Juan Ramiro Valdivia
Razón y espíritu, dos formas de enfrentar la realidad
La razón que motivó hace veinticinco años a Patrick Johansson a redactar La palabra de los aztecas 1, sigue siendo un asunto de complicadísima factura: el sentido original de la oralidad náhuatl, y su estudio por medio de las formas de análisis textual utilizados en las últimas décadas. Para comentar la investigación de Johansson, es necesario dar un breve contexto de la discusión de la oralidad y el pensamiento de los aztecas, que nos remite a tiempos de la Conquista. Enfrentarse a las sombras, entablar un diálogo con el vacío y con el misterio, significó ese contacto entre culturas que concebían al ser humano y al cosmos de formas totalmente distintas. Ya los primeros cronistas que escribieron de las nuevas tierras expresaron su admiración, su extrañeza ante un lugar que les pareció sacado del Amadís de Gaula, un paisaje que contenía las cosas más asombrosas e inusitadas que se habían visto: plantas y animales increíbles, ríos interminables, creencias y costumbres que parecían cosa del demonio. Tanto Cortés como Bernal Díaz han dejado constancia de este asombro; no es casual que las únicas palabras que pasaron íntegras en sonido y sentido de las leguas indígenas al español, fueron palabras de sustantivos. Pero más allá de las cosas y los paisajes que el viajero fue encontrado a su paso, los extranjeros se encontraron con una incógnita mayor: un pensamiento distinto. El conquistador, hombre renacentista, observó de súbito una manera totalmente distinta de concebir el mundo. Las distancias entre las formas de conocimiento eran tan amplias como la anchura del océano que separa los continentes. Las estructuras de conocimiento de los pueblos indígenas eran totalmente distintas a las acuñadas por la tradición occidental.
El hombre que llegó de Europa, aunque profundamente religioso, era un espíritu emergiendo del letargo medieval; lleno de confianza en su visión universal, se ponía al centro de todas las cosas: “no podemos errar”, dice la Celestina, resumiendo la certeza en la que se hallaba el espíritu peninsular en el momento en el que desembarca en América. Pero lejos de la seguridad y de la confianza del europeo renacentista, lo que realmente es importante para el presente estudio es el tipo de representación del mundo del conquistador. Es el pensamiento de Occidente, son los procedimientos de la razón y de la ciencia, de la lógica aristotélica y de la moral platónica, es la razón y las categorías.
El mundo indígena proviene de un pensamiento religioso, un acercamiento no racional, sino espiritual, mágico, donde la realidad no es un conjunto de conceptos, sino de experiencias relacionadas con la divinidad. El occidental piensa al mundo para después controlarlo; el indígena siente al mundo para formar parte de él. En Occidente existió el terror al caos, al vacío, por eso necesitaron de filosofía y de un pensamiento que les asegurara el control de las cosas; en cambio, el mundo indígena se asumía dentro de una secuencia divina. Este fue el verdadero conflicto del contacto entre ambos pueblos: el encontrarse con aquél que no es uno, (como ha dicho Todorov). De esta forma, el europeo se encontró con un pueblo fascinante, pero incomprensible.
A pesar de tener que adoptar una nueva cultura (no de otra manera podían llevar a cabo la evangelización), los cultos indígenas parecieron a los peninsulares actividades “paganas”. Johansson dice al principio de su libro: Algunos años después de la conquista, los religiosos españoles, al percatarse del tremendo arraigo de los indígenas a unas creencias idolátricas que obstaculizaban seriamente la evangelización, decidieron emprender la aniquilación sistemática de todo cuanto podía conducir al culto pagano.
Johansson, en su notable estudio de la oralidad náhuatl, hace la tarea de reconstrucción de una cultura compleja que nunca fue comprendida a cabalidad, y no obstante, subsiste hasta nuestros días.
La oralidad huidiza
Sin exagerar, la misma titánica labor de desciframiento que medio milenio antes hizo el fraile Bernardino de Sahagún en su Códice florentino, la llevó a cabo a finales del siglo XX el doctor Patrick Johansson. Él retoma de manera muy rigurosa el tema del mundo náhuatl, desde su aspecto esencial: la oralidad. El objetivo de su trabajo es comprender los vestigios de la oralidad náhuatl impresa en los antiguos códices. Su mérito consiste en aplicar metodologías modernas a problemas antiguos.
Mediante procedimientos semiológicos, Johansson estudia las formas en que fue alterada la palabra original de los indígenas, en esa maniobra de traslación que hicieron los frailes mediante los dibujantes nativos. Esto se vería como una tarea imposible si tomamos en cuenta que el sentido de una cultura extinta nos llega hoy de segunda mano. A este respecto, Antonio Caso reflexiona: Para el hombre moderno, acostumbrado a actuar sobre la naturaleza inanimada o viva con los recursos que le proporcionan las ciencias y las técnicas derivadas del conocimiento científico, es difícil concebir que hayan existido otros modos de resolver o tratar de resolver el problema del dominio del mundo.
La valía del trabajo de Johansson es precisamente que se trata de un estudioso que posee esas técnicas derivadas del conocimiento científico (la teoría semiótica, literaria y lingüística moderna), pero no deja que esas técnicas desvirtúen la búsqueda del sentido original de su objeto de estudio.
Una de las acotaciones fundamentales que hace Johansson es en cuanto al término de literatura náhuatl, con el que no está de acuerdo, a diferencia de Miguel León Portilla y Ángel María Garibay, pues alega que los indígenas no escribían con letras, sino que plasmaban su saber en imágenes pictográficas. Por eso, insiste en el vacío sustancial que queda en la transcripción española. Esta pérdida es el motivo de su trabajo, como ha advertido Miguel León Portilla en el prólogo: ¿Considera, en virtud de lo que llama ¨triangulación semiótica del texto náhuatl” en el manuscrito alfabético, que se alteró la expresión de la antigua palabra?
Esta alteración es el conflicto de Johansson: la poca fidelidad que puede tener un lector de el aparato cultural español, que tradujo en imágenes lo que era propio de la oralidad, la sabiduría religiosa, y la memoria colectiva. En Voces distantes de los aztecas (trabajo previo donde aún admite el término “literatura náhuatl”), Johansson reconoce esta dicotomía entre oralidad y escritura: La literatura náhuatl prehispánica, hoy sumergida en el corazón de nuestros manuscritos, no es más que el fantasma gráfico de una oralidad en el exilio de la escritura.
Este problema lo representa con su triangulación semiótica, donde convergen la oralidad original, los apoyos pictográficos de la oralidad, y el manuscrito final.
Las consecuencias de una dicotomía
Pero en qué se funda Johansson para elaborar su argumento en contra de los manuscritos españoles. El autor se basa en una razón sencilla: los frailes que trasladaron al texto escrito el saber ancestral oral, no conocían el contexto primordial en que esa palabra se desarrollaba. Aunque Sahagún pasó años con los sabios de Tlatelolco, y aunque se obtuvo la mayor información posible acerca del saber de los indígenas, es lógico suponer que, quienes unos años antes habían catalogado las costumbres náhuatls como paganas, no comprendan una cultura en toda su complejidad.
Por tales motivos, Johansson se encarga de explicar en primer término, las distintas circunstancias en que vive y se desarrolla la palabra náhuatl. Para empezar, acota el sentido del canto náhuatl: El canto náhuatl, como cualquier otra modalidad de expresión prehispánica, está estrechamente vinculado con el acto al que se integra.5 Es decir, la palabra indígena posee una cualidad inmanente con la realidad: son palabras vivas, no meramente grafías portadoras de significado. Son palabras que se prolongaba en el espacio y en el tiempo, en la naturaleza y en la colectividad. Lamentablemente, dice Johansson, el mundo indígena que se concentraba en su oralidad, pasó por ese prisma refractante de los misioneros españoles. La palabra esencial quedó mutilada. Alega, por ejemplo, que ante ese procedimiento reduccionista representado en el alfabeto, el texto se ancla en una sola dirección: No es lo mismo elevar un canto a Tláloc en las circunstancias festivas de un acontecimiento religioso, rodeado de miles de participantes ataviados… que enunciar los simples componentes lingüísticos de este canto. 6
León Portilla abona en el sentido de lo perdido: explica que el mundo indígena se concentraba en las posibilidades de la voz, y del cuerpo, dado que los cantos sagrados se acompañaban de movimientos corporales y auditivos como la música y el baile. De igual forma, aporta algunas posibles soluciones tales como acudir a las pocas fuentes originales que se conservan, como son la quincena de códices, y algunas inscripciones sobre las piedras de antiguos templos.
Se sustrajo de la palabra sagrada lo que Johansson llama la “cualidad inmanente”, es decir, aquella pulsión primitiva del inconsciente que une al hombre con la totalidad de las cosas. El hombre moderno, explica el autor, creó un cristal categórico que lo alejó de aquella comunión que tenía con su contorno; ya no quiso ser parte de la naturaleza, sino comprenderla: Con la estructuración progresiva de la conciencia… se va a reproducir la antinomia primordial esencia / existencia, mediante una oposición ideática que revela, por una parte, la incipiente razón humana que implica los fenómenos del mundo en la totalidad de la naturaleza, y por otra, una fuerza incontenible que busca explicar el mundo.7 En la fe racional, y en su sed de control, se pierde la implicación con la naturaleza y la totalidad vital.
Dice Johansson que al estructurar una realidad de la realidad mediante la conciencia, es decir, al tomar esa distancia cognoscitiva, linguística y racional, nos alejamos de ella. Esto lo advirtió Antonin Artaud, cuando al hablar sobre el teatro europeo, vio que la razón había llevado al ser humano a una serie de cálculos y de precisiones inanimadas que lo alejaban de la vida.8 El hombre, en su tiempo mítico, circular, inmanente, esencial, se inscribe en ese ciclo que labra su destino de manera cíclica como parte de un todo armonioso.
Volviendo a las carencias de la versión española, Johansson señala las graves faltas interpretativas que tuvieron los hombres más ilustrados de esa civilización superior. Con qué criterio estos frailes viajeros, iban a transcribir en grafías las catarsis religiosa, los cantos y las danzas, las máscaras y la música. De qué manera las palabras vasn a descifrar las intensidades del golpe de tambor, la sangre derramada en los rituales, las piernas y brazos que se baten en el aire implorando la clemencia de los dioses.
Finalmente, el libro de Patrick Johansson, veinticinco años después de su aparición, sigue siendo valioso por dos razones centrales. La primera: devuelve la complejidad, la riqueza y la integridad de la palabra náhuatl a su dimensión original. Nos hace conscientes de que el universo indígena, el sentido de su pensamiento religioso es más complejo que los esfuerzos del pensamiento moderno de exponerlo a la manera de un manual de usos y costumbres.
La segunda: el rigor con el que se observa el fenómeno de la oralidad náhuatl, nos habla de un respeto hacia la mística prehispánica y de los pueblos antiguos, que con el paso de los siglos han destruido el legado de sus culturas por hacerse visibles y funcionales en las civilizaciones modernas. Hartos de estar relegados en esa mística y ese hermetismo, los pueblos originarios de México han preferido volverse más occidentales por subsistencia. La búsqueda del sentido de la oralidad náhuatl original, es también la defensa de una cultura y de un tipo de conocimiento.
El libro de Patrick Johansson sigue siendo una invitación a implicarnos en el estudio del mundo náhuatl, como ellos mismos se implicaron con los secretos del universo.
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Juan Ramiro Valdivia (Santiago, 1986) es doctor en letras por la Pontificia Universidad Católica de Chile.