Asael Soriano
I
Stendhal afirmó que Paul-Louis Courier (1772-1825) era el hombre más inteligente vivo en Francia. Pero Courier no utilizó su inteligencia para escribir filosofía. Sus escritos no son especulaciones metafísicas. Ni ejercicios líricos. Tampoco escribió novelas. Esos escritos vastos, de gran ambición, como, precisamente, los de sus amigo Stendhal. No. Courier era un panfletario. Escribió panfletos siempre. Condujo su inteligencia a lo sencillo. ¿Sencillo? Ya veremos. Lo complejo está en lo sencillo, dicen algunos. El panfleto es un género que se caracteriza por la burla y la vehemencia, por el ataque violento y directo, mediado por pocas palabras. La brevedad y la contundencia. El arte veloz de la bofetada. ¿Velocidad? Sí, pero también paciencia honda: saber escoger el momento para soltar el golpe. Paciencia de viticultor. Además, en los panfletos de Courier, hay una sutileza muy peculiar. Siempre hay algo que ocurre debajo de lo que ocurre. Como en los cultivos.
Aunque las circunstancias lo llevaron, en su juventud, a la guerra, Courier prefirió la pluma como arma de batalla, hasta su asesinato en 1825. Supo hallar ahí, en su tintero, filo para sus palabras. Ataque agudo, violencia y humor. Tales eran las balas del panfletario Courier. Panfletario y viticultor, pues, hombre de campo (que procuraba evitar, como él decía, las malas compañías; compañías malas, por ejemplo, de personajes “importantes” que abundan en las ciudades importantes), nunca dejó por demasiado tiempo los viñedos que cultivaba. Tierra, vino y panfletos.
Stendhal dejó escrito en Rojo y negro que hablar de política en una novela es como soltar un disparo a mitad de un concierto; un disparo desgarrador y sin energía, estorbo a la imaginación. El panfletario, en cambio, suelta sus disparos al aire libre, lejos de los salones y auditorios, lejos de las islas novelescas. El disparo no es un ingrediente (insulso) más en la obra del panfletario; es, en el panfleto, la sustancia misma: disparo total, bala pura cargada de risa ácida.
II
Courier concebía la escritura (y la difusión de ésta) como un mecanismo vivo que podía desestabilizar las Verdades Institucionalizadas. La imprenta, decía, es una máquina que funciona contra las Buenas Costumbres, contra la Gran Propiedad y los Privilegios de las clases altas. En contra, pues, de las verdades estancadas por los intereses de una minoría.
Que un obrero escriba y publique lo que escribe, es, decía Courier, parte de una industria diabólica: una industria demoníaca que “pone de cabeza al mundo, las monarquías vetustas se tambalean, el canonicato se encuentra en peligro”.
Ya en la Europa del siglo XVII, Thomas Browne se refirió a la imprenta como aquel excelente invento cuya “tiranía universal” se impuso y llegó a la “extremada perversión”, haciendo referencia a los múltiples panfletos antimonárquicos que surgieron en el Reino Unido en la década de 1630. El diablo, al parecer, sopló parte de su espíritu para la creación de la imprenta. Al diablo, parece ser, no le caían bien los reyes. Y reía, dicen, cuando se les decapitó.
Por su parte Courier, con su característico tono burlón, dejó dicho: “Si desde el principio se hubiera reprimido a esos culpables de exceso de espíritu anárquico, y se hubiera escondido al primero que se le ocurrió decir ba be bi bo bu, el mundo estaría salvado; el altar en el trono, o el trono en el altar, el tabernáculo asegurado por siempre, no hubiera habido nunca revolución alguna.”
La diabólica industria, en su locura, desestabiliza. No es casual, pues, que a lo largo de la obra de Courier se encuentra una serie de ataques contra la autoridad confundida con la policía. En Francia, decía, ya no se habla de leyes, sino de autoridad, y, cuando se habla de autoridad, no se habla de la palabra divina, ni de certezas celestes, se habla, en Francia, de policías.
La policía actúa en el sentido contrario de la máquina diabólica: estabiliza, frena las mareas y petrifica las verdades. La maquinaria de la escritura, una vez en manos de todos, en cambio, salpica de colores la Verdad uniforme, gris, estatua inmóvil defendida por un policía. La escritura diversifica la realidad. Asusta al policía que cuida a la estatua. No es casualidad que, tras las revueltas parisinas de 1848, según Louis Ménard (cuyo libro sobre esa insurrección le valió el exilio), surgieron leyes contra la prensa y las publicaciones, más opresivas aún que aquellas de la época de la monarquía. Un estado de sitio, policiaco, se extendió en el territorio.
Ahora bien, la conspiración no viene, según Courier, de la gente, de las mayorías. Es el Estado, al contrario, afirma el viticultor, quien necesita de la conspiración para existir. Es la gente quien se defiende de la conspiración.
En esto nos recuerda a François Pardigon, participante en las revueltas de 1848, quien escribió que no son los revolucionarios los que perturban la sociedad, sino los convulsionarios.
¿Y quiénes son los convulsionarios?
“Ya no hay realeza –escribe Pardigon- ni nobleza, ni clero, pero aún hay reyes y nobles y curas. Desaparecidos ellos, nada queda. Subjetivaron en sus personas a la institución que desfalleció en la sociedad y, como gente que se tragó algo tóxico, no mueren sino tras horribles convulsiones. No son los revolucionarios estrictamente hablando quienes paralizan y perturban la sociedad, son los convulsionarios.”
En Courier se trasluce una intuición muy fuerte: la gente se gobierna mejor sola. Y, afirma Courier, entre menos nos predican, mejor nos gobernamos. Somos, continúa el viticultor, más religiosos lejos de los curas y sus discursos que buscan adoctrinar. El respeto a la vida se desarrolla mejor desde dentro, sin las normas que coaccionan desde el exterior, como un cinturón opresivo. Además, explica Courier, la nobleza y las clases altas están, en realidad, abajo. La prueba, prosigue el panfletario, es que todo el dinero que viene de la gente cae hacía ellos, y, dado la ley de la gravedad, tienen, forzosamente, que estar abajo, en el mundo inferior, el de los parásitos. El pueblo está arriba. Los convulsionarios, convulsionándose, abajo.
Es por eso que es necesaria la defensa en contra de la conspiración. Emprender la conquista de quien no quiere ser conquistado no es cosa fácil. Así Courier: “Poco placer hay en conquistar a la gente que no quiere ser conquistada, déjenme decirles. Y nada causa mayor repulsión que tener que meterse con las clases bajas. Pero no pierdan el valor, pues si retroceden, si regresan sin haber instaurado la paz, ni estipulado indemnidades, entonces, entonces, pocos de ustedes irán a contar a sus hijos lo que es una Francia con gente que dispara sin tener ni héroes ni civiles.”
Los convulsionarios tienen una tendencia marcada a la paranoia. La razón es simple. Como su tiempo quedó en el pasado, ven por todos lados, en el presente, signos de amenaza, imágenes de malestar. Y mientras, todo sigue su curso. Su turbio movimiento. El desarrollo de los viñedos. Las viñas que ondulan. Oscilación del terreno. Vibración constante de la uva. Ruido y silencio de la velocidad.
La nobleza, sea la vieja o la nueva, dejó escrito Courier, vale igual a un alfiler.
Siempre hay alguna estatua vigilada por un policía. Pero, como le gustaba decir al communard Jules Vallès, no es estatuas de humanos lo que necesitamos, sino humanos. Y fueron los communards, justamente, quienes tumbaron –en 1871– la columna Vendôme, aquel monumento parisino, símbolo de piedra de las conquistas napoleónicas.
El místico sufí del siglo XIII, Ibn al-Farid, hablaba de estados en los cuales, decía, tenía la experiencia de emborracharse antes de la existencia de los viñedos. De haber leído tal afirmación, Courier hubiera sonreído. Más que dejarlo perplejo lo hubiera inclinado ligeramente al sueño, a la tranquilidad de las ensoñaciones, transparente embriaguez, llena de sutilezas. Y hubiera vuelto, en ese estado, a cuidar de sus viñedos, pensando, tal vez, en la “industria diabólica”.
Las circunstancias del asesinato de Courier permanecen un tanto oscuras. Pero, se dice, hubo un tiempo en que la inteligencia aguda de los panfletarios asustaba a la gente, los convulsionarios chocaban unos contra otros, corriendo hacia todas partes y, hubiera el tiempo que hubiera, nunca faltaba el vino en la mesa.