Rocío Cruz Cuatecontzi
Hay una sabiduría que es dolor,
pero hay un dolor que es locura.
Herman Melville
El anatema de Safo me abrazó, aun bajo la advertencia de que las ensoñaciones traerían de regreso el pozo que se alimenta de las lágrimas de la desolación y el vacío.
Nunca habrá una explicación para tal absurdo, los sabios se diluyen frente al fenómeno de la desesperación ocasionada por esos vértigos sin precedente al cual acudir para no llegar a semejante extravagancia de la dimensión humana. Cuán voluptuoso es el sigilo de los pasos de mi insignificante subjetividad y pronunciado delirio, ambos invitados a la más sublime de las desgracias, cuán ilusorio es ese espasmo de la zona abisal de la experiencia, que, estando anulada, guarda los recuerdos del olor de la piel que se ha perdido en la invocación y la reminiscencia.
Grité su nombre siete veces porque el siete es un número cabalístico o mágico para algunas tradiciones, pensaba en su aparición repentina, puesto que todos los objetos se eclipsaban, se anularon todos los cientos de kilómetros ocupados por diversas y grandiosos elementos, personas, entes innombrables y desconocidos; presencié la sepultura de mi agonía frente a semejante contemplación, y recordé una sentencia que retumbó en mi mente haciéndola estallar en la cúspide de mi alegría: cuando un hombre interior encuentra en el mundo sensible el objeto mismo de su contemplación sin fin, se deshace fácilmente de su historia anterior. Ese era mi caso, no podía haber nada antes de él.
Después regresé a la bóveda de las musas donde se aprecia el cúmulo de emociones delirantes, ensordecedoras, ahí donde se desenvuelven los vicios que llegan a la membrana de la resignación. Me resultó abominable ese sentimiento, hubiese querido enfrentar la guerra contra el reloj de arena que se extingue en los años que me atormentan, como si ese hilo ascendente y descendiente sólo fuese uno más de los estigmas de la hipocresía y el cinismo de los valores hendidos en el fracaso, me pregunté sobre la inmensidad de ciertas pasiones frente a esa nada.
Volví a los efectos de los opiáceos y de las letras malditas, esperaba encontrar una voz que me sacara de las dolencias de mis contradicciones, de las bestias enfurecidas y violentas que cavan hacía la tierra hostil de los desiertos del lecho de plumas de aves sacras. No podía beber licores, estos eran volitivos de mis fanatismos más desgarradores, para este punto la enfermedad había avanzado hasta los tímpanos de la corteza cancerígena, su toxicidad se asemejaba a un vaho que asfixiaba mis fosas nasales, me levantaba precipitadamente por la falta de oxígeno, así ocurrió varias noches con sus días y horas. El sonido del segundero generaba una atmosfera casi fúnebre, no podía entregarme al silencio de la tranquilidad onírica, me perturbaba cada luz y cada gota de lluvia en una tierra de escarpadas turbulencias.
Temía sobre todo la locura antes que la muerte, esa agonía no podía cesar y me paralizaba pensar repetir esa escena hasta perder el juicio, no poder contar con la certeza de lo que es la experiencia del mundo y mis ficciones, era más que doliente, humillante para mi descrédito al racionalismo, teniendo frente a mis ojos la enorme probabilidad de quedar atrapada en ese único pensamiento, sin ver la finitud de mis alucinaciones. Repasaba sus espejismos fantásticos, los bebía como el veneno de la inmortalidad, cuyos efectos destructivos avivaban mi ansiedad, cualquier acción era inexorable y me era imposible mantenerme en ese estado, así que tomé la soga de la bestia más febril, los fármacos no me resultaban confiables, ante todo debía considerar la certeza e infalibilidad del mecanismo empleado para no hacer esperar a cerbero, ese guardián que me aterrorizaba y me seducía con los sonidos tenebrosos provenientes de su salmo.
Procuré la pulcritud del lugar, nada me garantizaba que ese todo a mi alrededor pudiera interpretar mis motivos, deseaba que fuese un evento misterioso, que no se prestara a especulaciones malévolas, nocivas o perversas, mi estado era demasiado puro y yo era en extremo celosa de mis más oscuros pensamientos, así que, con la diligencia de un monje, desterré toda la materialidad que esparcía mi corazón. Ensayé la escena antes de ejecutarla, siempre fui obsesiva de las cosas que realmente me importaban, cuanto y más no lo sería de este acontecimiento prodigioso, la adrenalina erizaba cada pulso de mi corriente sanguínea, era un estado alucinante, como el de un enteógeno, así que cerré los ojos para mirar la belleza que habitaba en mi interior y sentí la paz de un asceta, estaba tranquila, agradecida, consumada, era feliz.
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Rocío Cruz Cuatecontzi es narradora y filósofa.