Lo extraño en las alturas: una selección de cuentos de Héctor Zalik

"Los peces". Por Fernando Lezama.

 

Ángel

 

Los pasos presurosos de una madre llenaban las calles de Real del Monte. La lluvia, participante de su premura, cargaba en brazos a su hijo enfermo. Al cruzar los arcos entró a la tienda de pastes como si fuera la capilla de un gran santo. Juan la miraba desde atrás de la barra, sabía lo que busca. Ella le rogó por el amor de Cristo nuestro señor que la ayudara.

─¡Juan!, no le baja la calentura.

─Conoces los riesgos: puede ser tanto una cura como la muerte ─él la observó dudoso.

─¡Por favor, te lo pido por la Virgencita!

Juan suspiró como si él mismo tomara la decisión. Conoce las glorias y los peligros de su remedio, también conoce a la mano santa que los concede. Dirigiéndose hacia la cocina llamó a uno de los panaderos. Ángel respondió al llamado trayendo una charola de pastes malhechos, algo quemados y, en definitiva, nada antojables.

─Pensé que ya habíamos cerrado ─comentó el indignado panadero de apenas 20 años.

En contraste, la madre veía los pastes como el cáliz en el cual Jesucristo compartió su sangre. Tomó uno con el sumo cuidado de una reliquia y se llevó al niño a una silla. Ángel, con la actitud de un adolescente rebelde, sacó una botella de tequila y le dio varios sorbos.

─Cuántas veces te he dicho que aquí no ─increpó murmurando Juan como apenado. Ángel eructó retador y continuó con sus labores.

Mientras, el niño ya se había comido la mitad del paste y sus ojos entrecerrados comenzaron a abrirse: sus mejillas rojas volvieron a ser rosadas y el sudor se convirtió en desierto. La expresión de la madre es un grito feliz que resuena en todo el universo; las estrellas miran de reojo hacia la tierra.

─!Gracias, gracias! ─le dice a Juan─, ¿crees que pudiera agradecerle?

Juan volteó a ver al malcriado de Ángel, seguramente está escuchando por esos audífonos una canción metalera sobre el infierno, ¡hell yeah!

─Pues es que no tiene caso.

La madre, conocedora de la situación, mira a Ángel a la distancia y en silencio le dice «gracias», mientras una lágrima se agolpa en su esclerótica.

Ése era ángel, el niño huérfano hijo de Dios que había llegado por intercesión divina a las manos del párroco local. Fue el primero de enero de hace veinte años. El párroco vio como bajaba desde lo alto de la cúpula un bebé con alas y se posaba a los pies de la imagen de la Señora del Rosario. Sí, él mismo lo cuenta llorando; una voz le mandó cuidar a la criatura. Y como ciervo del Señor, juró y perjuró que lo instruiría en la fe. Y el resultado no ha sido muy bueno que digamos, pero tampoco es culpa del religioso; ¿será que tal vez se acercan los tiempos del apocalipsis, o es el signo de una sociedad neocapitalista hiperbanalizada?

A la edad de un año ya era famoso en todo el pueblo, sus alas milagrosas hacían que se cumplieran los deseos de todos. Pero en un misa, la ambición de algunos lugareños los llevó a atacar al pequeño ser y le arrancaron sus alas para venderlas como objetos milagrosos. El pobre ángel desplumado quedó temeroso al pie del atrio, mientras la furia del párroco los mandaba a todos al infierno. Desde entonces dejaron de ocurrir los milagros del niño; de hecho se podía ver en sus ojos que algo en él había cambiado.

Sin embargo, Ángel fue noticia nacional a la temprana edad de 5 años. Todo sucedió cuando una mina colapsó parcialmente y dejó malherido a un hombre. El párroco ya le estaba dando la extremaunción, cuando Ángel tocó su pecho y una luz etérea entró en el corazón del enfermo. Ante la mirada atónita de los presentes, el minero ya estaba en pie cuatro horas después. Los milagros habían vuelto. Realmente no hubo duda sobre la identidad del pequeño, de hecho, Juan les dijo que ya había un antecedente y les hizo leer, a todos, la única biografía autorizada que existe sobre un ángel: Un señor muy viejo con unas alas enormes. Así, llevaban al niño a bendecir las cosechas, las casas, las bodas, los bebés; casi todos los enfermos se curaban… y si no… fallecían con una paz envidiable. Y hasta una vez lo llevaron a posar su mano sobre las finanzas del pueblo, ese año no faltó ni un centavo en los gastos del gobierno. Los milagros llegaban al por mayor y con ellos los forasteros, quienes también recibían milagritos así no más. Cuestión que provocó los celos de los pobladores, pues sentían que les robaban los favores divinos. El párroco estaba más bien preocupado por la seguridad del niño, pues sucedió que un extraño estuvo a punto de llevárselo a la capital para hacerse rico en la bolsa de valores. Por eso mismo un buen día el párroco los juntó a todos y les dijo que el niño era del pueblo y que por tanto debían protegerlo, que la voluntad de la Señora del Rosario era que se instruyera en la fe y que sólo así, de grande, podría saber su misión en la Tierra. Entonces pidió ocultar al muchacho y que los milagros nada más fueran para los del pueblo; pues si aquí llegó, aquí quedó.

El secreto fue guardado. Ángel creció bajo el amparo de la cruz. Los domingos se llenaba la misa, todos pedían sus deseos en silencio al monaguillo milagroso. El pueblo creció en fe y el pacto de no exponer más el niño, al mundo, dio frutos a todos. Cuando un reportero preguntaba, simplemente le decían que fue puro engaño, que en realidad todos los niños son santos.

Pero Ángel creció y la pubertad no le sentó como todos esperaban. A los trece se emborrachó durante toda una semana; a los catorce comenzó a fumar; a los quince escuchaba puras bandas metaleras; a los dieciséis lo encontraron besándose con una mujer mucho mayor que él. Y ya con diecisiete años, el párroco mejor lo mandó directo a la capital para ser seminarista; pero seis meses después ya se andaba robando, de una librería, un disco de Ángeles del Infierno y una edición comentada de Así habló Zaratustra. Pasó una noche en la cárcel y devolvió lo hurtado, luego dejó el Seminario. Cuando regresó a Real del Monte, y a pesar de negarse a retomar a Dios, el párroco le dio refugio como si fuera su propio hijo. Desde entonces ha pasado por distintas profesiones: artesano, contador en una funeraria, microbusero y, finalmente, panadero. Es comprensible que sus milagros sean cada vez más difíciles de obtener: en primer lugar porque es ateo y, en segundo, porque o anda borracho o está deprimido. Sus pastes a veces logran curar, pero otras… si está de mal humor… pueden ser la muerte.

Hoy, Ángel se encuentra nuevamente alcoholizado enfrente de la panadería, sus ojos miran hacia las estrellas como soñando con una vida lejana. Juan cierra el local y se acerca a su trabajador; el peor panadero que ha tenido y a la vez el mejor. Se sienta a su lado, quiere ayudarle, pero es terco como nuez y ciego como… como sólo un ángel puede serlo.

—Eso de hacer pan no es lo mío, pero tampoco sé pa que soy bueno —afirmó Ángel.

—Por qué no te regresas al Seminario, te sabías de memoria los evangelios.

—Naaah, me aburría mucho. Además, aunque se me apareciera el mismísimo Dios, no creería en él.

Juan calla como el espectador que se sumerge en las sombras del teatro. Quiere subirse al escenario donde está Ángel y mostrarle que él es la estrella de este mísero pueblo, tal vez de este mundo. Sí, él puede hacer todo lo que quiera… él puede… aunque también puede emborracharse hasta la inconsciencia, pues eso es lo que termina resultando cada semana. Su mejor profesión es convertirse en un costal alado. Ésta es la puesta en escena de un dios que otorga alas, mas no recuerdos.

Los pensamientos de Juan fueron interrumpidos por Sara, dulce enredadera que busca sumirse en las alas esquivas del divino ser.

—¡Angelito adorado!

—Ya te dije que esa vez estaba borracho —argumenta Ángel como tratando de sacarse los besos de Sara.

—Ash, ¿y orita no?, ándale ven conmigo.

Y alentado por Juan, Ángel se abraza de Sara para encaminarse a ese callejón fatigado de murmullos y del viento sigiloso.

Un gato maullaba a lo lejos; un charco salpicaba la llanta de un auto; y unos golpes en la puerta despertaron al párroco José. Sara pegaba más y más fuerte como tratando de derribar al mundo.

—Mija, pero, ¿qué pasa?

—Ángel se quedó dormido de borracho, y abrazado a un poste.

—¡Válgame Dios!, hay que traerlo antes de que lo descubran los turistas. Voy por unas cuerdas.

Ángel se había quedado abrazando un farol junto al quiosco del pueblo. Flotando, como suele suceder, a unos centímetros del piso. El párroco desató sus brazos anudados y le amarró una cuerda en la cintura. Y así, bajo la luna silenciosa, se lo llevó cuesta abajo por la calle como papalote.

Allí iban los tres: Sara pensativa, el párroco jalando la cuerda y Ángel, ahogado de borracho, flotando como un gran globo congestionado.

—Oiga padrecito, cree que si nos casamos Ángel y yo tengamos angelitos.

—El agua y el aceite no se mezclan, mija.

—… oiga, por qué nos envía diosito un ángel que no se acuerda que es ángel.

—¡Pos que no todos somos así!, ¿o que alguien se acuerda de lo que fue antes de venir a este mundo? No hay que cuestionar los misterios del Señor.

Vaya imagen la de estos tres en la penumbra de la calle, eran los guardianes de un secreto bastante extraño. Cuando Ángel regresó de la capital y negó a Dios, hubo toda clase de intentos por hacerle notar sus privilegios divinos. Lo llevaron ante una ciega y le dijeron que sólo hacía falta que él lo deseara para devolverle la vista. Ángel supuso que se trataba de una broma y se fue a buscar un trago; pero justo cuando salió a la calle un camión atropelló a un niño. Trató de ayudarlo y llamó al número de emergencias. Cuando lo estaban subiendo a la ambulancia, agonizante, Ángel le dijo que se iba a poner bien. En dos horas el niño salió ileso del hospital. Para convencerlo de sus milagros le llevaron al niño, quien aseguró que había visto la luz al final del túnel y luego la cara bendita de Ángel que lo llamaba de regreso a este mundo. Pero para ese momento Ángel ya traía tantas copas encima que se reía de todo lo que le decían, luego invitó un trago para todos y la cosa quedó allí. Tiempo después, Juan le mostró un video de él mismo durmiendo y de cómo levitaba por arte celestial, pero Ángel nada más se burlaba diciendo que por eso siempre soñaba que volaba por las estrellas. El párroco también hizo cuanto pudo; le mostró fotos de sus etéreas alas de bebé; le enseñó periódicos donde hablaban de sus milagros; lo llevó con los ancianos para que certificaran su don… pero la terquedad persistió. Él quería que le trajeran la pluma de un ángel, o una hoja del paraíso, o una barba de Dios. El párroco le decía que él era la prueba, que él mismo podía encontrar todas las respuestas. Entonces, una mueca incrédula salía del divino ser, y su furia decantaba insultos impensables. La gente que lo quiere dejó de insistir en el tema, no fuera a ser que un día mande a todo el pueblo al infierno.

Amaneció. Ángel flotaba a unos centímetros de su cama. El reloj estaba a punto de romper el mediodía. Ángel comenzó a despertar y descendió hasta tocar la cama. Se estiró y bostezó con aullido bestial. Y su desayuno, en charola de cobre, se oxidaba a los ojos del impaciente párroco.

—Ayer tuvimos que arrastrarte desde el quiosco por borracho.

—Mmmmm.

—Cuando eras apenas un bebé te encontré en el altar de la iglesia…

—Sí, sí, y tenía alitas y revoloteaba como abejita.

—Esa vez, vi en lo alto de la cúpula a Nuestra Señora del Rosario; me dijo que te cuidara. Y yo le prometí que te enseñaría la fe. Cuando eras monaguillo fuiste el niño más feliz de la tierra. Y ahora… mírate nomás… eres un milagro alcoholizado. ¿Por qué no retomas el camino de Dios?

—No me interesa.

—Muy pequeño comenzaste a hacer… milagros, y por eso te puse Ángel, porque eres un milagro de Dios. ¿Por qué te cuesta tanto creerlo?

—Yo no creo en los milagros.

El párroco miraba al piso como examinando los pedazos rotos de su esperanza. Fueron años los que pasó ensoñado, pensando que el pueblo había sido escogido por Dios para ser habitado por un ser del cielo. Pero ahora recibía la bofetada de un hijo que niega a su padre, a todos sus padres, una especie de ángel caído en la niebla del olvido. Un ángel sin fe, ateo, y por eso mismo, una mariposa de alas castradas. Para la gente del lugar era un Santo Tomás milagroso; la gallina ciega de los huevos de oro; una burla del creador a sus propias creaciones. Era el milagro de no saber de milagros.

—Bueno, si no quieres el camino del Señor, ¿qué quieres?

—Todos los días me lo pregunto: ¿qué quiero? Es como un taladro dentro de mí, ¡y por más que escarbo no encuentro nada!

Y luego abrió los cajones en busca de ropa, se puso una playera con la imagen de un águila; luego, salió volando. El párroco apenas pudo advertirle que ya lo esperaba el alcalde, quien, apenas lo vio, se lanzó como suplicante zopilote:

—¡Mijo!, tienes que ayudarnos. Hay muchos problemas: hay un cerro que se está desgajando; la siembra se pudre por las lluvias; el partido opositor va a ganar las elecciones; me duele una muela y no me deja dormir por las noches.

—¿Y yo qué chingaos puedo hacer? No hago milagros —respuesta tajante pero predecible.

—Sólo di que todo va a estar bien.

—¡No! Nada va a estar bien.

Sus interlocutores se estremecieron ante la terrible sentencia. Pero la furia de Ángel no paró allí, se volteó hacia el religioso y, como si cometiera un parricidio, afirmó:

—Y si por mi fuera, Dios se hubiera quedado muerto en el siglo diecinueve… Además, odio el nombre de Ángel.

Al párroco se le escurría el alma por los ojos, vio a su ángel alejarse por el pasillo.

Ahora, Ángel está sentado al pie del Monumento al Minero. Entre la penumbra de la noche, pareciera como si estuviera salpicado de carbón. Tiene en la mano una cerveza. Traga a tragos y, en un arrebato de ira, avienta el envase por el puro placer de ver cómo se hace trizas. Ángel se tapa la cara unos momentos y alza la vista a las estrellas como haciendo una pregunta. Recoge el pedazo de vidrio de la boquilla. Finalmente, camina hacia la nada.

Otra vez están tocando a la puerta, pero esta vez es Juan el que golpea como tratando de abolir el mundo. El párroco sale escondiendo sus lágrimas. Juan lo alerta:

—Nuestro desangelado muchacho está a punto de suicidarse.

En la cantina, Ángel sostiene la boquilla de la cerveza en su garganta. Sara trata de calmarlo. Abruptamente entran Juan y el párroco. Y, como un padre a su hijo, se le acerca.

—Hijo mío, no hay por qué adelantar lo inevitable.

—Es que no me hallo en el mundo.

—Pero dentro de ti puedes encontrar lo que buscas. El reino de Dios está dentro de cada uno. Ve allí; allí encontrarás las respuestas.

—Pero no sé quién soy.

—Sí lo sabes. Todos lo sabemos. Prueba con las cosas que te gustan. Por ejemplo… te gustan las estrellas del cielo.

—Y cuando sueñas te gusta volar —señaló Juan.

—Y además haces milagro… te gusta ayudar a los demás —expresó Sara.

—Es cierto, me gusta mirar las estrellas, me gusta soñar que vuelo, me gusta ayudar a los demás… mmm… ya sé lo que debo ser en la vida…

El silencio doblegó la cantina. Hasta el borracho más indiferente volteó a mirar. Unas alas etéreas comenzaron a deslizarse por la espalda de Ángel. Una luz divina lo iluminó. El párroco se hincó. Las botellas dirigieron el oído. Las sombras se evaporaron y se abrió un hueco en el cielo, por fin reconocería la razón de su existencia. Todo el universo se detuvo para escuchar… Pero como la respuesta tardó en salir de los labios del divino ser; Sara se atrevió a sugerir:

—¡Un ángel!

—No… ¡un piloto aviador!

La luz y las alas se desvanecieron. El párroco lo miró incrédulo. Juan se quedó boquiabierto. Sara se rio discretamente tapándose la boca.

Ángel les agradeció, con lágrimas, el que lo hubieran ayudado a descubrir su vocación. Les dijo que jamás iba a olvidar lo que hicieron por él. De hecho, los abrazaba con tal cariño que tuvieron la sensación de estar en el cielo. Y, ante la mirada atónita de todos, Ángel dibujó una sonrisa etérea, como un millón de galaxias explotando. Salió de la cantina, literalmente, flotando. ¡Sí, ahora sería piloto aviador!

 

 

Siameses

 

Para Ana Oropeza, quien ideó originalmente esta historia.

 

Paola agarraba con fuerza el florero destrozado. A sus pies, el cuerpo de Miguel con la nuca ensangrentada. El golpe había sido violento y certero. El desgraciado no podría dejarla sola esta vez, ahora se quedarían los dos juntos para siempre, ya lo había decidido. Sólo necesitaba deshacerse de la guitarra maldita que todavía resonaba después de la caída… En la mente de Paola persistía la grotesca imagen de las siamesas.

No era la deformidad de las dos niñas, sino la antinaturaleza de aquellas siamesas lo que estremecía la garganta de la gente. Sus palabras al unísono eran eco vibrante, parecido al oleaje unísono que generan dos cuerdas de guitarra que tocan la misma nota. Allí sentadas, las siamesas, mostraban su disgusto frente a Paola, doctora especialista en anatomía patológica. Las niñas de ceño fruncido no sólo odiaban ese consultorio, la idea misma de separarse las hacía aferrarse una a la otra con mayor fuerza. La madre, convencida de la separación, espera con ansias la conclusión de Paola, que ahora mira a contraluz una radiografía.

—No va a ser fácil, pero la operación puede realizarse con un alto porcentaje de éxito.

—¿De verdad? —saltaba de emoción la madre.

—Sí, sí, ¿por qué tardó tanto en buscar ayuda?

—¡Caramelito doble! —gritaron las siamesas.

—Así les decía su papá; para él eran su caramelito doble y estaba en contra de que las separaran, pero… —las niñas aprovecharon el silencio de su madre para aturdir los oídos de Paola.

—No queremos separarnos, no queremos. ¡A papá le gustaba vernos juntas!

—Sí, pero papá… ya no está.

Y con esta frase lapidaria, Mamá las sentenció a una vida separadas. El enojo de las pequeñas estaba a punto de demoler el consultorio entero cuando Paola intervino.

—No tienen nada de qué preocuparse. Van a poder seguir estando juntas, pero cada una va a tener su propio espacio. Es una situación de ganar-ganar.

Aquel ente infantil bicéfalo no parecía estar muy de acuerdo con todo este asunto; una de ellas sacó la lengua como echando una maldición al aire. La madre se puso nerviosa y tuvo que retirar a su retoño doble de aquel lugar, no sin antes agradecerle a la doctora sus atenciones y asegurándole que cuando crecieran, ella… ellas le agradecerían. Paola desdibujó su sonrisa ante los cuatro ojos de odio que la aniquilaron antes de salir por la puerta.

En casa, Paola sostenía sus ojeras ante la televisión. Las sombras dominaban la imaginación de la estancia. De la noche emergían unas notas de perfección estresante… los dedos apresurados de Miguel bajaban por los trastes de la guitarra; la secuencia infinita repetía sus notas nauseabundas como si chocaran frente a dos espejos.

—Podrías venir un momento a abrazarme por favor —sugirió con firmeza Paola.

—Es que todavía no logro dominar esta escala —defendió Miguel.

Bajo esa penumbra, y a los ojos de Paola, la guitarra parecía una protuberancia o tumor que salía del pecho de Miguel. Una deformidad que chillaba con escalas perfectas, un medio hermano atorado allí, en la nefasta panza de un alcohólico.

Paola consideraba las patologías con una relatividad inquietante. ¿El ser humano hoy y ahora no era precisamente el resultado de una serie de deformidades exitosas? El ojo, por ejemplo, debió de haber sido el resultado más inquietante de una evolución patológica. Y qué decir de cuando el simio decidió caminar erguido, no sería para sus congéneres un ser deforme que perdió la velocidad de andar cerca del suelo y el poder de balancearse por las ramas. ¿No es la nariz una protuberancia verdaderamente extraña, que sólo por la cotidianidad con la que se presenta no se le aborrece como a un tumor? Y qué decir de todo lo demás… En la escuela de medicina Paola miraba detenidamente los cadáveres del anfiteatro hasta que sus figuras le parecieran tan extrañas como las de una mosca o una hormiga. Una de sus técnicas favoritas para enrarecer la anatomía humana era ver de cabeza una cara: imaginar que la boca era la parte superior y las cejas la inferior… monstruos, deformidades, patologías… la belleza no es otra cosa que una deformidad exitosa, normalizada en una experiencia cotidiana.

—Miguel. Decídete: tu guitarra o yo —dijo Paola con la rapidez de una explosión atómica.

—Pero yo las quiero a las dos —respuesta en tono de broma pero también muy sincera.

Y acto seguido, la cara de Paola se deformó. Miguel rio y se acercó para abrazarla, para decirle que la adoraba, que era el amor más perfecto que el darwinismo pudiera permitirse. Paola se dejó querer unos minutos. Luego, en la cama se incendiaron y constataron que su amor era la cúspide de la evolución biológica. Él se quedó dormido, enrollado entre las sábanas. Ella no podía dormir y recordó abruptamente que una amiga suya le había regalado un frasco de formol con un ratón deforme dentro. Se levantó rápidamente, fue hasta su maleta y sacó a la creatura fracasada pero formidable: un ratón de dos colas. Un escalofrío la recorrió, le hizo pensar en lo gratificante que fue trabajar en bioterios de los institutos de biotecnología; experimentar libremente con seres vivos que en semanas expresaban patologías inducidas. Recordó los ratones de piel transparente que, modificados genéticamente, se habían vuelto un éxito para los investigadores, pues podían ver el funcionamiento en vivo, ¡en vivo!, de un organismo completo. Paola caminó hasta su laboratorio personal y colocó con sumo cuidado su nueva adquisición… otros treinta frascos eran la herencia de años de trabajo.

Llegó el gran día. La madre había repasado obsesivamente la operación y todas sus complicaciones, persignó a todos los enfermeros que encontró en la sala de espera y rezó un padre nuestro cada quince minutos. En el quirófano, la tensión se había convertido en cansancio. Pero el temple de Paola era inquebrantable, no tomó un solo descanso hasta que el ser bífido de las siamesas fue separado en dos hermosas niñas. El éxito rotundo se convirtió en una satisfacción profesional pocas veces soñada.

Paola llegó a casa,  sus parpados reclamaban el sueño y sus brazos el calor de Miguel. Pero, como solía suceder, cayó dormida en una cama vacía, informe, fría, rectangular sí, pero profundamente, y por eso mismo, enormemente amorfa. Mientras, Miguel daba un mediocre concierto en el cumpleaños de un amigo suyo; la multitud de veinte personas coreaba los desajustados ritmos de un baterista amateur de 19 años; Miguel en la voz y la guitarra daba el concierto de su vida. Paola dormía en soledad.

Habían pasado tres meses desde la exitosa separación de las siamesas. Paola apareció en la portada de la revista Science por su exitoso encuentro con el bisturí. De vuelta a su consultorio, tres seres normales la miraban. La madre llevaba la sonrisa oculta de toda una vida y le agradecía casi besándole las manos: que era una santa, que iba a rezar por ella todas las semanas, que estaba en deuda. Cosa distinta acontecía con las ahora gemelas, sus brazos cruzados y el mascar ruidoso del chicle resumían su sentir: te odiamos.

Paola terminó de revisar a las no-siamesas con su estetoscopio. Estaban realmente sanas, su estructura anatómica había sido levemente afectada, pero con una que otra cirugía estética la deformidad remanente podría ser fácilmente subsanada. La herida de la operación, eso sí, formaba ahora parte de su vida. Para las niñas, esa cicatriz era la hermana entera que le habían extirpado en contra de su voluntad.

—Siempre te vamos a odiar —escupieron al unísono las niñas.

—¡Niñas!… un día se lo van a agradecer a la doctora —pudo matizar apenas la madre.

Y mientras la madre se llevaba a sus retoños gemelos, una de ellas pudo levantar el dedo medio de su mano e indicarle a Paola, con esa seña obscena, que había destruido la vida de las hermanas. Paola, se quedó cabizbaja, ni el más preciso bisturí podría levantarle el orgullo ante el prodigio médico que había realizado.

Anocheció como cada noche. El insoportable silencio sonoro de la computadora y los clicks erráticos fabricaban el sin rumbo del tedio. La puerta de entrada se abrió festivamente, Paola alzó los ojos esperando que su hombre llegara con un ramo de flores y unas caricias guardadas. Pero Miguel andaba tambaleándose en alcohol y lo único que sostenía en la mano era su guitarra, aquel tumor musical que Paola no lograba extirpar.

—¿Dónde andabas?

—Acá, tocan-do chingaaa… te mandé mensaje, que no viste.

—Y yo aquí esperando.

—Estaba trabajaaando, vieja, a esto me dedico.

—La ebriedad ha sido tu trabajo más largo.

—Naaah estás de malas, pusss, ai la ves…

Y tras esta sentencia, Miguel emprendió la retirada abrazando a su guitarra como si fuera la vida misma.

—Y ahora, ¿a dónde vas?

—Venía a invitarte a la fiesta, pero pos como no andas de humor, naaah…  — y se dio media vuelta, muy decidido.

—Ah no, a mí no me dejas sola.

Y como trueno, Palo agarró un florero y lo estrelló en la nuca de su amado; quien como flor, cayó deshojado al suelo.

Paola agarraba con fuerza el florero destrozado. A sus pies, el cuerpo de Miguel con la nuca ensangrentada. El golpe había sido violento y certero. El desgraciado no podría dejarla sola esta vez, ahora se quedarían los dos juntos para siempre, ya lo había decidido. Sólo necesitaba deshacerse de la guitarra maldita que todavía resonaba después de la caída.

El jadeo contenido de Paola era el sonido predominante en ese pasillo. Con la mirada absorta y decidida, arrastraba de los pies el cuerpo de Miguel. El esfuerzo de esta tarea contrastaba con el ritmo pausado con el que latía su corazón. El extremo al que había tenido que llegar no era por mucho satisfactorio, simplemente las circunstancias la obligaban. Además, Miguel mismo aseguraba que las quería a las dos: a su guitarra y a ella. En pocas palabras era lo mejor para ambos, la solución más lógica a este problema marital.

El plan de todos modos ya estaba en marcha. Paola había escarbado un metro de profundidad en la tierra. No se trataba de enterrar a Miguel, no, claro que no, para él había un mejor destino. La idea era deshacerse de aquel instrumento que tanto sufrimiento había causado. Así, enterró la guitarra maltrecha y sin cuerdas, parecía que había sido lanzada de un segundo piso y despojada de su alma. La enterró con rencor profundo, y no dejó pasar la oportunidad para escupirle y maldecirla por siempre. Después de enterrarla dispersó la tierra para que no se notara su tumba anónima y luego, luego regresó a casa, al laboratorio personal donde estaba el estante aquel de los frascos aquellos.

Ya con guantes y cubreboca, Paola notó que Miguel entreabría los ojos como despertándose. Paola reaccionó de prisa y saco una jeringa y un sedante.

—¿Qué pasó? —alcanzó a tartamudear el pobre Miguel.

—Nada mi vida, te caíste de borracho.

—¿Y eso para qué es?

—Tú relájate, es un nuevo comienzo —y acto seguido le inyectó el sedante y él se desvaneció. Paola buscó otra jeringa y otra sustancia, se aplicó un piquete en el hombro, suspiró pensativa y se confesó ante Miguel:

—Ahora las entiendo ¿sabes? Entiendo a las siamesas, el por qué no querían separarse. Estar juntas era lo mejor para ellas… y yo lo arruiné.

Los pájaros matutinos acapararon el ambiente de la habitación. Dos cuerpos entrelazados se despertaban debajo de las cobijas. Miguel abría los ojos con gran esfuerzo, su cuerpo supuraba dolor. Reaccionó lo mejor que pudo reconociendo el cuarto y la cama de todos los días, por más que se esforzaba no lograba armar el rompecabezas de la noche anterior. Un dolor en la nuca terminó por despertarlo. Paola lo miraba penetrante con una sonrisa repulsiva: a la vez de amor y a la vez de victoria.

—Todo me duele.

—No te preocupes, ya todo está bien —lo tranquilizó Paola.

—¿Qué pasó?

—Mi amor, te acuerdas que decías que querías que estuviéramos juntos los tres.

—¿Los tres?

—Sí, los tres: tu guitarra tú y yo.

— …

—Bueno, pues gracias a que soy muy buena en mi trabajo utilicé las cuerdas de tu guitarra para atarnos por el costado… como siameses.

Miguel quitó la sabana para descubrir una mole deforme y grotesca de carne en su costado derecho, desde el hombro hasta casi la cintura. Las cuerdas de su guitarra la hacían de sutura de una herida que no necesitaba y que ahora lo unía eternamente al cuerpo de Paola. La hinchazón generalizada, la deformidad asistida y los pedazos sobresalientes de cuerdas, produjeron un escalofrío de pavor: el arte de Miguel se había convertido en el objeto de su propio terror.

—Ahora podemos estar juntos por siempre, siempre, siempre, siempre, siempre…

Miguel dislocó su cara en una pulsión de pavor indescriptible. Su grito ahogado ha perdurado en el genoma humano como la única patología que la naturaleza no se atreverá a repetir.

 

Diagnóstico correcto

 

 

«No se preocupe, que todo tiene remedio menos la muerte», le había dicho con una seguridad inquebrantable el neurólogo a un tal Héctor (homónimo mío y conocido del barman que le despacha las copas a mi tío). «Pues precisamente ese es el problema, cada vez que me viene esa especie de migraña siento que me muero», replicó Héctor como rogándole que lo curara de ese dolor parecido a una aguja traspasándole el cerebelo.

Héctor salió de consulta con dos medicinas nuevas y un zumbido que le indicaba que la cosa iba a ir de mal en peor.  Llegó al trabajo todo mareado, y para colmo, su patrón andaba peleándose con el ratón de su computadora y le pidió que comprara un mouse que no fuera de bolita, pero como el zumbido estaba muy fuerte, no escuchó bien y trajo un mousse de chocolate pues había entendido que no de frutilla. El patrón lo miró como no sabiendo qué hacer con el tarado al que había contratado. Mientras, la secretaria trataba de no llorar de risa frente al jefe. Y al pobre Héctor lo despidieron, aunque él entendió que le estaban dando unos días de incapacidad (hasta me duele de sólo pensar cuando ya no le depositaron su quincena).

Héctor empeoraba y empeoraba, decía que una jeringa se le había metido en el cerebro, y la peor parte vino cuando empezó a gritar e insultar a los demás sin motivo alguno. Su mujer no tardó en darse cuenta de que se le habían dislocado varias neuronas y, cual gacela, le pidió el divorcio y se llevó a su único hijo con ella (desagradecida).

Héctor visitó psiquiatras, alergólogos, chamanes, astrólogos; se hizo regresiones a vidas pasadas (donde descubrió su afición por la costura), se realizó limpias, acupuntura, exorcismos… De hecho, hasta fue a ver a Oliver Sacks, quien se interesó mucho pero no supo darle diagnóstico alguno; sin embargo le pidió permiso para publicar su caso en su siguiente libro que se llamaría algo así como Agujas Reminiscentes. Un buen día, agotado de tanta terapia, Héctor se levantó con el oído derecho tapado. Espantado, fue corriendo con el otorrinolaringólogo.

El otorrino hizo muecas y sonidos de extrañamiento, mientras auscultaba el oído de Héctor: «parece que tiene algo atorado cerca del tímpano». Así, con la filigrana del mejor cirujano, extrajo con unas pinzas el objeto, que al salir hizo un gran zumbido escalofriante. «Sí mire, allí lo tiene, su oído tuvo la suerte de atrapar una abeja». Héctor enloqueció, y toda su furia y frustración de dos años cayeron sobre el miserable insecto y su aguja aquella (la cual, por cierto, ¡se quedó allí enterrada y requirió de una cirugía dolorosísima!). El otorrino tuvo que tranquilizar a su paciente, y así, en ese frío consultorio, Héctor recibió la lección más importante de su vida. El médico le dijo: «Mire, la próxima vez que sienta piquetes, ardor, ronchas y escuche zumbidos, sabrá que el diagnóstico más obvio es siempre el mejor y no tendrá que perseguir a psiquiatras, alergólogos y místicos para terminar yendo con el otorrinolaringólogo a que le saque una abeja atorada en su oído».

A partir de ese momento, Héctor tuvo una epifanía, abrió una fundación llamada Cerebros sin Piquetes (escribió un libro), y supo cuál era la misión de su vida: ayudar a otros a sacar las abejas que agujeran sus oídos.

 

 

Todo es mente

 

El Kybalión dice: “Todo es Mente”. Y yo estoy dispuesta a comprobarlo.

Mi experimento es simple, mas no sencillo. Parto del siguiente supuesto: todo es mente; mi cuerpo es mente, mi vida es mente, mis pertenencias son mente, los animales, flores, sentimientos, planetas, universos… si todo es mente, puedo distraer la atención del Todo y confundir la densidad existencial de las cosas. Esto significa que si yo lograra distraer la mente que sostiene el universo, se abriría un hueco en la mente del Todo y, así, podría comprobar que Todo es mente. Vivimos en la mente del Todo.

Como dije, el experimento es sencillo, sólo debo encontrar algo lo suficientemente potente como para distraer la mente del Todo. El primer impedimento radica, curiosamente, en que es indispensable usar mi propia mente. La dificultad es cósmica: ¿cómo puedo generar una distracción universal a partir de una mente limitada? El Kybalión aclara que la mente del Todo es ilimitada e inasequible, no podemos conocerla. En todo caso, mi objetivo es generar un gran constructo de la distracción.

Ya llevo dos años pensando.

Se dice que el autor de El Kybalión, Hermes Trismegisto o el  tres veces grande, fue el mismísimo Imhotep; arquitecto de la primera pirámide del mundo; Saqqara.

“Lo que es arriba es abajo”, dice la segunda, de siete leyes, de El Kybalión. Así que he comenzado a desentrañar el vértice donde se bifurca la distracción de cualquier concentración. Empecé por concentrarme intensamente en algo para luego ignorarlo al grado de que no existiera en mi percepción. Ponía música, me concentraba intensamente en ella, y luego pensaba en alguna otra cosa hasta que mi voz interior fuera tan fuerte que la música desapareciera de mi oído. Mi hipótesis era que si me concentraba con pasión en algo, cualquiera podría gritarme al tímpano y ni siquiera me daría cuenta. Podría ser una buena analogía; el Todo está tan enfocado en su creación que, por más que le griten en el oído, no se despierta. Digamos que si logro gritar lo suficientemente fuerte puedo distraer al Todo.

En secreto, y aunque sigo con mi vida cotidiana, he decidido convertirme en monje; no estoy afiliada a ninguna religión. Mi estudio es el Kybalión.

Llevo cinco años estudiando.

Todo empezó con una especie de accidente, tratando de extender la percepción de mi tacto. Un día estaba  acostada en mi cama, pensando en las intersecciones del espacio-tiempo, y sucedió que cerré los ojos y traté de alcanzar la pared con mi pie derecho. Muy lentamente alcé mi pierna, y luego, la estiré para tocar la pared que según yo estaba muy cerca. La estiré y estiré como gozando de cada centímetro de distancia. Esperaba poder sentirla cuando estuviera cerca, pensaba que podría percibir la deformación que el espacio creaba en su entorno. Sí, era una estupidez, pero yo seguía tratando de expandir mis sentidos. Total, mi percepción espacial se vio trastornada, y yo, mientras estiraba la pierna suavemente, pude jurar que la pared ya no estaba allí; y que por error la había traspasado. Asustada, abrí los ojos. Me faltaban treinta centímetros para llegar. Ni siquiera estuve cerca.

Hice varios experimentos. Buscaba lograr traspasar la pared con la idea base de que si mi mente ignoraba la existencia de la pared, mi pie o mi mano traspasarían el obstáculo. Fallé el experimento. A veces estaba segura de que ya había traspasado la pared, y la realidad, como cualquier muro, permanecía inmutable. En todas las ocasiones fracasé. Una mente absoluta mantenía la pared en su lugar, independientemente de mis irrisorios juegos mentales. La mente, la otra mente del Todo, parecía indistraíble.

¿Cómo se puede distraer a lo otro de ser lo que se es? Porque claro, hay un instinto de la existencia que, al igual que el de la supervivencia, mientras más tratas de que algo no exista, ese algo se aferra con más y más fuerza a su ser.

Primera conclusión: No bastan los sortilegios mentales para lograr mi objetivo.

Aunque soy química de profesión, siempre he tenido afición por el esoterismo. Yo creo en la química de la mente.

Llevo 7 años pensando.

La transmutación, otra de las leyes de El Kybalión. Todo radica en la transmutación. Debo transmutar la atención del Todo, ¿pero cómo?

Hoy realizó otro experimento. Estoy tratando de transmutar mi mente en aire para poder apagar una vela que tengo enfrente. Todavía no logro nada. Además, me baso en la teoría de las supercuerdas, la cual dice que las estructuras origen de las partículas son, en realidad, las ondas. El pensamiento también es una onda; la mente, un mar de frecuencias. Hoy, mi mente busca la frecuencia del viento.

Llevo 9 años de fracaso.

Vuelvo sobre mi teoría: distraer la mente del Todo. Hoy busco la onda mental del fuego para distraerlo de ser fuego. Tengo una nueva hipótesis… para anular una onda hay que empalmarla con su fase inversa, el negativo de la onda. Si se junta una onda positiva con su onda inversa, la onda se anula, da cero.

Todos mis experimentos han fallado. Creo que no hay solución. 10 años.

Estoy tomando café en una cafetería donde se reúnen los artistas. Uno le está leyendo la taza de café a una adolescente en la mesa de junto. Todos parecen estar muy tranquilos y descuidados respecto de la existencia. Yo dibujo ondas y átomos en una servilleta. En la pared del fondo hay una pintura que parece un Pollock. Me traen un café americano, digo gracias aunque no le pienso dejar propina; ¡tardó una eternidad y media en traérmelo! La adolescente de la mesa de junto acaba de ir al baño. Mmmm acabo de sentir un cólico y no he preparado la clase de mañana.

Paso 15 minutos en la cafetería, una eternidad.

¡No todos pueden tener dones de adivino!, el imbécil que se cree oráculo se quemó la lengua con su capuchino y derramó un poco de café en la taza del futuro, ahora la chica tendrá un destino borroso. El tipo está sonrojado y secando su error; vacía la taza en un plato y con un removedor regresa los restos de café a su lugar. La chica vuelve. ¡Maldición, y yo acabo de echarle un sobre de crema a mi americano en vez de azúcar!  ¡Odio la crema en polvo! Indignada, revuelvo el monstruoso café mientras escucho lo que le dice el imbécil ese a la chica: «Sí, le gustas», «¿Pero por qué no me ha hablado?», «Porque tú tampoco le has hablado». Qué banalidades pregunta la gente sobre su destino, yo, por ejemplo, preguntaría si existe una solución a mi problema.  Sigo revolviendo mi café, no sabe mal pero tampoco bien. Pienso en el futuro. Pienso que si le doy muchas vueltas a mi café, puedo revolver accidentalmente mi destino. Puedo distraerlo dema…sia…do. Pienso: la taza, el café, el sobre, la distracción. Pienso que el capuchino es el invento de alguien que dejó caer accidentalmente la leche en el café. Pienso que los Etíopes nunca hubieran descubierto el café si unas cabras no se hubieran comido accidentalmente la cereza del café, como dice la leyenda.  Pienso que soy mujer por  mera espontaneidad de los cromosomas x. Una idea me produce un escalofrío: la distracción también es mente ¡todo es mente!

Reformulo. Reformulo mi existencia. La mente, el Todo, no está concentrado en la existencia, más bien está en continua concentración-distracción de su propia existencia. La distracción es creación. Si el Todo no se hubiera distraído de su propio ser, no existiría lo demás. Pienso: la mente se distrajo del universo y por eso existen otros universos, como bien dice la física. Pienso, la distracción es creación, la distracción genera diversidad: generó los planetas, las especies, la evolución; si los genes no se distrajeran no podríamos evolucionar. La transmutación es la mente en distracción, ahora puedo sentirlo, todo es mente, mente que se olvida de ser: mente tierra de mente césped de mente agua de mente niebla de mente ácido de mente yo.

Comprobación: Mi hipótesis: “lo que es arriba es abajo”. Para distraer la mente del Todo, primero tengo que experimentar mínimamente lo mismo que experimenta la mente del Todo: la mente del Todo se experimenta como mente en Todo. Mi cuerpo será mi herramienta. Crearé un universo donde sólo exista yo misma.

11 años 1 mes.

Construí un cuarto esférico donde viviré por siete días. El cuarto tiene una película reflejante que funciona como un espejo. El piso también es un espejo. Mi objetivo es experimentarme a mi misma infinitamente en un universo donde experimentaré que sólo yo existo. El cuarto también está insonorizado para sólo escuchar los ruidos que hace mi cuerpo. Un tubo conectado a mis venas me proveerá del alimento mínimo para estar fuerte. Hay un foco led en lo alto.

Dejó un espacio en blanco para describir el resultado del experimento.

9 días después. También habrá que pagar la luz.

Resultado del experimento. Creo que me miró a los ojos:

Hace dos días salí del cuarto de espejo. Cómo me dan ganas de una pizza y cerveza. Experimenté un universo donde sólo yo existía. Me llevaré una chamarra por si hace frío. Tuve que soportar el dolor del hambre. A tres cuadras hay una pizzería. Me concentré en mí misma. Cuánto dinero hay en la cartera. Me miré y experimenté como yo y como otra y Todo. Claro que tengo que ahorrar porque no he pagado la luz. Distraer la mente del Todo es un absurdo. ¿Pero cuánto podría gastar en una comida? Desistí en tratar de distraer al Todo. Además, si me voy en camión uno que otro día a clases, puedo ahorrar gasolina. El Todo seguramente ya se ha distraído con el único resultado probable de haber creado otro todo: otro universo. Nada más que termine de escribir la otra mente voy por la pizza.

Tengo dos mentes en mí como resultado del experimento. También puedo pasar, mmmm, primero al cajero. A mi otra mente la concentro en cosas cotidianas. Como quisiera que Miguel me acompañara. Mientras esta mente se encarga de los misterios del universo. Si Miguel va, voy a tratar de darle un beso. He potenciado mi capacidad de conocimiento al doble. Pero entonces me voy a maquillar un poco… donde está su número. Puedo lograr que mientras una mente duerme, la otra esté despierta pensando. Oye tú, la que está escribiendo, no te das cuenta que nuestro cuerpo tiene hambre. Tengo miedo de pasar otros siete días en el cuarto, podría duplicar mis mentes, enloquecería. Oye, vivimos en el mismo cuerpo, no puedes ignorar tu estómago por siempre, además quiero hablarle a Miguel. Está bien ya vamos por la pizza, ¿recuerdas donde apuntaste su teléfono?…

 

Dos porciones

 

La pasta humeante y suave exhalaba una caricia que adormecía la atmósfera de la cocina. Tres libros culinarios comenzaban a salpicarse de sus propias recetas. La mesa se iba llenando de ingredientes minados. Una tabla de picar se debatía ante el precipicio de la cocineta.

La dueña de la escena se llama Sol. Sus cabellos caen como un espagueti que abraza su tórax. Sus manos carnosas y sus ojos de yo-yo muestran la pericia de horas fuego en el arte de la cocción. Sol, originaria de Veracruz, busca incendiar cada platillo con un sentimiento único y especial. La señora de la casa, Marina, y su esposo Jacobo, se sorprenden de la alegría que les hacen sentir sus platillos: «ciertamente no es una comida deliciosa, pero te hace sentir como en casa», se atrevió a decir don Jacobo. «Es una jovencita que sabe abrazar con sus platillos», sugirió Marina.

Tal vez, la aceptación de sus comensales se debía a su habilidad perfeccionista. Sol, a pesar de que llevaba apenas un mes trabajando en casa de Marina, se obsesionaba con aquellos detalles que nadie solía notar cuando la vorágine diaria provocaba ese cosquilleo del porvenir próximo. No, nadie había notado que la sopa de letras del jueves pasado tenía una cucharada de curry para estimular la lengua. Pero eso ya no tenía importancia; hoy era sábado, momento singular para hacerse notar por encima del apacible ambiente. Los señoritos se habían ido al cine y sólo quedaban los amos de la casa. La luz de las tres treinta de la tarde coloreaba a Jacobo leyendo su revista de curiosidades científicas y a Marina surfeando en Internet con su tablet. Era un momento gozoso que planeaba continuar con la comida y una ida al centro comercial para comprarle una lámpara al foco pelón de la puerta principal. La señora Marina había pedido pasta para la comida, algo ligero para que su esposo no tuviera que recorrerse otro agujero en el cinturón.

Así, Sol emprendió una búsqueda ansiosa de pastas con nombres extravagantes como Ravioles al Portobello o  Pasta al Formaggio. Era la primera vez que buscaba una receta en un libro y ahora tenía tres sobre la mesa: La cocina Italiana, Menú familiar para comer sanamente y 101 Recetas de Pasta, todos curiosos diccionarios de nombres extravagantes con fotos y pastas en formas que ella ni siquiera había soñado. Esa era la manera en que Italia pasaba por sus retinas. Sol comenzó a pasar recetas y recetas, sus ojos andaban lento como las manecillas de un reloj fatigado. Hasta que por fin, la foto perfecta se desplegó con la sonrisa del hallazgo esperado: Espagueti a la Carbonara. Sí, eso sonaba bien, tenía los colores y consistencia adecuada. «Espagueti a la Carbonara será», se dijo con determinación. Entonces buscó la mejor receta. En el primer libro los ingredientes eran: tocino, huevos, crema, mantequilla, parmesano, sal y pimienta. La receta del segundo libro se diferenciaba en el perejil, y que, extrañamente, no llevaba queso ni carne; «ha de ser porque es un menú más familiar». La receta del tercer libro se parecía en todo al primero, con excepción de que en vez de tocino era jamón serrano, y  mucho queso.

«Vaya, qué dificultoso», se dijo mientras veía a sus amos con el tenedor en la mano a punto de clavarlo en lo primero que fuera comestible. Sol miró la luz que caía sobre el comedor, todo el ambiente era apacible, los únicos ruidos que se alcanzaban a escuchar eran los clicks de Marina y el pasar de las hojas de Jacobo. Todo parecía poseer una ligera sonrisa de satisfacción con el mundo que les rodeaba. Entonces comenzó a preocuparse, pues cualquier desatino podría ser causante de un sábado desastroso; ella era la responsable de la tranquilidad de sus patrones… Sol suspiró. Era de vital importancia lo que fuera a preparar pues, entre otras cosas, Miguel la esperaba para llevarla al cine… la primera vez que la invitaba a salir un muchacho tan guapo.

En la mente de Sol se colocaron todos los ingredientes. Luego, en su imaginación, decidió ensayar los resultados de cada receta:

Receta número 1: tocino, huevos, crema, mantequilla, parmesano sal y pimienta.

Jacobo y Marina deponen sus artilugios de entretenimiento. Los dos se alistan a devorar lo que tienen enfrente. Conversan poco, tan poco que hasta el viento opaca sus palabras. El silbido de la nariz de Jacobo, eso sí, es la flauta que ameniza la orquesta de los cubiertos.

—Ya viste que en el futuro va a haber plantas artificiales que generan oxígeno —dijo Jacobo.

—Vaya, qué cosa… pero que no vaya a ser pretexto para acabar con todos los árboles.

—Noo…. —alcanzó a decir Jacobo justo antes de que le saliera un retumbante y espontáneo eructo por los chorizos.

—¡Jacobo, qué es eso!, me revuelves el estómago.

—Perdón —pronunció tragándose otro de aquellos.

—Vuelve a hacerlo y me voy yo sola al centro comercial.

—No, perdón es que… —otro eructo se le salía de lado, aunque no tan ofensivo.

—Eres un cerdo.

Y Jacobo salió corriendo al baño antes de que Marina le embarrara otro insulto. Ahora ella le reclamaba desde la sala lo gordo insoportable y desconsiderado que se había vuelto. Jacobo le replicaba que ella era también una haragana y que ya nunca barría la casa. Marina se recogió el pelo y le gritó que se la pasaba trabajando, que porque el sueldo de él, ni para el súper alcanzaba. Jacobo le increpaba que sus cremas de aloe vera apestaban las sábanas. Ella se apretaba los pechos y le decía que las últimas dos noches fingió sus orgasmos.

—¡Quiero el divorcio! —terminaron gritando los dos.

Receta número dos: sin queso ni carnes y con la variante del perejil.

La pasta bien preparada sobre la mesa. Marina y Jacobo de tripas gruñendo. Los dos con el tenedor bien armado. Se sirve la pasta en cámara lenta. Una mosca apunta con un ojo.

—Ya viste que en una luna de Júpiter encontraron la mayor reserva de agua fuera de la tierra.

—Qué bueno, pronto nos venderán bolsas de hielo de Júpiter. —dijo Marina.

—… estee, sabías que el primer país en cambiar de fecha es la república de Kiribati, una isla que está en medio del océano pacífico.

—Han de estar muy orgullosos, seguramente tienen un calendario de escudo.

—¿Qué tienes?

—No sé… son estos perejiles en el espagueti, como que me recuerdan… la insípida futilidad de la vida.

—A mí no me parece tan mala la pasta…

—Es como ese apetito que nunca se sacia porque en realidad hay un profundo abismo que por más y más que trates de llenarlo… más hondo se vuelve.

—Vaya, debe ser como un agujero negro, ni la luz se escapa.

—Creo que no me siento bien. ¡Me quiero morir!

Marina corre a su cuarto y azota la puerta. El comedor guarda un minuto de silencio. La mosca vuelve a apuntar con el ojo. Un disparo. Un escalofrío recorre el atardecer.

Receta tres: Jamón serrano y, sobre todo, harto queso.

La pasta bien servida sobre el plato. Él no deja de mirar la revista. Ella suspira al ver casas impagables por Internet.

—Órale ya viste que inventaron un material que te hace invisible.

—¿De veras…?

—Bueno, pero viene con un truco de cámara.

—¡Ay mi amor, te estás manchando la camisa que te regalé!

—Carajo.

Así, Marina se levanta de inmediato y, como si fuera su madre, talla la camisa de su marido, quién se hace el chiqueado.

—No, no, ya basta, me estás manchando más.

Marina deja de tallar aquello y pone ojos flácidos como de lloriqueo. Jacobo va a decir algo en tono de hartazgo pero en vez de eso usa un tono cariñoso.

—No se haga, no se haga, que a usted también le gusta el queso —acto seguido le embarra con la mano un poco de queso fundido.

Ella se indigna y le regresa cual resortera otro espagueti al cuello. Y así, con una creciente carcajada, los dos terminaron en una guerra de comida aventándose el espagueti al ritmo de un carnaval.

La nube de futuros posibles de Sol se desinfló, un escalofrío recorrió su cuello. «Todas las recetas son malas —se dijo—: una el divorcio, la otra el suicidio y la otra toda la noche limpiando el comedor». Sol suspiró y trató de escuchar su intuición, la cual, muy bajito dijo una palabra: queso. Sol se amarró el cabello y decidió hacer la receta tres, pero reduciendo la mitad del queso. Poco tiempo después, el espagueti tuvo que ceder ante sus manos. Probó el platillo, «está bien», se dijo satisfecha.

Servida la comida, Sol miraba a sus comensales de reojo, como esperando cualquier señal de inconformidad. En un momento Jacobo pidió sal y dos cervezas. Sol, espantada, fue y regresó volando con el salero de cristal y las botellas abiertas. Una gota de sudor le llegó a la barbilla y, en la premura, un pie se le atoró en la pata de una silla… sí salvó los tarros de cerveza, pero el salero salió volando y, por la tapa mal puesta, la sal se esparció por el suelo.

Sol se disculpó avergonzada y dijo que se iba corriendo a la tiendita por un salero de plástico. Marina la calmó y le indicó un botecito, en la cocina, donde había más sal. Jacobo alcanzó a decir:

—Derramar la sal es de mala suerte.

Jacobo le puso sal a todo, conversó un poco sobre su revista y nadie, nadie dijo una sola palabra sobre la comida. Al final, Sol creyó entrever la satisfacción en los ojos de sus comensales.

Sí, parecía que su receta había sido, casi, perfecta: «no perturbé del todo el sábado por la tarde», se dijo convencida. Ahora tendría el resto del día libre. Iniciaba su fin de semana, hasta le llevaría algo de espagueti a Miguel para que le diera su punto de vista. Luego, lavó los trastes, limpió la sal del piso, se maquilló, no comió, se despidió de Marina y salió con gran premura soñando con los labios de Miguel.

Se sentó en la banca del parque a esperar su suerte. Siguió esperando. Espero un poco más. El viento sopló sus cabellos. Varios niños rieron a lo lejos. Miguel nunca llegó. Sol se fue apagando suavemente.

 

*

El universo de Héctor Zalik: lo extraño en las alturas 

Los límites de la mente, lo sobrenatural como una posibilidad de la vida cotidiana, lo sórdido como ejercicio estético, la angustia reconfigurada en acto creativo, son algunos de los temas que Héctor Zalik desarrolla en sus relatos con precisión quirúrgica. Las acciones se desarrollan en varios planos; las historias transcurren con naturalidad y de pronto nos asalta el horror o la catástrofe, como en los mejores cuentos Julio Cortázar. Varios son los atributos del narrador. Por principio no hay aquí la solemnidad del  prosista pretencioso, y un humor ácido suele romper los momentos de mayor tensión, volviendo ordinario lo supuestamente elevado o complejo. Una cocinera ha elucubrado varias alternativas a partir del diseño de su pasta (“Dos porciones”): la perfección es la única alternativa para complacer a sus patrones. De pronto, al servir el anhelado platillo, la angustiada joven tira el salero y la sal sale disparada arruinando las expectativas. La perfección se destruye porque ésta sólo tiene un sitio en la imaginación y en su capacidad de edificar estructuras fabulosas. Esto es llevado al límite en “Todo es mente”, donde una química aficionada al esoterismo y a la lectura del Kybalión se obsesiona con propiciar la distracción del “Todo”, para comprobar que lo que existe también proviene de una mente “ilimitada e inasequible”. La mujer piensa que mediante un agudo entrenamiento mental podrá librar las barreras físicas, trasmutar la mente en aire o captar la frecuencia de los elementos que constituyen el Universo. Los experimentos provocan el nacimiento de otra mente en la mujer. Fábula de la esquizofrenia, el relato guarda una implicación inquietante: si el Todo “se distrae” de su ser, genera la existencia de otras cosas. El olvido de uno mismo abre las puertas a infinitas posibilidades que solo tienen cauce en la disociación del pensamiento. También el absurdo hace presencia, ya sea que un feroz zumbido en el oído de un hombre tiene su origen en una abeja incrustada en el tímpano (“Diagnóstico correcto”), o que una mujer se cose al costado de su marido para permanecer juntos el resto de sus vidas (“Siameses”). En éste último aparece otra obsesión recurrente del autor: los límites entre la maldad y la ciencia, o mejor dicho, la ciencia como un espacio donde el mal suele ejecutar sus mejores artificios. Y aún más: lo deforme como un mundo alucinante y como un accidente que configura otros hechos magníficos: “La belleza no es otra cosa que una deformidad exitosa, normalizada en una experiencia cotidiana”, dice Zalik. Un último relato nos asombra por su nobleza ácida y su alta factura imaginativa: “Ángel”, donde se materializa la aparición de un ser celestial en un pueblo cualquiera. El cura local lo ha recibido y lo cuida de la voracidad de sus habitantes, que ya han cortado sus alas para venderlas como reliquia. El ángel ha hecho los más diversos prodigios, pero al ser un adolescente se vuelve rebelde e irascible: alcohólico, escucha metal, reniega de dios y lee a Nietzsche. Sus problemas existenciales son los mismos que cualquier adolescente; la diferencia es que éste se queda dormido en las calles abrazando un poste de luz mientras levita como un papalote. Aquí lo extraño, lo desproporcionado, tienen una oportunidad de levantar un reino estético. Lo extraño puede también conmover y crear otras perspectivas. Para la literatura, la realidad del mundo y de la conciencia no dejan de ser esa rata de laboratorio permanentemente sujeta a los experimentos de otra mente mayor. Esto lo ha comprendido muy bien Héctor Zalik. Sus quimeras levitan por los aires con la majestuosidad de las grandes ficciones literarias.   

El señor L.

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Héctor Zalik. Autorretrato.

Héctor Zalik es escritor y guionista. En 2016 ganó la Bienal Internacional de Radio con una adaptación radiofónica de la novela: El Apando (guion y producción). En 2017 fue reconocido con el Premio Nezahualcóyotl de la editorial Tinta Nueva, en el género de cuento con su obra El alma ya no es negocio ni pal diablo. Actualmente es director de la Revista Rúbrica de Radio UNAM y profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.