Ingrid Solana
Diana Angélica Castañeda tenía catorce años cuando desapareció. Sus restos fueron encontrados en el Río de los Remedios, un canal purulento del Estado de México, un cementerio de aguas. La palabra remedios, está constituida por la raíz re (reiteración) y por el verbo mederi (cuidar, pensar, curar). El Río de los Remedios, en cambio, descuida a los cadáveres, los deja reventar, pudrirse sin descanso; no hay sepultura más indigna, pero no hay ningún cirio que vele la muerte. La niña y tantas otras desaparecen en su lava; se convierten en náyades borrosas. Las periferias tienen olor a flor cadavérica, a sinsentido humano, a excusado. Los alrededores, orillados por los orillados, están henchidos de abyecciones. Hay bestias limítrofes que esconden sus tinieblas a las cuatro de la tarde; nadie sabe quiénes son, pero andan entre nosotros y desean cortar pedazos humanos. No tienen ojos ni buena estrella, tampoco pueden hablar y si lo hacen nada cambia en la comunicación humana. Entre dientes, poco a poco, nos dejamos atravesar por la dulzura, nosotros “los normales” que, generalmente, decidimos no ver, y entre tanto, las dentelladas acechan los canales de los ríos tuertos. Degluten niñas, abisman pantanos, orinan arenas movedizas y vesículas, son refrigeradores descompuestos de aguas turbias. No hay tiempo voraz; el río de los remedios devora.
A diez kilómetros de distancia de su propia casa, retuvieron a Diana durante meses hasta matarla a golpes; después la destazaron y echaron sus pedazos al Río de los Remedios. Nadie la volvió a nombrar. Desde entonces han muerto muchas mujeres. Nadie habla. «El fruto no ve.» (René Char) La madre de Diana analizó fotografías para memorizar la dentadura de la niña y poder identificar su cadáver si aparecía: la espera de un cadáver es volcánica, un insomnio eterno. Su esperanza se encorvaba, vieja bruja. ¿Cómo sonreímos? ¿Se puede retratar, en el recuerdo, el momento exacto de la sonrisa, su pozo de quejidos que disimulan furtivas rabias? ¿Es posible retener, en el cuerpo, el fulgor de los dientes chuecos de otro, sus tímidas torceduras, el rubor de las encías?
El holocausto habita los intersticios mínimos entre nuestros dientes, son breves pozos parentéticos, huecos exiguos en los que secretean los difuntos: invisibles, silenciosos, singularmente hipnóticos conectados a nuestra ojera. No nos surcan carreteras sino venas de muertos. Son hendiduras en nuestra carne, moran las cavidades reducidas y los domingos deambulan cínicos y hepáticos por nuestro cuerpo; nos enferman de nostalgia. El destino es tiempo y polvo, ¿nadie ve? ¿Hemos concebido el letargo del ser de los hijos, más allá del demonio responsable que atenaza con sus exigencias materiales? ¿Estamos contemplándolos aunque no sean propios, en su agonía lenta, en su miedo y su playa? ¿La fotografía de una sonrisa representa conocer a otro? ¿Los dientes son ojos? La pesadilla de una madre es recuperar, mucho tiempo después, la sonrisa de sus hijos. Examinar sus dientes minuciosamente, heridas de una boca muda en una foto. El tiempo de los dientes es ahora; en la imagen no hay nada si el hijo o la hija desaparecen, ni siquiera punctum. Hay borradura, perforación, púa.
Cada dentadura es un universo imposible, la fotografía no lo atrapa. La madre tiene que mirar atentamente. Numerosos padres olvidan los dientes de sus hijos, solo aprenden a reconocer su dolor en la mueca. Pero los dientes son explícitos al reír. Algunas madres guardan los dientes de leche de sus hijos pequeños en un cofre diminuto; atesoran esa efigie de un paraíso perdido; es una manía que tiene que ver, en el fondo, con la conservación de una risa, una risa que apenas aparece en un recuerdo suave. A veces recuperan el cofre y miran los dientes; los toman entre los dedos con su cualidad ingrávida; sienten determinado desvalimiento: la sensación de lo que termina. Guardan las piezas y continúan su quehacer de madres: no olvidar. La vida es un destello de sensaciones recobradas a través de tactos, olores y sabores rancios; surgen cadenas de sentido dormidas y perezosas; el tiempo es una esfera de opacidades claras. Nos encontramos de súbito con los susurros de presencias ausentes que nos persiguen con sus sustos. Olvidar parece sencillo y quizá lo logramos si omitimos ciertas verdades que horadan y alimentan el germen íntimo. Tal vez los hijos sean las raíces que conectan con una profunda e innegable verdad y es, desde luego, inefable. Las madres —lo supongo a ciegas— cierran los ojos; saben que sus hijos pululan por el mundo con sus esporas de voz y sus latidos. La madre es un estómago de presentimientos, pero nada las prepara para la desaparición de su cría; el insaciable estrago de su ausencia las atraviesa con alfileres en las uñas: nunca volverán a hablar.
Pasó Dionisos y dejó su densa muerte bajo el sol. El mediodía sangra y hay petunias olorosas a cadáver; dagas puntiagudas y feroces sobre la piel de los habitantes del margen. Los asesinos mastican el pollo de la comida, degluten la sopa y el refresco. La Ciudad de México está lejos, con sus apacibles y resguardadas colonias acaudaladas. Algunas casas albergan feroces privilegios. Los espejos se hinchan de dientes prístinos que esculpen los dentistas que se meten al bolsillo, eternos y jugosos tratamientos. En las zonas peligrosas los dientes se pudren lentamente, las muelas barrocas se pican; ¡se quedarán sin dientes! Música licenciosa, de tabaco rancio y roto. El Río de los Remedios huele a interminable muerte: «Aquellos nombres, lugares de dislocación, los cuatro vientos de la ausencia del espíritu que soplan desde ninguna parte: cuando el pensamiento, mediante la escritura, se deja desligar hasta lo fragmentario. Fuera. Neutro. Desastre. Regreso. Nombres que ciertamente no forman sistema, y con lo abruptos que son, al estilo de un nombre propio que no designa a nadie, [evaden] todo sentido posible sin que [la evasión] haga sentido, [pues deja] solamente una entre-luz corrediza que no ilumina nada, ni siquiera el extra sentido cuyo límite no se indica.» (Blanchot) El lenguaje y sus fragmentos no alcanzan a Diana ni a su madre; no relatan la historia verdadera. El lenguaje es un campo minado de violentas omisiones, pero la escritura, aun esquinada, es un diente peligroso.
En el Río de los Remedios se tira la basura de Ecatepec, la más sucia: los cadáveres de mujeres. Es un campo líquido de trasfondos escépticos. El olor a mierda-cadáver habita las narices de todo el mundo, pero de lo que no se puede hablar es mejor callar. ¿Sonríes si no hay remedio? Las mandíbulas asesinas ni se aprietan ni se tensan, se olvidan. Se ríen. Los asesinos se ríen, las oficinas bostezan, los lutos se mueren.
La madre de Diana inició una investigación tortuosa cuando su hija desapareció. Los escritorios de las instancias competentes la miraron hastiados, cansados de los delitos, indiferentes. ¿Quiénes son los asesinos? Los asesinos y un sistema extenuado de existir: Capitalismo Mundial Integrado (CMI, Félix Guattari). Todo lo existente —incluso el ser humano se encuentra des-subjetivado, es decir, erotizado cual fetiche con fecha de caducidad: se comercia, se recicla, se extingue. Se produce artificialmente. La vida humana se comercia, se recicla, se extingue; se engrapa, es decir, se archiva, es decir, no importa. Fábricas de niños, de sexo, de secuestro y sangre. Fábrica de tontos y tontas y personas, millones de personas sinsentido, que transitan, comen, andan, compran, vuelven a comprar. El sistema es una maquinaria infernal de producción de documentos; la burocracia mexicana está contra la vida: horas de ventanillas, de papeleos: Cantinflas estaría orgulloso del despilfarro. El rostro de la madre se arrastró compungido y raspó las lágrimas de los muros, las rabias de los techos, los suspiros de las macetas, ¿para qué parió? Dejó de dormir, perdió su nombre. Campo de concentración en una mente orillada a los recuerdos. Vagar en la memoria y enmudecer: para no recordar el momento exacto en el que el corazón de los hijos, esa frambuesa mórbida, se queda en el oído con su reloj de eternidades. Los papeles forman montañas de fatiga, son numerosos delitos, demasiados papeles, una insoportable belleza… La vida… Las organizaciones de derechos humanos son impedidas, acalladas, la cordillera de papeles es algodonosa; no se puede respirar, los vencidos se asfixian en los remedios.
Los hijos se desenvuelven en el líquido amniótico con su singular impulso a la vida. Se iba a llevar a su niña a vivir a Satélite, lejos de los feminicidas, ¿lejos? A la niña la habían seguido autos hasta que un día la subieron y se la llevaron para trata de mujeres. Después comenzó la pesadilla de la madre con la visita a las SEMEFOS. Un año después, siempre hay esperanza, aparece el golpe del cadáver. La madre dijo: “…y dices ¿cómo voy a reconocer a mi hija? Hay cuerpos que hasta les cortan los tatuajes para que no los reconozcan y entonces pensé que si encontraba un cráneo vería los dientes, me puse a estudiar su sonrisa, qué diente tenía de cierta manera, cuántos dientes después del diente que estaba chueco. O sea, cosas así, es lo único que podía pensar”. Es necesario recomendar el estudio de los dientes de quienes amas por si desaparecen, por si se los llevan y tienes que hablar con su cadáver. Antes que nada estudia la risa, ama la risa, ahógate allí.
Mi madre es la escultora de mis dientes. Con el tiempo se enchuecan, forman nudos, se agolpan torpes hacia el frente. En Japón las mujeres se enchuecan los dientes para ser más bellas. A mis treinta y tantos años, en cambio, emprendo la tarea de ordenar mis dientes, como si iniciara la lenta reconstrucción de un rostro que no me pertenecía. Estoy lejos de mi madre y reconstruyo mi dentadura; es una aportación que me hago a mí misma: mi propio papeleo. ¿Ella me reconocerá cuando ya no sea su obra?
—«Tus dientes
Tus dientes son el pulcro y nimio litoral
por donde acompasadas navegan las sonrisas,
graduándose en los tumbos de un parco festival,
Sonríes gradualmente, como sonríe el agua
del mar, en la rizada fila de la marea,
y totalmente, como la tentativa de un
Fiat Lux para la noche del mortal que te vea.
Tus dientes son así la más cara presea.
Cuídalos con esmero, porque en ese cuidado
hay una trascendencia igual a la de un Papa
que retoca su encíclica y pule su cayado.
Cuida tus dientes, cónclave de granizos, cortejo
de espumas, sempiterna bonanza de una mina,
senado de cumplidas minucias astronómicas,
y maná con que sacia su hambre y su retina
la docena de Tribus que en tu voz se fascina.
Tus dientes lograrían, en una rebelión,
servir de proyectiles zodiacales al déspota
y hacer de los discordes gritos, un orfeón;
del motín y la ira, inofensivos juegos,
y de los sublevados, una turba de ciegos.
Bajo las sigilosas arcadas de tu encía,
como en un acueducto infinitesimal,
pudiera dignamente el más digno mortal
apacentar sus crespas ansias… hasta que truene
la trompeta del Ángel en el Juicio Final.
Porque la tierra traga todo pulcro amuleto
y tus dientes de ídolo han de quedarse mondos
en la mueca erizada del hostil esqueleto,
yo los recojo aquí, por su dibujo neto
y su numen patricio, para el pasmo y la gloria
de la humanidad giratoria.»
Ramón López Velarde
Encontraron primero los pies y la cabeza en el Río de los Remedios. Tiempo después otra bolsa negra con dos torsos, uno era de Diana, el otro, de otra niña: una niña del Estado de México. ¿Cómo serían sus dientes? Nadie lo sabe, ¿de quién es esa niña y dónde están sus otros pedazos?
Soñar con los dientes alude a la carencia. Se trata de una fragilidad encarnada. Cuando nos tumban los dientes estamos a merced de los depredadores —con sus dientes filosos y rotundos—, sin defensa. Los sueños sobre dientes nos develan vulnerabilidad, una crisis en nosotros mismos, algo que trastoca nuestro presente y nos daña. Casi nunca sueño con los dientes, ¿por qué? ¿Cómo se lidia con el sadismo propio, con la fragilidad, cómo se suprime o acalla? ¿Cuál es la forma onírica del agotamiento? ¿Cómo susurra la debilidad? Los sueños persecutorios, en cambio, me atosigan, generalmente retratan edificios complejos y laberínticos en los que no encuentro salida, o bien, represento persecuciones de las que huyo junto a numerosas personas que no conozco. Rara vez sueño con mis dientes y, sin embargo, puedo sentir la fragilidad de mi miedo latiendo en mi boca: no poder gritar: la parálisis. Los dientes son defensa y, al mismo tiempo, la representación de lo que echamos en falta. Masticamos, nos mordemos, trituramos, doblegamos; sin dientes somos pobres, nos encontramos disminuidos, somos ancianos. ¿Los dientes son el símbolo de la miedosa madurez?
Percibir los dientes en el cuerpo, con su materia dura y fatal, es una labor extraña. Están en nosotros pero nos dan un poco lo mismo, tienen sus hábitos curiosos, el cuerpo los olvida. Son fundamentales para…, persistir. Contra nuestra voluntad, odiándolos, incluso, se aferran a las encías; son impasibles, militares, rotundos. ¡Váyanse!, pero no, ellos están enganchados a nosotros, constitutivos y afianzados: arrogantes. Alineados, rebeldes, ridículos no se van… ¡Atentos! ¡Firmes! Tienen memoria de elefantes, pero no nos la comparten; son egoístas y se resguardan en nuestra preciosa boca que los acoge con sus blanduras. Ellos se acolchonan y si se enojan muerden las cavidades, se violentan, se dejan atravesar por sus compadres: los improperios. Se vampirizan si alguien nos amenaza, y se vuelven bancas seductoras si las hormonas les dictan paz. Por las noches, acogen la angustia nocturna y se aprietan si los problemas son sustanciales; martirizan así a las pobres mandíbulas, esas señoras tolerantes con nuestra vida trivial. Si están de buen humor son atravesados por uno que otro chisme y en el beso se marginan un tanto azorados por aquella osadía lúbrica. Están adentro y afuera, como pollos cobijados en su huevo, si les damos chocolates se tranquilizan y ven todo mejor, hasta nos perdonan la indiferencia habitual. Al comer, escudados en la voracidad, los relegamos, pero ellos aguardan ansiosos la masticadera: su principal trabajo. Se afanan, se apuran, e, incluso, se deleitan pero casi no; su función es hacernos sápido el bolo; son los principales ufanadores de nuestro cuerpo porque si todo sale bien, entonces viene la mueca de la sonrisa, que es su aplauso. El resto del tiempo, si no hablamos mucho, se conforman con estar adentro, tranquilos, afuera llueve, pero ellos hasta se duermen, escuchando la nadería hermosa de este mundo cuando es manso. A veces despiertan asustados, repentinos, acosados por su herencia, y recuerdan vagamente que también son parte de nuestros más primitivos y terribles impulsos: el canibalismo. También aman de manera loca y posesiva; muerden, se encajan, trastocan al otro cuerpo; atrapados en un erotismo amargo de ansiedades lóbregas. Los dientes iluminan y nos sobreviven: por ellos los cadáveres conservan una linterna que resiste a los gusanos.
Mi madre fue la escultora de mis dientes. Nos hemos observado, ella y yo, en un espejo de salvaciones, pérdidas y lutos inconformes. La observo sonreír con sus ojos tristes en las fotografías viejas; fue arrojada a este mundo como yo, como yo que fui una pequeña escultura de alegrías y sacrificios. Sus dientes forman una fila perfecta de perlas —cliché— acomodadas en su sitio y con perfiles armoniosos de legados lógicos y esperas cumplidas, de ámbitos callados, de secretos y horizontes inconclusos. Mi madre es una mujer muy hermosa: camino de perfección. Yo viví a su sombra con mis dientes chuecos, fallando en todo, lamentándome de mi constante discordia y fracaso. La perfección quemadura. Mucho tiempo después, lejos de ella, yo misma esculpí mis propios dientes a mis treinta y tantos años y por sana voluntad. El espejo me acostumbra a mis nuevos dientes. Esculpo mi dentadura con los instrumentos de los dentistas, sé cómo usarlos con humor. Mi madre sabe que estoy viva y que perdono sus ansias de continuar nutriendo, incluso, mi propia muerte. Cierro los ojos y recuerdo la sonrisa de mi madre, tranquila a la distancia, pensando en mí sin pensar realmente, meditándome como un ser en busca de su claro en el bosque. Nuestro Río de los Remedios es un paréntesis de orillas, de surcos, de despedidas.
Alguien tuvo que ver algo, clama la madre, alguien tuvo que ver. Pero la violencia no ve. Es insoportable si se escucha, si se ve, entonces se queman los ojos. Los asesinos ríen. En el aire revientan sus carcajadas cual petardos: la humanidad se escapa de algunos lugares, del Río de los Remedios. Primo Levi tenía razón: somos la comunidad egoísta que se empeña en sobrevivir a costa de la muerte de los otros. Pero su muerte es nuestra muerte porque la muerte no es fragmentaria como lo escrito que es un susurro vivo, si se lee, y que insiste en permanecer. La muerte es la muerte entera, efigie sin rostro en todo rostro, en todo lo que nutre la tierra y su desierto. ¿Podemos hablar? ¿Con qué instrumento la cortaron? No importa. La diosa Kalî danza en el Río de los Remedios, salta en sus costados impuros, exhibe sus lodos muertos. Al mediodía, en mayo, se concentran los calores y los vapores de los cadáveres rondan la tanta vida. La vida de las jacarandas, la vida de las banquetas en sombra y de los viajes: los viajes al centro de la tierra, al pozo de los muertos. No existe viaje que no sea un paseo al cementerio, un rincón vuelto ceniza, una conversación de funeral. ¿Nacimos aquí? ¿Qué significa?
La biblioteca en llamas; la escritura en trozos; sus huecos, sus vacíos, su silencio: ríos de remedios. Las caminatas, los proyectos, la mente occidental protegida contra el desastre, pertrechada en la idea de su futuro sin guerras, amparada en una supuesta reconstrucción de lo que se ha malignizado en las sociedades globalizadas de los países pobres. Mis dientes sanos y costosos descansan en el aparador de una vida a la que se le concedió un don: remedio que es pharmakon también: poder escribir secretos. ¿Su aliento es el de otros? ¿Cómo hablar de comunidad si, en México, somos testigos de una “comunidad inconfesable” que no es, como dice Blanchot, la de los amantes, sino la del crimen? La ciudad se destruye lentamente, apenas si percibimos las grietas de la decadencia en lo naciente: los edificios y su lustre alto; un mundo incomprensible y estéril de oficinas y dinero incansable. La periferia se agolpa y sobrevive, se agazapa entre cementos, es una mancha arquitectónica vil. Los espacios coexisten separados por franjas de ilusiones y planes al vacío. Los ríos de los remedios son dos direcciones cruzadas: la de los ricos hacia el progreso y la de la violencia y desigualdad en sentido opuesto. No hay yuxtaposición, sino choque: hay seres humanos existiendo entre nosotros que han perdido la absoluta consciencia de la humanidad y son bestias trituradoras, bestias de mutilación. Andan entre nosotros y encima de ellos, los otros, los autores intelectuales del bostezo y la herida en el papeleo, el acoso: la promiscuidad de los vencedores. ¿Cómo revirar? ¿Qué dicen los dientes? Leer los dientes es un remedio: nos arroja fuera de nosotros mismos; vemos con atención cuánta dureza ha atravesado a un cuerpo, los vicios que lo manchan, la rutina de su aliento. Miro mis dientes florecer; miro tus dientes, tiburona; observo la rara dentadura chueca de una niña sin porvenir.
Mi madre esculpió mis dientes: los dientes son memoria. La memoria de los dientes es ancestral, retoma los senderos y raíces de nuestro pasado. Son materia animal aparentemente insensible, pero no hay dolor más tremendo que el de los dientes cuando se someten a tratamientos médicos; es un dolor rotundo, sin esquinas, feroz. La madre de Diana trató de reconstruir, en su mente, los dientes de su hija. Miro las fotografías que circulan en Internet de Diana, observo sus dientes y su sonrisa y desearía grabarlos en mi memoria, para preservar algo fundamental. Quiero conversar a distancia con su cadáver. Pero olvido; el miedo me atrapa, me signa, me bifurca. ¿Quién soy? Rutina de descuidos, cuerpo en ceniza, voz de sal. Arrasa olvido y suma polvo. Solo una madre puede reconstruir, en su mente, la arquitectura dental de sus hijos; a los que ha visto llorar, gritar, retorcerse. Mi madre esculpió mis dientes. Yo esculpo los dientes adultos. No tendré hijos y no hablaré con sus cadáveres; tampoco recordaré otras dentaduras más que la mía —aprendí a utilizar los instrumentos de los dentistas y corto tajos, reescribo y surco mis dentelladas. Mi pasión y mi dulzura —almendras amargas y tiernas— se graban en el borde oculto de mis caninos. Lejos de mamá y sus dientes bellos, lejos de sus suspiros y su sombra, ajena al fuego de sus moléculas difusas, amándola de modo triste; tan solo conversa conmigo una tímida reverberación de la memoria de sus encías: remedio y río del pasado. Ya en el espejo, la sombra de mi cadáver, nada más.
*
Ingrid Solana (Oaxaca, 1980). Escritora y doctora en Letras por la UNAM. Su último libro es Barrio Verbo (FETA, 2014). Twitter. @IngridSolana, Facebook. IngridSolanav
Laura Charles es egresada de la Escuela Nacional de Artes Plásticas y Visuales “La esmeralda” del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura. Actualmente cursa la Licenciatura en Cinematografía en el Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC). Nominada a mejor dirección de arte en los premios Pantalla de Cristal 2015 con el cortometraje “Ana” de Laura Miranda.