Jorge Durón
En la actualidad existe un culto a la imagen que nadie puede negar. La imagen del artista no se escapa entre esta vorágine. Pareciera que ahora es más importante parecer artista que hacer arte. ¿Hasta dónde el arte contemporáneo es un timo, una pose o una auténtica voz nacida de la necesidad del espíritu? Conocer el medio social y personal en que se gesta una obra puede ayudarnos a responder dicha interrogante.
Para entender mejor un cuadro, por ejemplo, es preferible conocer el contexto histórico en que fue pintado, llámese a esto la condición anímica del artista, las herramientas que utilizó, el ambiente de la ciudad donde vivía, la relación con otros artistas, las modas de la época, y un poco de otros etcéteras.
Imagina la segunda mitad del siglo XIX, en donde toda la escuela de pintura de París pasaba por la rigidez de L´ École des Beux-Arts. Ahí los estudiantes aprendían muy poco acerca del color; plasmar colores puros en el lienzo era una rareza que se hacía a escondidas del maestro. Las enseñanzas se esmeraban en el dibujo, la línea, la forma, la luz y la sombra, una evidente influencia de la academia francesa del siglo XVII.
La creatividad se ahogaba al tener por costumbre la copia de las obras clásicas del Louvre o de los cuadros del maestro del taller, aunque el alumno hubiese demostrado aptitudes para desarrollar sus propios temas, su propia técnica. Aunado a esto hay que decir que para exponer, el único lugar respetado era “El Salón”, espacio creado por la Academia Francesa para impulsar a los nuevos pintores.
La selección para entrar cada año en que se efectuaba “La exposición del Salón”, estaba a cargo de un prestigioso jurado formado por académicos o pintores con gustos absolutamente tradicionales. Algo estaba claro, exponer en el salón se traducía en triunfo, y el triunfo en venta. Tan importante era el suceso, que escritores y poetas como Charles Baudelaire, Paul Valéry, Émile Zola, o Stéphane Mallarmé dejaron cuenta de aquello en fascinantes escritos.
Entonces, imagina el escándalo cuando este puñado de rebeldes llamados impresionistas enviaba sus cuadros al jurado del salón. Esas pinturas llenas de color, de gente común haciendo sus labores, de pinceladas rápidas, de paisajes brillantes, fueron blanco del ridículo. Se decía que sus obras eran bárbaras, faltas de técnica, inacabadas, de mal gusto y peores modales. Alguno llegó a decir que pintar de esa forma equivalía a meter pinturas en una pistola y disparar al lienzo.
Estaban rompiendo con las tradiciones plásticas de una manera violenta. Pero también hubo quien se sintió maravillado, pues los impresionistas no solamente rompen con el canon estético, sino con la idea de la integridad del artista. Este ya no pinta por encargo, pinta por una necesidad, llamémosle espiritual. La fotografía trajo entre otras cosas la pregunta hacia los pintores: ¿si existe la captura de la realidad que es la fotografía, para qué sirve ahora la pintura? Y la respuesta no pudo haber sido mejor: para indagar en vez de obedecer. Indagar dentro del espíritu, de la naturaleza, de las condiciones humanas, de la sociedad, de los sueños, del arte, y que el resultado sea lo de menos pero como respuesta sincera de la integridad del artista. Pues con un gramo de integridad y otro de indagación siempre el resultado será mágico. Y claro, basta apenas comentarlo: con el dominio de una técnica.
Escribe Philip Ball en su libro La invención del color: “Ninguna revolución empieza sin disparos de aviso, aunque estos suelan pasar inadvertidos. Los impresionistas no fueron los primeros artistas franceses que desafiaron el conservadurismo de la Academia: Eugène Delacroix (1798-1863) lanzó el reto en la década de 1830 con unas pinceladas largas y una coloración atrevida”.
Lo que hicieron los impresionistas fue tomar ese camino de color, pero después decidieron pintar afuera del estudio, se acercaron a la gente, soñaron despiertos, dejaron el espíritu libre con el pincel cargado de pintura, pero sobre todo supieron aprovechar el medio siglo de experimentos e innovaciones en la fabricación de pigmentos. De esta forma, los observadores no solamente veían nuevos temas o nuevas técnicas, sino también colores nunca antes vistos.
En franco desafío a la Academia Francesa, en 1874, tras su primera exposición como grupo —Renoir, Monet, Degas, Guillaumin, Pissarro, Silsley, Berthe Marisot y Cézzane, llamado entonces “Sociedad Anónima de Artistas, Pintores, Escultores y Grabadores”— , un análisis referente a las obras principales de la exposición arroja que de los 20 pigmentos principales han sobresalido 12 como nuevos pigmentos sintéticos: amarillo limón, amarillo cromo, amarillo cadmio, naranja cromo, verde esmeralda, verde viridian, verde cromo, azul celeste, azul cobalto, ultramar artificial y blanco de cinc.
En dicha exposición este puñado de valientes fue bautizado como ahora se les conoce: Impresionistas. Esto debido al cuadro de Claude Monet1 llamado Impression. Soleil levant (Impresión. Sol naciente), que enfureció al gran público y fue comentado por el crítico Louis Leroy en su redacción del día siguiente refiriéndose a ellos en tono despectivo, como “Los impresionistas”.
Hoy en día no hay museo alrededor del mundo de los catalogados importantes, que no se enorgullezca por contar entre su colección cualquier trabajo impresionista. Sus precios son estratosféricos y hasta podríamos decir, absurdos. Hay demasiada información que nos lleva a concluir que este grupo de artistas se pueden catalogar como los “padres” del arte moderno occidental. Pues el arte y el artista, a partir de ellos, jamás volvió a ser lo mismo.
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1 Claude Monet se ha convertido en un referente no sólo para el arte y su estudio, sino para la historia de la ciudad de París, pues su casa fue catalogada como monumento histórico. Cualquier libro de historia del arte que se diga serio le dedica un análisis a este rebelde de la paleta. El artista, lejos de pensar en una vida tranquila con la llegada de los años, se dedicó a un trabajo arduo y sin descanso hasta el final de sus días, a los 86 años, en 1926. Se dice que quemó las pinturas que creía de mediana calidad, eso sólo lo hacen los grandes.
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Jorge Durón Olloqui nació en Coahuila y es pintor. Ha expuesto en la galería Vincent, en San Miguel de Allende, y en la galería Ome de la ciudad de Querétaro. Es columnista de la revista electrónica “el otro”.