Carlos Monsiváis (1938-2010) ejerció la casi imposible tarea de capturar las expresiones que delinean el perfil de una comunidad en crecimiento. Vio, paso a paso, cómo se fue construyendo nuestra cultura. La historia anterior y la reciente, la literatura, el periodismo, los héroes populares, los grandes movimientos y cambios sociales, la crítica a la transición democrática, la defensa del Estado laico y la diversidad sexual, el cine, la música, la investigación iconográfica, la sátira frente a las ineptitudes del poder, hallaron su portavoz inteligente.
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Con el asesinato de Joan Vollmer en septiembre de 1951 en la Ciudad de México, William Burroughs mató a la realidad en favor de otra mayor: la cimentada sobre la violenta quimera mental. El sacrificio que Burroughs ofrendó a la deidad de la escritura fue la del único ser que comprendió su espíritu (la madre de sus dos hijos). Sin embargo, el dios que William Burroughs intentó apaciguar con la muerte de Joan era demasiado voraz: el Dios de las posibilidades mentales, la máquina ciega que reproduce mundos inauditos en la oscuridad (así como la máquina binaria que inventó su abuelo paterno fue la primera en controlar cantidades ilimitadas). Cuenta la Biblia que al pedir una prueba de fe, Dios detuvo a Abraham cuando éste se encontraba a punto de asesinar a su hijo Isaac; sin embargo, nadie detuvo la mano de Burroughs en su prueba definitiva para acceder a la totalidad.
Alfonso Reyes decía que Jorge Luis Borges era el mejor escritor de América; Borges, por su parte, replicaba que era Reyes el mejor escritor del continente. No discutiremos quién posee tal título, lo cierto es que el autor de Ficciones no exageraba al reconocer los talentos del escritor nacido en mayo de 1899 en la ciudad de Monterrey. Alfonso Reyes emigra muy joven para estudiar en la ciudad de México donde se gradúa en derecho y donde forma, junto con Julio Torri, Antonio Caso, José Vasconcelos, Pedro Henríquez Hureña, el Ateneo de la Juventud, grupo de intelectuales que renovó la visión literaria de la época. De sus cargos públicos podemos nombrar su ingreso al Servicio Diplomático en 1913, que lo llevó a París, ciudad donde se nutrió de los movimientos literarios en boga. Viajó a Madrid; ahí vivió de sus artículos periodísticos, ensayos y traducciones; ahí también trabajó en el Centro de Estudios bajo la dirección de Ramón Menéndez Pidal. De vuelta en el Servicio Diplomático es Ministro Plenipotenciario en París, enseguida Embajador de México en Buenos Aires y posteriormente en Río de Janeiro. Regresa a México en 1939 para fundar y dirigir el Colegio de México, y para dedicar, los siguientes veinte años a sus escritos literarios.
A la vez que ninfómana soy adicta al café. He creado amables mecanismos para llenar mis múltiples vacíos, supongo. Pero para las almas lúcidas, el exceso de sexo no suplirá jamás esa dicha tensa, esa voluptuosa asfixia que oprime mis sienes como el más lúbrico de los cuerpos. La generosidad del café no lo da el más hábil de los miembros viriles.
Natalia Neumann
¿Qué permanece del escritor argentino Julio Cortázar además de su obra magnífica, siempre leída con el mismo placer? Queda la manera de hacer visibles las hebras de una realidad múltiple, el esfuerzo por rondar los límites y a menudo traspasarlos. El suyo fue uno de aquellos pensamientos que contribuyeron al gran rompimiento de los preceptos literarios imperantes en su tiempo, y al resquebrajamiento de la visión ordinaria, tal como suele ocurrir en los sueños, cuando vemos caer una lluvia de fuego y, al despertar, resulta que alrededor todo el paisaje está calcinado.
Eduardo Robles, cuando escribe, describe: muestra. Al recurrir a sus letras, me parece que eso que está ahí, eso que coloca en la página, existe en alguna parte del universo, lo cual me aterra y seduce por partes iguales: tiemblo ante la idea de que haya seres así, conviviendo de esa manera, y que no se atrevan a dar el siguiente paso a lo que sea que se halle en sus corazones.
Parejas incapaces de saber qué quieren, aplastados bajo el peso de la amenaza de una nueva vida que ha de unirlos para siempre de formas que ni siquiera sospechan; niños aterrados de volverse hombres, porque saben que rebasada esa frontera ya no habrá más realidades disfrazadas, sólo el aterrador aliento de la existencia misma. Los personajes que crea Eduardo Robles son apenas un esbozo de vida, un fragmento de aire sostenido por quién sabe qué fuerzas. El autor logra mostrarlos en toda su plenitud y, así, se repliega, se esconde detrás de sus narradores: el autor brilla por su ausencia, lo que no es cosa fácil de lograr.
Aldo Rosales
Desconozco la edad de Juana (debe de rebasar los cincuenta), de dónde viene o a qué se dedica: nuestro único punto de comunión es el Taller de Creación Literaria del FARO Indios Verdes, a donde se presenta con asiduidad y, sin más rodeos, sin más preámbulos, lee lo que escribió durante la semana. Y como la vida misma, no todos sus textos son bellos o logran llegar al punto deseado, pero en el grueso de su producción hay vida, hay gente existiendo sin la consciencia de ello, rodeados de una oscuridad profunda en la que, a veces, sus voces brincan como una chispa de luz. Me pregunto cuánta será la oscuridad a la que Juana Ramírez se asoma para, después, hablarnos de ella en un par de oraciones lúgubres, dolorosas, tangibles.
Aldo Rosales
Rimbaud sintetiza la brutal aflicción de cargar el peso de la existencia, y tal vez a eso se debió su permanente deseo de huida. Para la propia historia de la literatura, continúa siendo un misterio el motivo por el cual Arthur Rimbaud decidió no escribir más con apenas veinte años. Pero si leemos con detenimiento toda su obra, podremos ver que su labor de visionario era un ejercicio condenado a perecer: Que la oración galope y la luz brame… eso lo veo claro. Es demasiado simple y hace demasiado calor; se arreglarán sin mi. Tengo un deber, estaré orgulloso de él como mucha gente, cuando lo deje a un lado, dice en “EL RELÁMPAGO”. Tampoco es acertado pensar en la persistencia de un poeta que entre todos los desplazamientos, le preocupó fundamentalmente el de su propia conciencia. La célebre segunda carta del vidente que envió al poeta Paul Demeny, queda como uno de los mayores enigmas de la poesía: Nos equivocamos al decir: Yo pienso; deberíamos decir: Alguien me piensa… YO es otro. ¿Y si el deseo más profundo de Rimbaud era ser otro, qué importaba la poesía? La destrucción de la conciencia como una extrema tentativa de búsqueda, no es extraña en el itinerario del viajero y del suicida. Mediante la desarticulación de las facultades perceptivas y el resquebrajamiento de la conciencia, nuevos valles se extenderían ante sus ojos cansados. Recorrió todos los continentes, todos los océanos, pobre y altivamente, dijo Verlaine hacia 1884, muchos años después de ver por última vez a su antiguo compañero.
Mediante imágenes finas casi hilvanadas por la niebla, la poesía de Marian García es el viaje a las aguas del nuevo mundo (el suyo propio) en busca de un constante renacimiento. El hastío por el tiempo perdido, el resurgimiento del ánimo sobre las aguas marítimas, son motivos para la poeta, quien prefiere contemplar cómo la oscuridad se deshilvana bajo su percepción poderosa. La “seria empresa” de la reconstrucción poética permite despojar la angustia de un espíritu permanentemente atento a las transfiguraciones de la realidad. En la poesía de Marian, el mundo y el desencanto son uno mismo. No obstante, el paisaje es la espera de algo nuevo, vital. El asombro y el abismo tejiendo un mismo instante. Al final, siempre a un paso de caer, queda el disfrute de la nada.
“Se dice que Onetti era un sujeto negado a cualquier tipo de empatía. Idea Vilariño ha dicho con resentimiento, que a pesar del profundo amor que sintió por él, nunca llegó a conocerlo, porque el novelista nunca mostró su rostro. “Ni siquiera en sus cartas es capaz de tocar al otro, de comunicarse, de hablar”. No obstante, en su lejanía, Juan Carlos Onetti llegó como pocos a los confines del espíritu humano. A sus pozos más hondos y sus periferias más desoladas”.
Leopoldo Lezama
Con apenas un puñado de poemas, Izel Shamaní se sitúa en medio de todas las tristezas. Es un alma vieja que ha sentido con intensidad los padecimientos del mundo. Sin embargo, no ha tenido miedo y se ha atrevido a caminar en la oscuridad, bajo ese “recrudecido mecanismo” que implica transitar por la vida. Sus Ausencias son un registro sensible de la brutal conmoción que deja una pérdida. La ausencia acrecienta la soledad y la convierte en una madrugada interminable donde el espíritu no encuentra reposo. Una luz encendida en un cuarto vacío; una última sonrisa antes de convertirse en la opaca grafía de un expediente.
“Los muertos son una paradoja, ellos son los ausentes que nos negamos a dejar que se desvanezcan del todo. Ellos ocupan un vacío que nosotros, quienes sobrevivimos, necesitamos llenar con historias, recuerdos, hasta invenciones. Son una página en blanco que hizo irrupción en un continuum de letras y ruido para obligarnos a encontrar un sentido. Porque la muerte es el absurdo absoluto, allí está el lenguaje, y en él la escritura para alcanzar una comprensión. Incluso si ésta nunca puede ser más que paradójica, estar llena de contradicciones. El ensayo de Melina Balcázar es breve, pero apunta en diversas direcciones que resuenan en el lector una vez que éste cierra el libro. ¿Hasta qué punto nuestra experiencia de la muerte es intransferible? ¿Cómo compartirla con los demás mediante el lenguaje que utilizamos todos los días, herramienta manoseada, acaso demasiado conocida, despojada de trascendencia?”
Félix Terrones