera era ya un acto mecánico, ritual y vacío, una insolación gratuita.

Hablando de dicho ritual patriótico en las escuelas, ninguna asignatura lo acompaña tanto como la historia; sin embargo, ambas expresiones de consolidación de una identidad nacional parecen ir por sendas separadas y, al mismo tiempo, sin conseguir afincar sus propósitos en la actualidad, precisamente por el desgaste de las ideologías, equiparable al proceso de sedimentación a que se hace referencia. Ya desde los años treinta del siglo XX, un crítico agudo, como lo fue Jorge Cuesta, cuestionaba la pretensión de erigir una ideología nacionalista, a través de la educación de las masas; al comentar la publicación del libro El perfil del hombre y la cultura en México de Samuel Ramos, entonces definía que “[…] la nacionalidad mexicana es una noción que corre el riesgo de carecer de objetividad por lo mucho que le basta un sentimiento superficial para mantenerse a flote.” (Cuesta, 1991, p. 107), y más adelante apunta que “[…] la verdadera naturaleza de nuestra idea nacional está en su carácter convencional y ficticio”, pues “Al día siguiente de nacida, la nación mexicana entró en un caos social. Se ha revelado en esto, sin duda, una inadaptación de las ideas de la realidad, una inconformidad, si puede decirse así, de la nación consigo misma.” (Cuesta, 1991, p. 107)

Por ello, sostener un discurso histórico nacionalista, revolucionario y patriótico, ficticio e ideologizado, mediante la enseñanza de la historia, ha venido a parar, con el paso de las décadas, en un contrasentido en la función de la enseñanza de la disciplina, que es la de brindar un sentido de pertenencia, de identidad al individuo con su comunidad y, después, con su nación. Ese sentido original de la memoria colectiva, vital y renovada, creadora y crítica no está presente en la actual enseñanza de la historia en las aulas de la educación básica en México. A lo anterior hay que añadir la intromisión en la enseñanza de la historia del discurso neoliberal, de la competitividad económica, donde se busca que el individuo desarrolle habilidades y competencias para insertarse “exitosamente” en un mundo global y regido por la individualidad, para ello la enseñanza de la historia se convierte en un menú temático, en un cúmulo de relatos para ensayar y aprender dichas competencias y habilidades, pero no para desarrollar una conciencia crítica sobre la historia, sobre su sociedad:

Un punto nodal en los planes y programas de estudio en los últimos veinte años ha sido la dicotomía ciudadanía/competitividad. Este punto nodal concentra en su interior principios de formación ciudadana, desarrollo de habilidades cognitivas procedentes de la psicología cognoscitiva, postulados historiográficos que parten de la escuela de los Annales y propuestas de escolarización basadas en principios economicistas traducidos al desarrollo de competencias. (Plá, 2014, p. 17)

Este enfoque pedagógico es a todas luces, parte de una enseñanza ideologizante, una más de las politizaciones de la asignatura de historia, pues responde al discurso del liberalismo económico, predominante en las últimas décadas a nivel global y en la política nacional: “Las narraciones dentro de la escuela cuentan la historia de la democracia y la globalización; la primera para responder a la historia de la ciudadanía y la segunda para justificar, a partir de una secuencia teleológica, el predominio de una economía liberal.” (Plá, 2014, p. 18)

Ante este panorama, el docente de historia tiene ante sí la posibilidad de romper con la enseñanza cristalizada y cuestionar sus propios discursos, pues su misma formación puede obedecer al cumplimiento estricto de propósitos ideológicos. Puede, además, acercar más su labor docente a la práctica de la ciencia histórica, donde la duda es la base de todo conocimiento, no la memorización y el rito. El docente en la enseñanza necesita abrirse a “[…] una curiosidad hacia el conocimiento del otro, una disposición por el asombro, una apertura a lo diferente y una práctica de la tolerancia.” (Florescano, 2002, p. 138) Aspectos que no están presentes en los planes y programas de estudio, ni en los libros de texto, pero que, sin embargo, vitalizan la historia. En ese sentido, la enseñanza de la historia es relevante y necesaria al “[…] preparar a los niños y los jóvenes a vivir en sociedad: proporciona un conocimiento global de desarrollo de los seres humanos y del mundo que los rodea.” (Florescano, 2002, p. 145).

Es por lo anterior, que podemos afirmar, que la enseñanza de la historia siempre estará politizada, pues pretende incidir en la formación de una identidad y en regular la convivencia social, en el transitar hacia un futuro deseado, a partir de la reflexión de los hechos pasados. Es necesario, entonces, fundamentar esos lazos de identidad en nuevos discursos, ahora más que nunca fundamentados en la pluralidad, multiculturalidad, respeto a la diferencias ideológicas, justicia e igualdad, así como en la preservación y respeto por la naturaleza, entendida como espacio vital en riesgo, del futuro acontecer humano.

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Cuesta, Jorge (1991).  Poesía y crítica. México, CONACULTA.

 

Florescano, E (2002). “Para qué estudiar y enseñar la historia”, en Tzintzun, Revista de estudios históricos, (35), 135-146.

 

Plá, S. (2014). Ciudadanía y competitividad en la enseñanza de la historia. Los casos de México, Argentina y Uruguay, México: Universidad Iberoamericana.

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Sergio Osorio (Estado de México, 1981). Cursó la licenciatura en Lenguas y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Es autor del libro de relatos Ámbar (Ediciones Periféricas, 2018).