José Emilio Pacheco, la nostalgia que nunca cicatriza

Pável Granados

 

José Emilio Pacheco es un eterno alumno de la vida, Pacheco ha aprendido pocas certezas: El pasado no es bello. El presente es terrible. Y si vemos con esperanza el futuro es sólo porque se presenta con una máscara hecha para engañar. Manda una tarjeta de presentación prometedora. Pero tarde o temprano va a parar al mismo sitio, al jardín impenetrable de eventos ocurridos. Y lo que hemos perdido hace unos momentos se ha perdido tanto como se ha perdido el momento más remoto de la Historia. Sí, de la Historia que se escribe con mayúscula, de la que pasa ecuestremente, lejos de nosotros. Vendrá el Mañana, de alguna manera u otra. El Mañana es un país que alberga historias bellas, es el resultado del sacrificio del Hoy. Sacrificamos el Ahora para que surja de sus cenizas el Después, dichoso y radiante, como siempre lo soñamos.

He aquí una serie de consejos didácticos que recibe el estudiante del mundo, aquel que habla constantemente en la obra de José Emilio Pacheco. Aquel que en el fondo no aprende nada porque la poesía carece de experiencia. O aprende que nada hace experiencia. Nada dos veces. Ningún minuto se parece al que sigue, y a su vez es completamente diferentes del anterior. ¿Cómo es posible que tan a menudo los confundamos? ¿Cómo es que pasamos la mano de la memoria por tantos momentos dichosos, irrepetibles cada uno de ellos, y luego los generalizamos con el nombre de “felicidad” como si eso los explicara? La tristeza… bueno, por lo menos ésa pasa y se va a reunir con todas las aguas, y en la lejanía adquiere una tonalidad menos sombría. Es engañosa… “Hasta podría volver a vivirla”, pensamos. Hasta ese grado engaña la perspectiva del recuerdo. Se comienza, por eso, a construir la nostalgia, ese volver a pasar el tiempo entre las manos. Aunque la nostalgia no es, generalmente, pasar las manos por ningún lugar, ya que muchas veces crece independientemente de la experiencia.

Por eso, la nostalgia siempre es un ejercicio de la creación. Ni siquiera estamos seguros de nuestros recuerdos. Y eso por no hablar de la serie de nostalgias heredadas, las cuales ni siquiera son posesión de la memoria. “¿De ese horror quién puede tener nostalgia?”, se pregunta el narrador de Las batallas en el desierto. Pero la nostalgia engatusa, pues quiere que volvamos a un sitio en el que no hemos estado nunca. Es que el Mañana ha rasgado su disfraz y muestra su verdadero rostro que se llama: el Ahora: A los veinte años nos dijeron: “Hay que sacrificarse por el Mañana”. Y ofrendamos la vida en el altar del dios que nunca llega. Me gustaría encontrarme ya al final con los viejos maestros de aquel tiempo. Tendrían que decirme si de verdad todo este horror de ahora era el Mañana. (“El mañana”).

La poesía de Pacheco, maquinaria del desengaño, que emite el grito de Fausto al instante, ¡detente, que eres tan bello!, sólo para atraparlo y desenmascararlo. Sus ideas fluyen por este río heraclitiano y de manera obsesiva le dan forma a sus principales obras. Así, durante la recepción del Cervantes en la Universidad de Alcalá de Henares, volvió sobre ciertos temas constantes, el instante perdido para siempre, lo remoto del pasado cercano, la necesidad de dialogar con la tradición, la literatura como un sitio lleno de relaciones insospechadas. El niño que vio en 1947, sobre el escenario de Bellas Artes, la adaptación teatral del Quijote que hiciera Salvador Novo, y que descubrió entonces el poder que significa imaginar. Novo: aquel que además, en 1936, consiguiera el escenario de Bellas Artes para que Lorca estrenara en él “Bodas de sangre”, con la actuación de Margarita Xirgu. Y José Emilio Pacheco, en España, recordando esas relaciones entre obras, autores y países. De ahí su mención a Francisco A. de Icaza: “El mexicano de España y el español de México a quien no se le recuerda en ninguna de sus dos patrias.”

Curiosamente, en la obra de Pacheco el pasado está más presente de lo común. Ilusión óptica que pretende ver el presente desde el pasado, colocarse más allá, desde atrás para recordarle al presente su origen, la red de afluentes que lo alimenta. La ciudad, la historia de México, están desentrañadas en estos términos (en obras que tienen influencias de Beckett, los epigramas griegos, Alfonso Reyes, Octavio Paz) en Morirás lejos, El principio del placer, Las batallas en el desierto. Todo es un transcurrir, y las historias más personales están alimentadas de una circunstancia histórica única –y una conciencia de los personajes de estar en un mundo a punto de dejar de ser para siempre. La eterna agonía del instante tiene su otra cara menos oscura en su obra: “Todo debe cambiar sin tregua. Estamos aquí porque desaparecieron los que estaban antes. Nos vamos para que otros ocupen nuestro lugar” (Letras Libres, julio de 2009). Sus textos pertenecen sobre todo a lo colectivo, por sobre lo individual, ya que las experiencias personales tienden a diluirse… Es la causa por la que, en medio de ese morir continuo, el gran parteaguas sea el terremoto de 1985. Aunque Las batallas en el desierto se haya publicado en 1981, es la elegía de la ciudad antigua, de la que no pude conocer, registro de costumbres antiguas, esplendor de la doble moral, la sensibilidad omnipresente de los boleros, el hábito de callar, la represión del sentimiento…

En 2007, en una encuesta de la revista Nexos sobre “Las mejores novelas de los últimos 30 años”, Noticias del Imperio (Fernando del Paso), Las batallas en el desierto y Crónica de la intervención (Juan García Ponce) ocuparon los tres primeros lugares. Su trabajo como crítico no es menor. Es constante y prolífico: en su columna Inventario, en sus antologías (principalmente: Antología de la poesía mexicana. Siglo XIX y Antología del Modernismo), en sus conferencias anuales del Colegio Nacional. Hay dos aspectos que me interesan fundamentalmente: la lucha anticolonial de su obra, poner la literatura mexicana en diálogo con América Latina, Europa, etcétera. Sin miedo de las influencias: el deber de terminar con la visión de las influencias literarias como una angustia, un poder del Autor sobre sus imitadores. Por el contrario, la legitimidad del escritor para conquistar sus influencias: Al doctor Harold Bloom lamento decirle que repudio lo que él llamó la “ansiedad de las influencias”. Yo no quiero matar a López Velarde ni a Gorostiza ni a Paz ni a Sabines. Por el contrario, no podría escribir ni sabría qué hacer en el caso imposible de que no existieran Zozobra, Muerte sin fin, Piedra de sol, Recuento de poemas. (“Contra Harold Bloom”)

El otro aspecto: la necesidad de dialogar constantemente con la tradición. Aun cuando la tradición se trae puede no escuchársela, dice algo, se expresa a pesar de ignorarla. Regresar al siglo XIX, al Modernismo, a los Contemporáneos, no es regresar en estricto sentido. Es preguntarse de dónde proviene lo que está aquí, dentro del texto actual, una especie de inconsciente de la literatura. Al volver sobre el Modernismo (en 1969) escribe el texto ejemplar e insustituible que precede su Antología. En él, el Modernismo, comprendido en su totalidad, es puesto a dialogar con la tradición de la poesía moderna. Está la enunciación de una poética, las principales etapas del movimiento, la concepción social de los poetas… Fue un texto que detuvo una tendencia en la crítica que oscilaba entre el desprecio y el desconocimiento del Modernismo mexicano. Una característica que aparece recurrentemente en sus textos: una petición al lector para que se detenga y escuche el rumor de la tradición como uno más de los factores novedosos del arte. Es lo que se me ocurre al repasar mi admiración por la obra de José Emilio Pacheco.

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Pável Granados es ensayista, curador y musicólogo. Es director de la Fonoteca Nacional.

Pável Granados. Por Fernando Lezama