Un derrumbe/ 19-S

Ciudad de México, 19 de septiembre. Rodrigo Rodríguez.

Heriberto Mojica

Pero no seremos testigos impasibles del derrumbe:
saldremos a dar batalla.
Si nos quieren dormidos,
vendremos por la noche con platillos de cobre.
Si nos quieren inmóviles,
tenemos prestos los tambores.
Si nos quieren en silencio,
ya hemos desempolvado un viejo corno que resonará en los archipiélagos.
Lo Humano tiene aún mucho que decir:
El espíritu aún es terreno por arar”.

 

 

Martes 19 de septiembre de 2017. 13:14:40

Vives la sacudida como una más. Caminas con prisa. Otra vez vas tarde. En plena bajada los escalones se mueven. Piensas que otra vez tienes mareos y maldices a los triglicéridos. Le tienes que bajar a los tragos. Mañana sí, te dices. Pero no, animal, no eres tú… es la tierra. Otra vez tiembla. Te sacas de onda pero no tanto, ya tembló el otro día y fue más o menos igual. De todos modos te espantas, pero ahora sí te pones en guardia, no como en el anterior, que te agarró pedo y lo sentiste demasiado tarde. ¿Y de qué te sirve si estás en el pinche andén del metro? Ni modo que saltes a las vías.

Miras a tu alrededor. Una señora gorda. Dos señoras gordas. Tres señoras gordas se desploman. La primera para tomar aire. La segunda para chillar. La tercera para nada. Todo mundo ha perdido la calma. Intuyen que no es una sacudida más. Tú, apechugas. Lo peor que puede pasar no es morir aplastado, sino sobrevivir aplastado. Sepultado vivo. Lo tienes más o menos claro. La “imaginación” se concentra siempre en una imagen y por eso es tan fácil adornar la miseria. Casi nunca vemos sensaciones. Y lo difícil es saber qué se siente. Los minutos, las horas y los días sin que queme el sol, sin el aroma a coco del pelo de la vecina, sin estrechar una mano, aunque sea la del enemigo.

El zangoloteo dura más de lo esperado. El techo no cede pero si esto sigue así es cosa de segundos para que se te venga encima. Tiempo suficiente para hacerte pensar que decualquiermaneratodosvivimosaplastados. Por el crédito. Por la rutina. Por nuestros sueños.

La duración de las oscilaciones y la intensidad con que remueven columnas y muros, te llevan afuera. A esa ciudad de edificios disparejos y a medio hacer. De calles minadas y hediondas.

Tu ciudad es un hocico chimuelo y erosionado por la caries.

Una costra. En cada esquina tres, seis, diez, cientos de comercios erguidos con palos y lonas anuncian la catástrofe. El “desarrollo” es una maraña de cables pelados aferrados a un poste inclinado. Si algo se cae, ¿lo notarías?

Tu ciudad es ya el derrumbe del derrumbe. Polvo guardado debajo del tapete. Socavón zanjado con una llanta.

Ya ni agua tiene. Es un desierto sobrepoblado.

Tu ciudad es ya una ruina.

Te vienen a la cabeza palabras de no sabes dónde. “Quizá está en curso el último Apocalipsis. El hielo nuclear aguarda bajo la sequía del mundo”.

Un viejo estira su mano hacia ti. Eso te devuelve al interior. El viejo ni siquiera se da cuenta. Lo hace por instinto. Tomas su mano. Su mano aprieta tu mano. Sientes todo el peso de su cuerpo apoyándose en tu cuerpo. Es una mano gastada. Rellena de surcos, grietas y mugre. Es una mano que solamente conoce el trabajo duro.

Esa mano también es tu ciudad.

Ahora piensas en todas las manos que también son tu ciudad. Manos que no parecen tuyas pero en las que también tú te has apoyado.

Tu vida ordinaria avanza sin freno. Existes sólo en el trabajo y la confrontación. (Y al revés). El resto del día estás agotado. Ya no distingues nada. Por eso piensas que sólo cuentas con tus dos manos solitarias y mezquinas. Y no con cientos de miles de manos anónimas apoyándose unas en otras. Empalmadas. Húmedas. Calientes. Vivas.

¿Qué tendría que acontecer para juntar tus manos con las mías?

Un contratiempo.

Ya pasó lo más feo. Pero tú y todos los demás siguen dando vueltas. El viejo retira su mano. Apenado. Baja la mirada. Una de las señoras gordas —la chillona— agradece a Dios por su misericordia. Sufrió como nadie. “Solamente en las películas hace sentido sufrir tanto. En la vida real, ¿para qué?” Eso no lo piensas tú. Te lo comenta el viejo. Como para disculparse por su leve desmoronamiento.

“Estuvo fuerte. Por eso se espantan las señoras. Uno también, no creas. Aunque guardemos la calma, el susto nadie nos lo quita. Yo soy diabético. Seguro ya se me disparó el azúcar. Pero nada como el del 85. Ahí sí se colapsó media ciudad. Aunque éste me recordó un poco a aquél. Yo tenía 35. Mi esposa estaba embarazada y me fui corriendo hasta el hospital. Corrí como dos horas. Todo estaba caído. A mi me agarró en la calle. Bajando del Ruta 100. Casi me voy de hocico. Ahora no pasó nada. Pero de todos modos te espantas.”

Permaneces en silencio. Llega por fin el tren. El viejo se despide. Aborda el carro contiguo. Para evitarte. Te quedas observando desde afuera. Los pasajeros todavía están asustados. Lo disimulan hundiéndose en sus aparatos. No le dan mayor importancia. Falsa alarma. Recuerdas que ibas a pagar la luz y prefieres caminar. Tomas la ruta de salida. Miras a tu alrededor. Todo sigue igual.

Reincides.

¿Qué tendría que acontecer para juntar tus manos con las mías?

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Un derrumbe.