Un pedazo de tierra infértil

Ilustración de Bertha Campos.

Samuel Segura

 

De su mente no se despegó la imagen del cuerpo de su hija tirado junto a los vidrios y al oso de peluche. La vería todos los días siguientes: sus ojos tomaron una fotografía indeleble del momento en que llegó a casa y halló la ventana rota. Primero pensó que se habían metido a robar y entró deprisa; reconoció la pijama gris adornada con soles amarillos y sonrientes estampados en el pantalón y en la sudadera. La niña estaba descalza. La miró. Se acercó a ella quitándose el sombrero, arrojándolo lo más lejos que pudo para que no le hiciera estorbo. Levantó el cuerpo decapitado. Vio lo que jamás había pensado que vería: la sangre bullendo de alguna arteria del cuello y ninguna expresión más que la de los pies lastimados por los vidrios que yacían junto a ella.

Aun así no soltó el cuerpo y lo rodeó sin poder sostener su nuca ni besarle la frente; simplemente la abrazó como la niña abrazaba a su oso de peluche: por la cintura y apretujándolo con todas sus fuerzas. Pero no era lo mismo tener entre sus brazos a un cuerpo sin vida, inmóvil, que no reaccionaba a nada salvo a la fuerza de gravedad; eran brazos y piernas que colgaban como hilachos de alguna tela roída por el tiempo. Esta vez la niña no buscaba librarse de la opresión que ejerciera en otro tiempo la piel del abrigo de su
madre sobre su rostro.

Esta vez no.

La mujer se arrodilló. Al hacerlo sintió la sangre que se le quedó impregnada en la barbilla. Permaneció así unos minutos. Parecía que rezaba, pero era el terror que la consumía como si aquello fueran todas sus pesadillas juntas.

Quería despertar, pero la brisa le recordó que no dormía.

*

Tomó el machete y salió de su casa.

Guardó la anforita dentro del morral para seguir bebiendo en el camino. Para entonces apenas sentía cuando el mezcal irrigaba por su garganta; el líquido se le escurría por las comisuras cada que se empinaba la botella.

Avanzó.

El aire recio, frío, apenas lo dejaba caminar. Le rajaba la cara, los brazos, todo el cuerpo.

A lo lejos la vio.

Disimuló el machete como pudo detrás de su pierna izquierda y trató de andar derecho para que la mujer no viera lo que llevaba cargando. Moduló la voz.

 ¿Ya regresó la señora? preguntó a la  distancia y sin dejar de caminar.

 Todavía no, pero le avisé que ya me venía respondió la mujer y se siguió de largo.

El hombre apretó el paso entonces, y en un movimiento imprevisto se cortó. Tal era el filo de su arma.

Le dio otro trago al mezcal, esta vez más prolongado, y se regó un poco de líquido en la pierna.

Temblaba.

Trató de revisarse entre el mareo y las tinieblas; había muy pocos postes de luz en el pueblo.

Pero la oscuridad ya lo había devorado.

 

Ilustración de Bertha Campos.

*

Se levantó con su hija a cuestas, el cuerpo sobre el hombro, la cabeza en una mano. Caminó hacia los sembradíos. Sus pasos eran largos, firmes, militares. Su mirada permanecía fija y frontal; encaró el camino sin una sola mueca que permitiera adivinar el mínimo rastro de desmoronamiento.

Colocó el cuerpo en una zona donde el pasto era bajo y la tierra blanda. Lo hizo con cuidado, buscando no lastimarlo. Lo mismo hizo con la cabeza. Sin darse cuenta se posó justo donde desde hacía tiempo que nada crecía. Nada de lo que sus trabajadores habían buscado sembrar se lograba.

Era un pedazo de tierra infértil.

Pensó entonces en el establo: ahí había un cuarto de trebejos donde se guardaban las herramientas, pintura, solventes, abonos. Y palas.

Caminó hacia allá.

Los animales dormían. Uno de los caballos emitía un rebuzne apenas audible; de la caballeriza sobresalían su cabeza y pelaje. El olor a estiércol la reconfortó. Se detuvo un momento a respirar ese aire que toda la vida había llenado sus pulmones. Se pasó los dedos por la larga cabellera, de la frente hacia la nuca, para después entrecruzarlos como si ahora sí fuera a rezar.

Pero no lo hizo.

Se despabiló y caminó con las suelas enlodadas, dando los mismos pasos largos, sin prisa. Llegó al cuarto y abrió el candado que protegía la puerta; tomó la primera pala que tuvo al alcance y volvió a cerrar.

Al cruzar otra vez por el establo acarició el pelaje del caballo que roncaba. Eso también la reconfortó. Recordó en ese momento que a su hija le daban miedo. Ella le decía que no tenía por qué temer; sujetaba sus pequeñas manos y, de esa forma, las pasaba por el pelaje del animal que se mantenía quieto.

La niña decía que ya no tendría miedo, pero que por favor la llevara a otra parte, lejos de ellos.

*

Apenas y pudo recorrer la vereda. Un ligero rastro de sangre se impregnó en el camino. La cortada era más profunda de lo que había pensado. Sintió en los pies la tierra que empezó a colársele entre los zapatos roídos. Destapó de nuevo su anforita y bebió sin estremecimiento.

Tardó un rato en llegar a las orillas del bardado del rancho. Suspiró. Dejó la anforita en el piso y con una mano se aferró a las piedras que sobresalían. Trató de escalar. No pudo.

La hoja afilada fue la primera en caer.

El sonido fue seco; el polvo amortiguó el estruendo. Luego resbaló y cayó sobre la anforita. El mezcal que restaba acabó por dejar una mancha negra en el terregal.

Al incorporarse se sacudió el polvo y recogió el machete del piso. Devolvió la anforita al morral.

Optó por rodear la barda y llegar hasta el establo. Sabía que por donde estaban los caballos podía entrar. Ahí había un hueco apenas cubierto por pedazos de madera y alambre que él mismo había puesto.

Avanzó.

Recorrió los metros de enladrillado que guarecían al rancho con una mano siempre apoyada en la pared, la otra en el machete. Apenas pudo quitar los obstáculos sin hacer ruido y pasar agachado por aquel hoyo. La mayoría de los animales dormían. Los que estaban despiertos conocían de sobra al hombre y permanecieron quietos, sin espantarse.

Entró rengueando.

La puerta principal de la casa estaba cerrada. Aunque tenía llaves, le fue imposible abrir.

Salvo la ventana de la sala, no había otra forma de entrar.

La rompió con ayuda de una piedra.

 

Ilustración de Bertha Campos.

*

Cuando estuvo de nuevo donde había dejado al cadáver se quitó el abrigo. La caminata la agitó. Se arremangó la blusa y clavó la pala. Procuró no ver más que los pies de la niña.

Cavó.

Extrajo montones de tierra hasta que los brazos dejaron de obedecerle.

Miró el hoyo. De solo verlo no podía medir su profundidad, así que dio un paso hacia él, como bajando un escalón, y se sentó. Era lo suficientemente profundo para una niña de cinco años. En dos movimientos se levantó: primero apoyó una mano en el suelo, y luego con las rodillas tomó impulso para incorporarse.

Ya no era tan joven.

Se limpió las manos chocándolas contra su pantalón y cargó de nuevo a su hija. Cerró los ojos. No quería verla. No quería que nadie lo hiciera. Le dio un último abrazo antes de pasar el escalón y depositar el cuerpo. Luego la cabeza. Tomó la pala y echó la tierra, tan rápido como pudo, hasta que la niña quedó completamente cubierta. Entonces se sentó un momento.

Fue que le sobrevino un breve llanto, imperceptible. Es más, se podría decir que no pasó.

Desde que murió su madre, cuando tenía nueve años, no había llorado otra vez. Así que se incorporó, se limpió el rostro y caminó hacia la casa.

Se detuvo frente a la ventana quebrantada. El oso seguía allí. Lo recogió del piso. En su rostro permanecía una sonrisa tejida con estambre negro.

*

La sala era apenas iluminada por la tenue luz de una lámpara. El hombre caminó despacio, sujetándose de la pared; el pantalón lo tenía todo tieso de la pierna izquierda; una enorme mancha púrpura lo decoraba.

Cojeó hasta la recámara de la señora.

Abrió la puerta, despacio. No estaba. Prendió la luz para constatarlo: nadie.

Azotó el machete contra el piso. Luego sacó de su morral la anforita, y al querer darle un trago notó que estaba vacía. Se maldijo y luego se recostó en la cama y trató de calmarse; deseaba que el dolor de la pierna amainara por sí solo. Deseaba que el dolor que lo inundaba desapareciera en ese instante.

Se frotó la cara con ambas manos.
Aún temblaba.

*

La niña salió de su habitación frotándose los ojos, sin abrirlos por completo, y caminó hacia la sala. Llevaba consigo su oso de peluche.

El viento entraba a la casa agitando sus rizos dorados.

Se detuvo frente a la ventana rota. En los cristales que había en el piso pudo ver su reflejo fragmentado. Las manos del hombre sujetándole el cabello.

Bastó un solo tajo para que el resto del cuerpo cayera al piso.

*

Samuel Segura [Ecatepec, 1987] es egresado de la FCPyS de la UNAM . Ha ejercido el periodismo en medios como Kaja Negra, Warp Magazine, Search and Destroy, y en su blog Depósito de cadáveres. Como narrador ha publicado relatos en las revistas Emeequis, Molino de Letras, Letras explícitas, Yaconic y Los bastardos de la uva. Su primera novela, El sufrimiento de un hombre calvo, resultó ganadora del Premio Nacional de Novela Corta de Humor convocado por el Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes; actualmente la publica Vodevil Ediciones. Su segunda novela, Maldito sea tu nombre, ganó el concurso de novela juvenil Universo de Letras 2018 y será editada por la UNAM y el Fondo de Cultura Económica. Actualmente estudia guion en el CCC. Este relato forma parte de su antología Cada monstruo tiene su debilidad, publicada por el sello Narrativa.