El cine mexicano en la tempestad

Fotograma del documental "Tempestad" de Tatiana Huezo.

Luis Fernando Gallardo León

Inicia la película. Vemos un par de pies que se mecen como el badajo de una campana, entendemos que se trata de un hombre colgado. La toma se abre y nos muestra que son varios cadáveres que penden de un puente. Es una imagen que hemos visto en México con demasiada frecuencia a partir del pandemónium que ha sido el país desde que Calderón inició la llamada “Guerra contra el narcotráfico”. Más adelante, en la misma película, un hombre es colgado del cuerpo para ser torturado, en el paroxismo de esta escena sus genitales son rociados con gasolina y sus captores les prenden fuego; los genitales del hombre todavía vivo arden. Amordazado, agotado, no puede evitar gritar, sollozar, y desvanecerse lentamente mientras sufre el hórrido suplicio. En un plano completo, sicalíptico, explícito, sin ninguna concesión al espectador, somos testigos de un acto que también hemos visto en fotografías en redes, en prensa, de cadáveres que fueron personas que han sido torturados de esta manera. Pero nunca lo habíamos presenciado tan explícitamente.

Acabamos de describir dos escenas shocking de Heli (2013), la película más exitosa de Amat Escalante. Llamamos escenas shocking, a aquellas que pueden provocar un shock emocional en el espectador por su alto contenido de violencia visual o moral. Y sin embargo estas escenas han estado en la cultura visual mexicana, como dijimos anteriormente, en prensa, en redes, como sucesos de la realidad. Nos llegan a los celulares, las compartimos. Dijo alguna vez Carlos Monsiváis que el morbo es una pasión legítima: queremos presenciar lo inenarrable. El cine de ficción nos permite revivir los aspectos más deleznables de la realidad. Es un cine-espejo en cierta manera. Como ocurrió con el Neorrealismo Italiano en su momento, la realidad era tan cruda, sus historias tan dramáticas, que los cineastas comenzaron a tomar dictado de la realidad. No era necesario crear mundos.

En los Estados Unidos hubo una furiosa reacción al neorrealismo, frente a una corriente sospechosa de “socialismo” por su contenido, esta reacción constituyó el cine escapista: el cine para divertirse y olvidarse de la realidad, después de todo la realidad está ahí, quiera uno o no. Es una de las razones que explican la esquizofrenia de la taquilla mexicana de la última década, donde conviven las comedias románticas plagiadas/citadas/homenajeadas del cine americano, la mayoría de las veces frívolas, estúpidas y mal hechas (con excepciones); frente al cine de arte, donde la realidad cruda se pone frente al espectador (en una de sus vertientes).

Pero la realidad siempre se filtra en el cine de una u otra manera. Sea este realista o no. En los excelente escritos de Marc Ferro, queda perfectamente claro que cualquier película sirve para estudiar el periodo histórico en la que fue filmada. No obstante, estos últimos doce años de producción fílmica si algo reflejan es la falta de valor que la vida humana tiene en México, en otras palabras: en nuestro país la vida no vale nada.

De esto habla Achille Mbembe en su famoso ensayo Necropolítica, donde refiere cómo el poder político puede sistemáticamente desvalorizar la vida de algunos, y con políticas de estado propiciar su extinción o muerte, lo que ha pasado en México por años con las comunidades indígenas. Se decía sobre el zapatismo que estalló en 1994 que “quizá el mayor aporte del EZLN fue dejar al descubierto la situación de marginación y pobreza padecida por los indígenas”. Veinticuatro años después del EZLN, la situación indígena no ha cambiado un ápice; en la película Los herederos (2008), de Eugenio Polgovsky, centrada fundamentalmente en el trabajo infantil, la mayoría de las comunidades que visita son indígenas. La gran metáfora del documental de Polgovsky es que los herederos son esos que heredan la misera milenaria de sus padres y abuelos; que la niña que hila será la anciana que lleva agua a su cuarto de lámina y cuya rueca es un símbolo del ciclo de la miseria en México. Este sistema ha operado contra las comunidades indígenas en México por años. Según el ensayo del notable pensador africano, para el poder político siempre hay vidas sacrificables.

Los estudiantes, por ejemplo. Si establecemos la misma metáfora entre la masacre del 2 de Octubre de 1968 y los 43 normalistas de Atyotzinapa, queda muy claro. Si estudiamos el lenguaje del periodismo pagado, encontraremos una gran antología de la desvalorización de la persona humana, pues se califica al estudiante de vándalo, criminal, agitador, terrorista, ladrón, etcétera. Todo lo cual tiene como finalidad justificar la acción represiva del Estado. Gustavo Díaz Ordaz comparó a los estudiantes con el agua corriente en un vaso “que a veces hay que derramar para que no se reviente”. La primera reacción del gobierno federal frente a los 43 normalistas de Ayotzinapa fue tratar de que la noticia no trascendiera en los medios de comunicación, ignorarla para que se diluyera, aunque la presión internacional obligó al gobierno a reaccionar once días después de los hechos.

Al llegar la “guerra contra el narcotráfico”, dio la impresión de que todas las vidas humanas en México eran sacrificables. Todas. La de cualquier mexicano, de cualquier nivel social o político. Es el México de “sálvese quién pueda”. La muerte de inocentes durante la guerra contra el narcotráfico fue considerada “daño colateral”, el lenguaje de la desvalorización de la vida de estos tiempos. Si cuantificáramos y cualificáramos el daño colateral, tendríamos la imagen perfecta del terror que ha sido vivir en México estos dos sexenios. Y para los que han sido invisibilizados siempre ha sido mucho peor.

Uno de los más brutales episodios de esta guerra fue la masacre de los 72 migrantes en el ejido de El Huizachal del municipio tamaulipeco de San Fernando. Los migrantes son otro sector invisibilizado y cuya dimensión humana parecen no importar a los gobiernos. Sobre este feroz homicidio perpetrado por los Zeta, filmó un cortometraje el cineasta mexicano Michel Grau que actualmente se puede ver por Vimeo, titulado 72, producido por el canal de televisión de paga TNT, y que pertenece a una serie televisiva llamada Fronteras en la que se invitó a varios jóvenes directores latinoamericanos a filmar un cortometraje. La masacre de 72 indocumentados en San Fernando, era parte de una estrategia de reclutamiento de los Zetas, si aceptabas pertenecer al grupo vivías pero bajo las condiciones de vida de un sicario; si no aceptabas terminabas torturado y fusilado. Secuestraron a muchos jóvenes de clase baja y media con estos fines y con estos mismos resultados: pero los jóvenes mexicanos eran más problemáticos, tenían un nombre, tenían una familia. A veces aparecían en medios, levantaban investigaciones. Los migrantes podían ser eliminados sin molestia (nos da terror escribir de esta manera). Lo paradójico del caso es que muchos migrantes venían huyendo de la violencia de sus respectivos países (violencia económica, política y social). Por ejemplo: de la violencia de las pandillas. Eran seres humanos en búsqueda de una vida mejor y nunca se imaginaron la pesadilla que vivirían en México, donde encontraron la crueldad desmedida, la demencia y la muerte.

Fotograma del documental “Tempestad” de Tatiana Huezo.

Otro sector de la población que ha sido invisibilizado en México por años es el de las mujeres. Aunque la violencia de género ha existido desde siempre en lo que llaman las pensadoras feministas el heteropatriarcado, el lenguaje de la violencia de género es realmente contemporáneo, y su uso común se dio en el nuevo milenio. Comenzó a ser una realidad en México en los años noventa a partir de las llamadas “muertas de Juárez”, lamentable cadena de feminicidios que asoló a las trabajadoras de las fábricas maquileras de la ciudad fronteriza. Desde hace décadas, el cine mexicano ha abundado en películas sobre la condición de la mujer; Santa, la película clásica mexicana de 1931 (y la anterior, silente, de 1917) que adapta la novela homónima de Federico Gamboa, exponen la condición de la mujer como víctima del sistema. Pero lo contemporáneo es un nuevo lenguaje ideológico (en un marco filosófico y conceptual más profundo), que acuña la noción de trata; la prostitución como esclavitud; la violencia de género en la cultura. Como notable precursora de esta nueva reflexión política, Las Poquianchis (1976), de Felipe Cazals, acentuaba precisamente el poco valor que una mujer tenía como objeto en el mercado sexual; el maltrato y el homicidio sistemático como forma de renovación de un siniestro catálogo femenino.

El notable cortometraje didáctico de Amat Escalante, Esclava  (2014), que se puede ver en Vimeo, expone algunos hilos de la complejidad de la trata en México, en 13 minutos. Con mayor profundidad y amplitud lo hace también el cineasta David Pablos en su película Las Elegidas (2015), cuyo original literario es una breve novela experimental del escritor Jorge Volpi. Sobre la película, la crítica de cine Anne Wakefield Hoyt ha escrito: “en el ambiente de violencia y corrupción que el crimen organizado ha creado en el país, ninguna de nuestras antiguas nociones de lo normal aplica. La adorable familia de Ulises en realidad se dedica al rapto de adolescentes para forzarlas a la prostitución”. Pese a que estas últimas películas no vinculan al crimen organizado con el tema de la trata y los feminicidios, durante estos años se hizo pública la correlación entre corrupción, poder político y crimen organizado en el negocio millonario del tráfico de personas.

¿Pero este coctel: corrupción, poder político/económico y crimen organizado, no es la causa de toda esta debacle moral de principios del siglo XXI? La verdad es que la mayoría de los acontecimientos más atroces en México, en este nuevo milenio, muestra evidencias de esta triada. Hemos sabido, a través de la prensa internacional, que el Gobernador del Estado de Coahuila vendió literalmente el estado a los Zeta. Las evidencias de un narcoestado mexicano explican el surgimiento de las autodefensas, ya que el ciudadano está completamente indefenso frente a la colusión del poder político y el crimen organizado.  Entre los discursos fílmicos que exhiben esta colusión, se puede contar El infierno (2010), de Luis Estrada, pero el tono de farsa trivializa un tema demasiado doloroso.

La ficción que mejor representa esta colusión y que expone mejor la indefensión del ciudadano (y el sentir de muchos mexicanos en ese momento histórico) es definitivamente Miss Bala (2011), de Gerardo Naranjo. La búsqueda de auxilio del gobierno por parte del personaje femenino Laura Zapata (Stephanie Sigman), como en la Justine del Marqués de Sade, siempre conduce a un callejón sin salida, uno hórrido. Miss Bala es la gran metáfora de la desesperación y desolación del ciudadano en un país que zozobra en la ingobernabilidad.

¿Pero cómo era la gobernabilidad priísta? Dos excelentes películas que exploran los aciagos tiempos del negro Durazo, Mexican Ganster (2015), de José Manuel Cravioto, y La cuarta compañía (2016), de Amir Galván Cervera y Mitzi Vanessa Arreola, dan cuenta de una gobernabilidad, que parte de la estabilidad de la triada: gobierno/corrupción/crimen organizado, donde llega a ser casi imposible diferenciar las partes.

Pero en la era de la ingorbernabilidad, el poder político soltó las riendas. Hace no pocos meses, el presidente de México, Enrique Peña Nieto, canceló una gira de trabajo en Reynosa, Tamaulipas, ya que el Estado Mayor Presidencial no podía garantizar su seguridad. ¿Si el Ejército mexicano no puede garantizar la seguridad del presidente, puede garantizar la seguridad de los ciudadanos? La respuesta parece obvia.

Y sin embargo, la gran idea del gobierno, desde Vicente Fox hasta el sexenio de Enrique Peña Nieto, ha sido fortalecer la militarización efectiva del país, en la práctica, y con un forzado marco legal. Pese a ser una institución muy respetada y admirada en México, la milicia nacional ha estado involucrada en innumerable cantidad de penosos hechos represivos a lo largo de la historia: La sombra del caudillo (1960), la famosa película de Julio Bracho, adaptación de la novela homónima de Martín Luis Guzmán, narra la masacre de Huitzilac, donde fue fusilado sumariamente el general Francisco R. Serrano y otros militares y civiles que lo apoyaban. En la raíz misma del estado revolucionario, el ejército es utilizado para componendas políticas execrables. Pero el ejército nunca es exhibido en el cine mexicano (la anterior película fue enlatada 20 años): es un campo vacío lleno de contenido, un silencio que grita, una ausencia que acentúa la presencia. No aparece en Rojo Amanecer (1989), de Jorge Fons, que narra la masacre del 2 de Octubre 1968 en Tlatelolco; no aparece en Bajo la metralla (1983), de Felipe Cazals, que narra hechos de la guerra sucia de Luis Echeverría Álvarez. Y las películas en las que aparece fueron bloqueadas, censuradas o vistas solo en funciones especiales como es el caso de El grito (1968), de Leobardo López Aretche.

Han tenido que pasar 110 años de cine mexicano para que una película exprese sin cortapisas de ningún tipo el papel represivo de las fuerzas armadas en México: El violín (2005), de Francisco Vargas. Se puede enmarcar esta película en el contexto de la militarización de Chiapas tras la aparición del EZLN. Pero ni el gobierno, ni la historia, puede ocultar el penoso papel del ejército en la masacre del 2 de Octubre de 1968; en el asesinato de los 43 normalistas de Ayotzinapa; en la masacre de Tlatlaya; en el homicidio de dos jóvenes indefensos en las afueras del ITESM de Monterrey, entre muchas otras (incontables otras). El encubrimiento en la mayoría de los casos solo acentúa la certeza del papel del ejército en todos estos hechos.

El sexenio de Enrique Peña Nieto no mejoró las cifras de muertos de Calderón, pero controló mucho mejor a los medios de comunicación que hicieron un pacto de autoregulación (autocensura) para evitar exaltar o romantizar a los narcotraficantes. En términos prácticos, el gobierno actual trata de evitar que los hechos de sangre lleguen a las grandes masas, pero no contaba con el nuevo poder ciudadano de las redes sociales. Y el pandemonio continúa. En este  sexenio han muerto 41 periodistas; se ha roto el récord de Felipe Calderón en materia de muertos por la guerra contra el narcotráfico, y también se ha roto el récord de feminicidios.

El sexenio cierra, cinematográficamente, con el documental Tempestad  (2016), de Tatiana Huezo, que es quizá el gran relato de dos sexenios de zozobra, en los que la vida humana en México no vale nada, ni para el poder político, ni para los poderes fácticos. Dos personas destruidas por el terremoto que ha sido la guerra contra el narcotráfico tratan de levantar los escombros de su vida. Encontramos en Tempestad, los rescoldos de doce años de tormenta. Actualmente, el ciudadano común sigue invisibilizado: los damnificados por los recientes terremotos en México han visto el dinero de la reconstrucción utilizado en gastos de las campañas políticas mientras siguen buscando reparación a los daños físicos y morales del desastre natural: pero protestan frente al vacío.

¿Algún día veremos la transición de la necropolítica a la política? ¿Algún día serán visibilizados los invisibles, los que nada importan? Es difícil vislumbrarlo en medio de la borrasca. El llamado sexenio del socavón cierra muy bien con un diálogo de La tempestad de Shakespeare, cuando Ariel hace zozobrar la nave: “¡El infierno esta vacío! ¡Aquí están los demonios!”. Y sí, ese es México… en la tempestad.

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Egresado del CUEC, Luis Gallardo es profesor de cine, ensayista, guionista de televisión y crítico cinematográfico.