La radiografía de un fantasma: sobre Gilbert-Lecomte

Ilistración. Equisalprincipio.

Por Asael Soriano

 

I know the meaning of life, it doesn’t help me a bit

Magazine- A song from under the floorboards

I didnt attain nothin

When I attained Highest

                           Perfect

                           Wisdom

         Known in Sanskrit as

         Anuttara Samyak Sambodhi

Jack Kerouak

 

 

En una carta de junio de 1931, Roger Gilbert-Lecomte le escribió a Jean Puyaubert que había llegado a creer que una comunidad intelectual bastaba, pero que ya había caído en la cuenta de que no; la experiencia le había enseñado que una comunidad intelectual no servía de nada. Tal afirmación resume un paso, uno oscuro y tembloroso: el que lleva de la esperanza a la desesperanza. No obstante, ese sentimiento de desintegración, propio de la desesperanza, no era, ni mucho menos, nuevo en Gilbert-Lecomte: en 1931 tenía 24 años, pero desde los 14 tenía una extraña costumbre: consumir venenos. La experiencia de la desintegración, pues, con su carga oscura e imprevisible, con los ecos de ensoñaciones ciegas, no era novedad. Aunque cada experiencia era distinta. No hay piso firme en la disolución. Nada nuevo bajo el sol, pero el sol mismo es el que es nuevo; cada rayo es su renovación, luz de novedad perpetua. Uno sólo muere una vez -escribió Kateb Yacine-, la tortura, en cambio, es más fina.

Pero empecemos desde el principio.

Jean Puyaubert (1903-1991), el destinatario de dicha carta, fue un radiólogo, amigo íntimo de Gilbert-Lecomte y de Antonin Artaud. Constituyó un apoyo importante para ambos, sobre todo en distintas crisis que atravesaron a lo largo de sus vidas. Gilbert-Lecomte (1907-1943) fue también radiólogo, pero de un tipo muy distinto, como veremos más adelante. Escritor, se le recuerda sobre todo por su participación en el movimiento de vanguardia los simplistas (1924-1934) y su órgano principal, El gran juego, aventura de la cual, junto con René Daumal, fue el protagonista.

Los simplistas se veían a sí  mismos más como una hermandad y un punto de reunión de búsquedas metafísicas que como un movimiento artístico. Broma o no, en sus cartas se solían llamar ángeles. Si bien el humor era parte importante de la agrupación, tal excentricidad no era meramente inocente. Jean Paul Sartre escribió que Jean Genet, excluido de la sociedad, doblemente exiliado, encontró la escapatoria, simultánea, en el robo y en la santidad; desclasado, imposibilitado para ocupar un espacio social, debía, escribió el filósofo francés, o ser un mineral o ser un espíritu; esto es, o pasar por abajo del tejido social (en tanto que deyección) o pasar por arriba (en tanto que santo). La coincidencia de ambas sombras, la que pasa por abajo, arrastrándose, y aquella que sobrevuela la sociedad “sana”, terminan por confluir, en Genet,  en una sola figura.

Sartre no es el único en haber notado esto. Pasolini, por ejemplo, tras una visita a Nueva York, escribió que los adictos estadounidenses que se suicidaban por medio de la droga, estaban marcados por la pureza y eran verdaderos mártires, excluidos de los “miserables cálculos humanos” que forman parte de “la calidad de vida” de “las sociedades establecidas”. El cineasta italiano creía ver un halo sagrado en la decadencia de los drogadictos neoyorquinos que, dentro del frenesí capitalista, vivían como extraídos del tiempo.

El consumo de venenos y de drogas fuertes acompañó a Gilbert-Lecomte desde muy joven hasta su muerte, prematura, a los 36 años. Esa sería, siguiendo a Sartre, la parte mineral, la fuerza de lo inerte inserta en su vida.

Ahora, según Thomas Browne, inglés cristiano del siglo XVII, estas son cinco de las características de los ángeles:

1) Tienen un conocimiento extemporáneo. Nosotros conocemos dentro del tiempo, ellos no.

2) Pueden, con el primer movimiento de su razón, lograr lo que los demás conseguimos tras un largo estudio deliberado.

3) Conocen los objetos por sus formas. Nosotros las conocemos por sus accidentes y propiedades.

4) Lo que para nosotros son probabilidades para ellos pueden ser demostraciones.

5) De todo lo creado, lo que más nos acerca a su naturaleza es la luz del sol.

Los primeros cuatro puntos que sacamos de Browne nos pueden acercar un poco a la visión de Gilbert-Lecomte y los simplistas. Para ellos, adversos a los métodos epistemológicos occidentales, el conocimiento no es algo que se acumula extraído del mundo. El conocimiento se experimenta. Se accede a él no mediante el enriquecimiento del individuo, sino a través de la disolución del individuo en la totalidad. El conocer transforma. El poder intuitivo es fundamental. No se busca conocer fragmentos, sino totalidad. Lo total no basta con saberse, es preciso experimentarlo, esto es, sentir cómo las fronteras del individuo, que nos separan de lo Otro, se desvanecen. Hasta aquí tenemos, a grandes rasgos, las características de la mística. José Vasconcelos, por ejemplo, dejó escrito: “Mi yo no se resigna a estar ausente de ningún sitio del mundo. Anhela estar en cada instante del tiempo y realizarse junto con cada brizna de la potencia que ensaya combinaciones sin término.”

Gilbert-Lecomte, por su parte, dejó dicho que la palabra “milagro” significaba, para él, el instante en que el alma presentía la realidad última y su comunión final con ella. El pensamiento universal, expresó en otro texto escrito en colaboración con Daumal, es la negación de todos los dogmas. Lleguemos al punto cinco de Browne: si la totalidad es el sol, los místicos anhelan la experiencia de ser rayos que emanan del sol y ascienden al sol. No saberse, sentirse rayos del sol. No el dato frío, la comunión empírica.

Volvamos a la práctica del envenenamiento. En 1938 Gilbert-Lecomte fue detenido varias veces por posesión de heroína. A Pierre Minet, otro miembro de los simplistas, llegó a causarle un miedo muy grande, tanto, decía, que tenía ya la apariencia de un fantasma.

Un radiólogo descifra los signos internos.

Un signo puede denotar descomposición.

Un fantasma es en sí mismo una radiografía.

El envenenamiento es la marea que sube.

El envenenamiento es el diálogo difuso, animal, entre todos los sentidos.

El envenenamiento es la realidad atragantándose a sí misma.

Es sentir, en el centro de las articulaciones, los vínculos enfebrecidos.

La práctica del envenenamiento es la experiencia de lo divergente. El que se envenena trata de encontrarse a sí mismo. Busca sentir lo inerte en lo vivo y lo vivo en lo inerte; el estancamiento en el curso y el curso en el estancamiento. La fricción de la coexistencia. El choque de mundos. Confluencia de signos en la marea de lo insoportable. Vitalidad del desorden. Vivencia de la mineralización. Promesa de lo inevitable. Curioso sentimiento de estar vivo en medio de la muerte. Escuchar el silencio en el centro del ruido. He ahí el Gran Juego al que jugaban los “ángeles”.

 

Ilustración. Equisalprincipio.

Blanchot cuenta que Feuerbach hace mención de una envenenadora para quien el veneno era un amigo, al punto que, en un momento en el que le mostraron un paquete de arsénico que le pertenecía, se le vio temblar de felicidad. Esa sustancia de muerte, para ella, era un brillo de vida. “I see fire in the dead man’s eye”, repite Exuma, con insistencia desesperada, en una canción.

Vemos pues que, de un modo peculiar, la práctica del envenenamiento (recordemos de nuevo a los “ángeles” drogadictos que Pasolini creía ver en las calles de Nueva York) tiene cierto vínculo con la dialéctica. Engels, precisamente en un texto sobre Feuerbach, describe la filosofía dialéctica así: “lo que hoy reputamos como verdadero encierra también un lado falso, ahora oculto, pero que saldrá a la luz más tarde, del mismo modo que lo que ahora reconocemos como falso guarda su lado verdadero, gracias al cual fue acatado como verdadero anteriormente; que lo que se afirma necesario se compone de toda una serie de meras casualidades y que lo que se cree fortuito no es más que la forma detrás de la cual se esconde la necesidad, y así sucesivamente.”

Ese método para leer la realidad tiene, también, algo que ver con la actividad del radiólogo, es decir, con echar luz sobre lo oculto, que a su vez echa luz sobre lo visible y, así, lo transforma, o, al menos, visibiliza el movimiento transformativo. Si leer la realidad de cierto modo puede significar rebasar fronteras, experimentarla de cierto modo puede significar romperlas.

 

“La profundidad era la crisis

que yo buscaba tocar.”

Clayton Eshleman

 

Tal búsqueda de uno mismo en la disolución de las fronteras que nos separan del otro, propia de los místicos, está muy presente en la obra de Gilbert-Lecomte. Esa es la primera paradoja (salir de sí mismo para encontrase a sí mismo). La segunda consiste en que esa actividad, individual y transindividual, por un lado, dada sus características, suele ser algo que se construye, dándole la espalda a la sociedad, y, por otro, como tal búsqueda precisa de un arraigo profundo, no puede sino hacerse dentro de una microsociedad con lazos estrechos. Digámoslo así: no hay disolución sin solución. Recordemos la comunidad intelectual que Gilbert-Lecomte mencionaba en la carta a Puyaubert. Los simplistas anhelaban ser, en tanto que grupo, un organismo del éxtasis.

Veamos. Toda microsociedad necesita rituales. No hay ritual sin ritmo, sin visiones litúrgicas, sin signos. Los significados no se dan en medio de la nada. Florecen dentro de un contexto. Es, precisamente, un contexto lo que la microsociedad necesita construir para ser. Un contexto que posibilite determinadas significaciones. Sin códigos no hay vínculos. Todo juego tiene reglas que funcionan como cables de tensión entre los distintos elementos del juego. La sociedad secreta se construye por medio del rigor. Cualquier detalle es una señal. Por eso lo ceremonioso puede resultar afectado, porque precisa de una gestualidad muy estudiada, inadmisible fuera de contexto. Cualquier irrupción, por más mínima que sea, puede desbaratarlo todo. Que el rigor sea tan obligatorio denota la fragilidad que hay detrás. Cualquier ladrido nos saca del sueño.

La microsociedad está inmiscuida dentro de una sociedad más grande y está imposibilitada a desligarse del todo de ella. Así pues, si la microsociedad está en constante tensión dentro de ella misma, a través de sus distintos elementos, por otro lado, es tensión permanente con la sociedad macro, que la contiene, y de la cual es, de un modo peculiar, un reflejo. La microsociedad, en ese sentido, es un producto de la sociedad. Según David Cooper todos los grandes místicos han sido siempre grandes conocedores de su contexto social. Es decir, lectores profundos de las fuerzas humanas en su dinamismo colectivo. Así, una microsociedad, de forma singular, a veces inversa o distorsionada, puede entenderse como una radiografía de la sociedad grande que la contiene.

La escritura de Gilbert-Lecomte también es radiográfica. Hay en ella un reflejo del contexto en el que está inserta y que la supera. Ahora bien, se trata de un reflejo singular: aquel, digamos, que proyecta un espejo roto. La sociedad aparece dislocada, sus contradicciones resultan evidentes, los trozos de realidad, como vidrios rotos, se tuercen y chocan, unos contra otros. El chillido producto de ese choque puede ser visto como otro tipo de fidelidad: es un ahondar quirúrgico, radiográfico en lo real. Víctima y verdugo se dan la mano y se ahorcan, simultáneamente, en un mismo juego; fuerzas vitales se conjugan con chorros de veneno; los estratos se mezclan, ruidosos, hasta debilitar la vista; los roles se invierten, se quiebran, los colores se profundizan, la agudeza se agrieta y, a la vez, se vuelve norma.

Gilbert-Lecomte no explica la realidad, la exige. Sus palabras no son significados estáticos, apuntan más lejos. La realidad está ocultándose en todo momento, recíproca y armoniosamente la enmascaramos. Por eso un matiz irónico atraviesa los escritos de Gilbert-Lecomte. La ironía es la mirada temblorosa, dibuja y desdibuja al mismo tiempo, sólo en la inseguridad se siente segura. El objetivo de sus textos no es llevarnos a la salida del laberinto. El objetivo es el laberinto mismo. Es el ritmo sacudido por remolinos lexicalizados. Si las imágenes que proyecta el simplista se nos escapan, ello no se debe a que estén mal representadas; al contrario, lo que pretenden representar es, precisamente, esa turbulencia. Pretenden representar la captación del instante en que una imagen se transforma en otra, y hacerla sensible por medio del contagio de la experiencia misma de la transformación, mostrar la imagen, pues, llena de movimiento.

Las frases de Gilbert-Lecomte no son luz arrojada a un objeto; tienen, más bien, las características del fuego: luz incontrolada, inquietud que quema. La finalidad de sus visiones no es dejarse ver, es despertar otras visiones, que a su vez enciendan otras. Es extraer, de la radiografía, otra radiografía. El estado supremo, parecen sugerir con una sonrisa irónica ciertas escuelas místicas, consiste en experimentar el hecho de que no hay estado supremo. El escritor maliense Amadou Hampâté Bâ cuenta cómo su maestro sufí, Tierno Bokar, comparaba cada estado (hal) alcanzado a lo que sucede cuando se come un fruto. Así, primero se saborea la cáscara del fruto, después se llega a la carne, y, fácilmente, se cae en la ilusión de que se alcanzó un objetivo. Pero, continuaba Bokar, la carne del fruto sólo tiene sentido gracias al núcleo, es decir a la semilla, y para llegar a ella hay que profundizar más. Ahora bien, terminaba el maestro sufí, una vez alcanzado ese punto, la semilla no se come y tampoco se guarda como un trofeo que muestra que se alcanzó tal estado, sino que sólo adquiere su valor al desprendernos de ella, esto es, enterrándola en la tierra, para que, dado el momento, dé más frutos y se vuelva al inicio del ciclo. La cima consiste en abandonar la cima.

La Pesquisa es una novela policiaca de Juan José Saer. Una de sus peculiaridades consiste en que hay muchas pistas puestas al lector-detective que orientan a que el autor del crimen y el detective (Morvan) es la misma persona. Buena parte de la densidad psicológica del libro radica en que la persecución no tiene límites: quien persigue y quien es perseguido es el mismo personaje. La psique, territorio minado, es el escenario, el pozo sin fondo. No hay objeto que iluminar, pues el “objeto” mismo es luz. Morvan es un gran detective, un observador meticuloso, pero la trampa en la que está encerrado es perfecta: por más que su mirada sea de gran lucidez será incapaz de verse a sí misma. Cuando una mirada se busca a sí misma el vértigo se agudiza, se torna ácido, insoportable.

Un gran detective sabe leer las pistas de manera adecuada (descifra, como el radiólogo); con trozos de lenguaje disperso construye un texto coherente, narrativo. Pero es incapaz de leerse a sí mismo. En la maraña de signos rotos puede crear orden, discurso. Pero suele ser que, ese orden externo que crea, como un reflejo inverso, denota un caos interno. Uno alimenta al otro. El intercambio, a la larga, es desbaratador, extenuante. No nos cuesta trabajo imaginar a un detective retirado, sumido en el alcoholismo, tras una larga carrera con incontables soluciones de crímenes, del todo incapacitado para encontrase a sí mismo. Gilbert-Lecomte tiene algo de Morvan. Sólo que él sí está consciente de la trampa en la que está metido y sabe que debe desmarañarla buscándose a sí mismo. Optó por buscarse como cuando se busca ratones dentro de una casa. Se acorraló con veneno. El gran problema del oprimido, alertaba ya Paulo Freire, es que aloja al opresor en sí.

Más que la disciplina para alcanzar la totalidad, Gilbert-Lecomte asumió la técnica del desorden; la percepción áspera; la avalancha interna. El vértigo como una herramienta para hacer radiografías. Monogamia estricta entre el vértigo y la toxicomanía. Masa espiritual de minerales contradictorios. Si ciertos tonos que adoptan algunos textos del simplista tienen un tinte profético, más que por un afán de pronosticar, ello se debe a que su escritura está, al alcanzar el vuelo de una toxicomanía delirante, bajo el signo de lo irremediable.

La comunidad intelectual (a la que se hace mención en la carta a Puyaubert) terminó siendo un corto circuito. René Daumal y Gilbert-Lecomte se fueron distanciando hasta romper del todo.

Una radiografía de 1939 mostraba enfermos ambos pulmones de Daumal.

El fantasma es el círculo vicioso que, a cada giro, se debilita más y más.

La búsqueda en la degradación es una trampa más. Tarde que temprano el laberinto se llena de células muertas. El simplista probablemente lo sabía. Poco a poco se fue asemejando más a los ángeles neoyorquinos que Pasolini halló envenenados de droga. Si la lucidez lo llevó a la degradación y la degradación lo llevó de vuelta a la lucidez, en la fricción del giro, a partir de cierto punto, la degradación sólo lo pudo lanzar a la degradación y la degradación, en un último golpe opaco, a la sequía terminal. Operación concluida. Ausencia completa. Punto final.