Autoridad antes que colectividad: Enseñanza de las humanidades en la Educación Media Superior mexicana

"W. Untitled Die Kurt F. Gödel Bibliothek", obra de Emilio Chapela.

José Francisco Barrón Tovar

 

La práctica didáctica es lo que determina de facto el sentido, la función y los efectos de las humanidades en la Educación Media Superior (EMS) mexicana. Nadie ignora que el enfoque disciplinar de la didáctica ha sido el hegemónico en la enseñanza de las humanidades en la EMS mexicana hasta el día de hoy. Aquellos pocos pensadores mexicanos que han acometido la tarea de pensar las prácticas didácticas para la enseñanza de la filosofía y las humanidades en la EMS mexicana han afirmado que en ella debe buscarse preferentemente un enfoque informativo:

  • transmitir de contenidos disciplinares de la tradición occidental, asumidos como universales;
  • poner en el centro al docente como actor principal de la transmisión de “la experiencia auténtica de la filosofía”–como afirmaba Fernando Salmerón–, de “la investigación de la experiencia vivida” –como defendía Graciela Hierro–, o de “transmitir la experiencia viva, universal y particular de la filosofía” –como está asentado en el programa vigente de “Enseñanza de la filosofía” de la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM–; y
  • buscar que el estudiante se eleve a un tipo de subjetividad valorada en sí misma como valiosa, poniendo así al servicio de contenidos disciplinares, asumidos como universales, los problemas del estudiantado y de los docentes de las comunidades educativas –dicho de otra manera, poner las realidades mexicanas al servicio de la disciplina filosófica y humanística.

 

Formulado de otra manera, el problema es que ese enfoque disciplinar descuida las prácticas didácticas adecuadas para la EMS, las da por hecho al privilegiar la mera transmisión de contenidos disciplinares considerados como lo valioso en el proceso de enseñanza, aquello que debe ser salvado, transmitido.

¿Cómo poder entender esa tendencia de los filósofos y humanistas mexicanos a preferir en la EMS prácticas didácticas donde se valora más una figura de autoridad disciplinar que controla el acto educativo que otros enfoques didácticos –otros que, por ejemplo, buscarían movilizar habilidades y saberes regados en la colectividad? En su texto de 1982 “Sentido y enseñanza de la filosofía”, José Ignacio Palencia se preocupa por “el sentido y el destino de la enseñanza de la filosofía” (11). Esta preocupación tiene de fondo el problema “del sentido y el destino de la filosofía en nuestros países” –se sobreentiende países latinoamericanos. Y afirma: “cuál sea ese sentido, cómo asumamos su destino, será el sentido y el destino que corresponden a su enseñanza. Y, en reciprocidad, cual sea el sentido y el destino que asumamos respecto a lo que se designa como enseñanza de la filosofía, marcará a su vez el destino y el sentido de la filosofía en nuestros países.” (12) El destino de la filosofía en México depende del destino de la enseñanza de la filosofía en México. Palencia usa la imagen de “la cadena de la enseñanza” para nombrar el problema que habría que enfrentar para atender la cuestión del sentido, la necesidad y del destino de la filosofía en México y Latinoamérica. La enseñanza es una cadena. La enseñanza de la filosofía es una cadena para la filosofía. En su conferencia –presentada en el Congreso Nacional de Filosofía, organizado en Guanajuato, Gto., en 1981, por la Asociación Filosófica de México–, Palencia busca plantear las condiciones para responder al reto de “poner la enseñanza de la filosofía a la altura de la necesidad de la filosofía misma” lanzado por Adolfo Sánchez Vázquez en otra conferencia llamada “¿Por qué y para qué enseñar Filosofía?”, y que dictó en 1979 en el Primer Encuentro de Profesores de Filosofía, Ética y Estética de los planteles del Colegio de Ciencias y Humanidades de la UNAM.

El filósofo mexicano marxista afirma algo contundente en su texto:

en México, y -posiblemente en otros países de Latinoamérica-, la filosofía aparece hasta la fecha irremisiblemente vinculada a la enseñanza. O, en otras palabras, no se ha visto todavía en nuestros países, -ciertamente en México y probablemente igual en otros-, al filosofo profesional -si es que esto existe-, desvinculado o ejerciendo al margen de las instituciones de enseñanza, y de la enseñanza misma de filosofía.

 

Y continua:

la filosofía se enseña, o tiene un lugar en la universidad, como carrera, con el único y extraño fin de perpetuarse, o de constituir un ciclo en sí cerrado, como la serpiente que se muerde a sí misma la cola. En las facultades se describe como finalidad, a veces única o al menos principal de la carrera, la de formar a profesores de filosofía, los que a su vez enseñarán filosofía y accederán, o aspirarán, como culmen de su actividad profesional, a enseñar a nuevos profesores de filosofía.

El sentido de la filosofía en México, se puede implicar a partir de lo que argumenta Palencia, es el de su perpetuación, de su supervivencia. El ejercicio de la filosofía en México –su sentido, necesidad y destino– parece quedar encerrado en un ciclo reproductivo. ¿Cuál sería el sentido de la filosofía en México? Perpetuarse. ¿Cuál sería la necesidad de la filosofía en México? Hacer filosofía en México. ¿Cuál sería el destino de la filosofía en México? Mantenerse con vida. Ese ciclo reproductivo se identifica con el acto educativo: el “culmen de la actividad profesional”, dice Palencia. Son los años ochenta en la academia filosófica mexicana.

¿Y qué sería ese “filosofo profesional” que ejercería la filosofía fuera de las instituciones de enseñanza de la filosofía? ¿Un “filosofo profesional” no encadenado a los procesos puramente reproductivos identificados con los procesos de las instituciones educativas? ¿Otro sentido, necesidad y destino de la filosofía en México fuera del mero cometido de la supervivencia? En el texto “Perspectivas de la filosofía en México para 1980” de 1972 aparecido en el libro El perfil de México en 1980. Vol. 3: Sociología, política, cultura, Luis Villoro planteó la cuestión de otra manera. En ese texto, Villoro plantea la distinción entre un filósofo mexicano identificado con el “hombre de letras” (609) y un filósofo mexicano especialista con “acceso a un pleno profesionalismo” (607) dedicado a la creación filosófica gracias a que se lo permiten las condiciones institucionales. Escribe Villoro: “No es difícil prever que, para 1980, habrá por primera vez un grupo de especialistas dedicados a la filosofía, ligados entre sí por su formación y temas comunes de trabajo, que participarán en un clima común de comunicación y discusión permanente de las ideas”. (609) Para Villoro las condiciones institucionales académicas a las que había estado sometido el ejercicio de la filosofía en México la había convertido y mantenido como un “simple adorno humanístico”(611) de la política y la economía, pero afirma que desde los años ochenta “La producción filosófica ya no […será] labor del ‘hombre de letras’ y ensayista más o menos brillante, sino el resultado de un oficio especializado.”(609) Pero, ¿de qué se trata ese filósofo mexicano con acceso a un pleno profesionalismo? ¿El ejercicio de esa filosofía mexicana sería productiva? A esa “auténtica filosofía” que sería el ejercicio de la filosofía como oficio profesional, Villoro le llama la “mayoría de edad”. (617)

La discusión es añeja entre los filósofos mexicanos. En su texto de 1949 “Filósofos y profesores de filosofía”, Emilio Uranga discutía sobre aquello que hace diferente al profesor de filosofía –el dedicado al proceso reproductivo–, del filósofo –quien asume la responsabilidad de la creación. Uranga afirmaba que la característica  principal del profesor de filosofía es que dominaba una “técnica de expresión” específica. Esa técnica la llamaba Uranga “salvación”. La caracterizaba así: “La filosofia salva en el sentido de transformar los problemas con que entramos en ella, en otros que nos son propuestos por la tradición académica. Salvar, es sustituir una dificultad por un problema filosófico técnicamente significativo.” El ejemplo que ponía era: “describir la elipse de acuerdo con una fórmula matemática y no simplemente como un ‘huevo’”.(26) Para Uranga el profesor de filosofía era un simple “comentador”, alguien que en condiciones institucionales seguras reproduce el discurso que otro ha hecho. Para distinguirlo del filósofo escribía:

En cuanto al filósofo, es claro que su función va más allá de la que es propia a un profesor de filosofía. Mientras que el comentarista reduce su ciencia a saber revelar la fotografía, el filósofo ha tomado ésta. La diferencia radical hay que buscarla, sin embargo, no en la naturaleza del acto creador, sino en el coeficiente de responsabilidad con que se asume. El profesor de filosofía responde de la perfección técnica de sus interpretaciones, responde de los principios de la exégesis, pero casi siempre se rehúsa a responder de sus consecuencias. Y esto se comprende. El filósofo tiene que afrontar la ambigüedad de los juicios que se pronuncian sobre su obra. No puede elegir una categoría especial de lectores, o de oyentes, como acontece con el profesor de filosofia que se atiene a un público de enterados o de personas por enterar, pero en fin dispuestas a someterse a un tratamiento antes de emitir los juicios. El peligro que corre el filósofo reside en este no saber a quien va destinada su obra. El profesor al comentarla reduce este peligro, porque […] puede prever el rumbo de las opiniones de su clase. […] Hemos dicho del profesor de filosofía que su función es salvar a los otros, a los demás, pero este “otro” esta cualificado como discípulo, y por tanto restringido; el profesor de filosofia sólo salva a los alumnos, a los que entienden su lengua. El filósofo, por el contrario, rebasa con mucho el ámbito de los alumnos, se expone, repetimos, a la interpretación que le puede ser adversa o favorable y ello de modo imprevisible. El filósofo vive en zozobra, en un radical no saber a qué atenerse, volcado o echada no sobre una clase sino sobre una situación entera, cotidiana y extraordinaria, académica y extraacadémica. (28)

 

Para Uranga en 1949 el ejercicio de la filosofía del que realmente puede nombrarse como filósofo se lleva a cabo en una “situación entera, cotidiana y extraordinaria, académica y extraacadémica”. Uranga lo dice de manera contundente: “Un profesor de filosofía es apenas una sombra de filósofo.” (25) Aquello que lo vuelve una “sombra”, un “comentador”, es la “institución académica” escolar. Pero, ¿qué sería esa situación “extraacadémica”, “cotidiana” en la que el filósofo mexicano puede ser filósofo plenamente? ¿Dónde existirían las condiciones para que el filósofo mexicano pudiera adquirir una responsabilidad diferente a la del profesor? Ciertamente Uranga valora las conferencias públicas del Grupo Hiperión como ejercicio extraacadémico de la filosofía. ¿El sentido, necesidad y destino de la filosofía en México se jugaría en esa situación cotidiana y extraacadémica?

Ese lamento sobre las condiciones institucionales académicas que determinan el ejercicio mexicano de la filosofía se escucha igualmente en los años setenta, en el texto “Enseñar” –columna publicada en la revista Plural y posteriormente recopilada en Manual del distraído– del filósofo Alejandro Rossi. Escribe en tono burlón:

A partir del siglo XIX la mayoría de los filósofos son profesores. Luchan por ganar las cátedras, se aferran a ellas, ahorran, envejecen y a últimas fechas incluso se jubilan con cierto decoro. En nuestra época es difícil encontrar la figura de pensador cuyo paradigma es Descartes: un caballero que posee sólidas rentas, viaja, vive retirado, elige sus amistades, establece sus horarios de acuerdo con sus gustos […], carece de obligaciones pedagógicas, no dicta clases, no corrige exámenes, no revisa papeles de estudio, dormita, escribe, inventa obras maestras. Sin duda aún existen personajes con entradas fijas y herencias jugosas, solitarios que habitan casas húmedas y austeras, que quizá meditan de vez en cuando y probablemente planean algún tratado pequeño y decisivo. Pero si descubrimos un hombre con esas características, de inmediato sospechamos extravagancia, ingenuidad, proyectos insensatos. Todos sabemos que Spinoza pulía vidrios y, sin embargo, tenemos pocas esperanzas de que hoy en día el relojero o el zapatero sean filósofos. Es difícil que una personalidad más o menos importante se dedique —como Hobbes— a educar al hijo predilecto de un noble o un industrial. El caso de Benedetto Croce —un profesional de la filosofía ajeno a la organización universitaria, dueño de casas y tierras— llama la atención precisamente porque es excepcional. La literatura le permite a Sartre abandonar la cátedra. Wittgenstein es diferente: escribió su mejor libro antes de ser, a regañadientes, profesor; detestaba las obligaciones académicas y exigía del filósofo ascetismo, intensidad, concentración. Para él la Universidad era el lugar de las concesiones, las vanidades, las complacencias. La filosofía era un llamado, una vocación singularísima, no una profesión entre otras. Para el resto de sus colegas —cualquiera que sean las convicciones íntimas— la enseñanza era casi la única manera de sobrevivir. Las fuentes adicionales son la burocracia cultural, la producción constante de textos o los legados familiares —escasos si recordamos que, por lo general, los filósofos se reclutan entre las clases medias—. Para bien o para mal, la filosofía se ha refugiado en las universidades.

Dice Rossi contundente: “la enseñanza como única manera de sobrevivir” del filósofo. Sobrevivir en la universidad como profesor con obligaciones pedagógicas y burocráticas. Y así la “vocación singularísima” –que no “una profesión entre otras”– se refugia a regañadientes en la institución educativa para poder perpetuarse. En ciertas partes de su texto Rossi esboza una pequeña “viñeta” utópica de unas adecuadas condiciones para el sentido, la necesidad y el destino de la filosofía en México: la filosofía se ejercitaría en México en estadios finales de la enseñanza, a grupos reducidos de estudiantes que contaran con una homogeneidad cultural. Pues escribe  de manera burlona sobre el ejercicio de la enseñanza de la filosofía a nivel superior en los años setenta:

Lo normal es una fragmentación que disminuye o deforma los esfuerzos del más perfecto de los profesores. Los ejemplos son simples. De veinte alumnos que inician sus estudios filosóficos es probable que apenas unos cuantos hayan elegido ese determinado profesor porque de alguna manera coincide con direcciones teóricas que ellos desean explorar. Los otros están allí porque el horario es conveniente, porque hay lugar, para no abandonar al amigo o porque allí los enviaron desde las oficinas administrativas. Unos cuantos habrán visto y hasta leído algunos de los libros que se recomiendan. El resto se subdividirá entre aquellos que azarosamente se han topado con los nombres de los autores y los que desconocen obra, autor y editor; entre los que se desconciertan cuando caen en la cuenta de que no habrá un texto único sobre el cual puedan navegar durante el año entero y los que se inquietan y enervan al comprobar que la memoria, la capacidad de reproducir fielmente las frases, los parágrafos, los puntos suspensivos, las dudas y los suspiros de los filósofos no es suficiente para convertirse en un alumno modelo. O entre los que se sorprenden porque la clase no se reduce a un dictado pacífico y moroso y los que no entienden que quizá sea un esfuerzo inútil copiar con buena letra —limpia, redonda, elemental— los garabatos de ayer. Y no faltará el que se indigna porque el profesor aconseja la lectura de obras que no están traducidas. Para una minoría el profesor es reiterativo, machacón, avanza despacio, presta una atención excesiva a esos compañeros que una y otra vez vuelven a preguntar lo mismo; los demás, por el contrario, se quejan del ritmo vertiginoso de las exposiciones, una rapidez que interpretan como desdén y rechazo. Igual sucede con el lenguaje: muchos lo encuentran distante, elusivo, oscuro, no están habituados a ciertos tonos y recursos, y en ocasiones hasta el vocabulario y la sintaxis les parecen extraños. Una situación que se complica aún más cuando el auditorio se fragmenta en estudiantes que esperan de la filosofía el suministro rápido de armas ideológicas, estudiantes que se acercan porque les interesa un conjunto de problemas teóricos y estudiantes que han heredado una idea elegante y ornamental de la filosofía. Lo que satisface a unos incomoda a otros. Aquél acepta —porque así ha sido su experiencia previa— que el alumno, salvo prueba contraria, sabe menos que el profesor, y no le molesta ajustarse a ciertas costumbres tradicionales; ese que está sentado a la derecha, en cambio, considera importantísimo el tuteo y la camaradería instantánea con el profesor, sin la cual —supone— la enseñanza es abstracta y paternalista.

 

Y termina renunciando ante la imposibilidad en su momento de condiciones no académicas institucionales adecuadas para el ejercicio de la filosofía:

En una situación semejante, todo es difícil: las relaciones académicas entre los alumnos, el establecimiento de tareas comunes, encontrar la voz adecuada que evite la impaciencia de ese sector que nos juzga ahora demasiado obvios o la rabia de los demás porque no los tomamos en cuenta y ya se han perdido y nosotros seguimos adelante y ellos están allí, sin entender nada, hartos, aburridos, frustrados. Enseñar en estas condiciones es más complicado que construir un argumento válido. Es posible, entonces, que el filósofo, hombre prudente, regrese a las artesanías, a los oficios o a la vagancia. Pero si lo hace, no culpará a la Universidad por reflejar y reproducir en los salones de clases la realidad fragmentaria de nuestros países.

 

Pues, ¿qué necesidad hay de la filosofía en condiciones como las de México? ¿Qué sentido tiene la filosofía en México? Antes ser un vago que un filósofo profesional. Antes dormitar, escribir, inventar obras maestras, que hacer concesiones a una profesión llena de obligaciones pedagógicas para sobrevivir.

Diferentes imágenes del filósofo –responsable, profesional o vago–, diferentes conceptos del ejercicio de la filosofía –creación, artesanía u oficio especializado–, pero igual desconsideración por la figura del profesor de filosofía, igual desdén por el ejercicio institucional académico de la enseñanza de la filosofía, igual anhelo de una situación extraacadémica donde filosofar. El sentido, necesidad y destino de la filosofía en México estaría, según estos filósofos mexicanos, fuera de la institución académica.

Para entender la desatención sobre las prácticas didácticas adecuadas para las humanidades en la EMS y la preferencia por un enfoque disciplinar hay que estar atentos a estos procesos institucionales académicos del ejercicio de la filosofía. Estar atentos a la genealogía de las distinciones y oposiciones –profesor de filosofía/filósofo; reproducir/crear; institución académica/filósofo profesional– que han determinado su sentido. Esas genealogías de las figuras del filósofo y del ejercicio mexicano de la filosofía marcan las prácticas didácticas de las humanidades en la EMS mexicana hasta el día de hoy.

Retomemos el tópico de la enseñanza de la filosofía como lugar de la mera reproducción, de la simple perpetuación a regañadientes. ¿Por qué aparece ese tópico en esos pensadores mexicanos entre los años cincuenta y ochenta del siglo pasado? Recordemos que todo el siglo XX, desde la aparición de la Escuela Nacional de Altos Estudios en 1910, los esfuerzos de los humanistas, de los filósofos, se han dirigido a lograr mantener las condiciones para el ejercicio y la producción de su conocimiento y forma de vida. Dicho de otra manera, los humanistas, los filósofos mexicanos de acuerdo a las circunstancias se dedicaron con denuedo durante todo el siglo XX —y aún el día de hoy— principalmente a tres cosas:

  • Determinar una concepción de las humanidades adecuadas para las circunstancias históricas, sociales y políticas mexicanas (tratando de responder a la pregunta: ¿Cuáles son la figura y el sentido del filósofo adecuados para nuestro país? ¿Qué tipo de literato es útil para nuestras condiciones determinadas?)
  • Determinar la más adecuada articulación de las humanidades con la sociedad y el estado (tratando de contestar la pregunta: ¿De qué sirven las instituciones humanísticas superiores a México?)
  • Determinar sus potencias y alcances (tratando de elaborar la pregunta: ¿Qué sentido tienen las humanidades en nuestras circunstancias determinadas? ¿Cómo impactan en nuestra vida?)

 

Tres problemas que pueden bien traducirse en la preocupación de José Ignacio Palencia sobre el sentido, la necesidad y el destino de la filosofía en México. Pero hacer factible y permitir un ejercicio mexicano de las humanidades, de la filosofía durante el siglo XX pasó por la institucionalización académica universitaria de las humanidades. Y según las valoraciones de Palencia, Villoro, Uranga, Rossi, esa institución académica universitaria acabó volviéndose escolar. Y en lugar de condiciones plenas para el ejercicio productivo –¿puramente de investigación y creación?– de las humanidades y la filosofía, la institución académica universitaria devino condición mínima de mera reproducción. No vivir, mero sobrevivir. Y la situación utópica que se trabajó con tanto esfuerzo decayó en cadena, en obligación burocrática. El diagnóstico es claro entre los años cincuenta y los ochenta: la enseñanza de la filosofía no está a la altura de la necesidad de la filosofía misma. Entonces preguntará Adolfo Sánchez Vázquez: ¿por qué y para qué enseñar filosofía?

Regresemos a la manera en que responde al problema de Palencia. Después de postular la “cadena de la enseñanza” para el ejercicio mexicano de la filosofía, afirma de aquellos cuyo “culmen de su actividad profesional” es reproducir la filosofía mexicana enseñando filosofía: “Muchos de ellos ciertamente quedarán en la enseñanza media, no en las facultades, y enfrentarán entonces como reto el de enseñar o transmitir por la enseñanza una disciplina de la que quien fuera profesor afirma que no puede enseñarse o transmitirse como si se tratara de un saber.”(11) Modifiquemos la pregunta de Sánchez Vázquez: ¿por qué y para qué enseñar filosofía en la EMS? En esa pregunta, ¿se jugaría también el sentido, la necesidad y el destino de la filosofía en México en su enseñanza en la EMS o sólo en el nivel superior? ¿En la enseñanza de la filosofía a nivel medio superior se jugaría lo extraacadémico o se trataría de la cadena más férrea para el ejercicio pleno de la filosofía, lugar únicamente de la mera supervivencia?

Palencia afirma que en ese momento había un “consenso” (18) en la forma de enseñar la filosofía a nivel superior entre los pensadores mexicanos. Este consenso apuntaba a “enseñar en los métodos”. (14) Para ilustrar este consenso didáctico a nivel superior, Palencia cita a Fernando Salmerón en su texto de 1961 “Sobre la enseñanza de la filosofía” –del cual Gaos afirmó en 1962 en el prólogo al libro de Salmerón Cuestiones educativas y páginas sobre México que “era la mejor exposición del tema”–:

En relación con la Filosofía habría que añadir algo: lo que se requiere para estar en aptitud de enseñar es tener experiencia de la Filosofía. Saber leer un texto clásico poniéndolo en relación con los grandes problemas de la situación presente, esto es saber filosofar. No se trata, por tanto, de estar en posesión de una filosofía propia, ni siquiera de un cierto saber sobre las cosas aprendido de otros filósofos, sino de estar en posesión de ciertos métodos para acercarse a los problemas que las cosas plantean; de contar con ciertos hábitos intelectuales indispensables para poder recorrer, al lado de los grandes clásicos, el camino de la Filosofía. (129)

 

El consenso entre los pensadores mexicanos entre los años cincuenta y ochenta del siglo pasado era, según Palencia, que a nivel superior el docente debería enseñar filosofía transmitiendo métodos de lectura, de escritura, de investigación que permitieran reproducir la experiencia del filosofar. Se trata de un enfoque “formativo”: el estudiante de filosofía de nivel superior debería adquirir esos métodos filosóficos para acercarse a los grandes problemas de la situación presente. Pero cuando Palencia llega al bachillerato afirma: “Si pareciera existir cierto consenso o posibilidad de concordancia en estos puntos, no parecería lo mismo respecto a la enseñanza media de filosofía, a partir incluso de múltiples enfoques y programas que enriquecen la enseñanza media o que en ella se padecen.” (18)

Palencia señala que los pensadores mexicanos habían llegado a diferenciar en la enseñanza de la filosofía el enfoque formativo a nivel superior de un enfoque “informativo” a nivel medio superior. Caracteriza este enfoque de la siguiente manera: “una presentación enciclopédica, eclécticamente sistematizada u ordenada, de diversos datos o hechos conocidos por la observación o la experiencia y entre sí relacionados o relacionables a criterio del expositor.” (13) Y aquí está, de facto, el enfoque disciplinar de la didáctica de las humanidades, de la filosofía en la EMS. Es ese enfoque informativo disciplinar lo que permite determinar el por qué y para qué enseñar filosofía en la EMS. En la EMS se debe enseñar filosofía, de acuerdo a este consenso de los pensadores mexicanos del siglo XX, de manera disciplinar para mantener esas condiciones mínimas de reproducción del ejercicio de la filosofía en México. A nivel superior formar estudiantes con capacidades y habilidad para filosofar, en el nivel medio superior informar disciplinarmente en los contenidos de la filosofía. Las asignaturas disciplinares de filosofía –Lógica, Ética, Historia de la filosofía, Temas de filosofía, entre otras– de la EMS serán el sitio donde coagulará el tópico de la salvaguarda de las condiciones para la perpetuación del ejercicio de la filosofía en México.

Regresemos a la pregunta de inicio: ¿qué da sentido a esa tendencia de los filósofos y humanistas mexicanos a preferir en la EMS prácticas didácticas donde se valora más una figura de autoridad disciplinar que controla el acto educativo que otros enfoques didácticos? Si durante el siglo XX por crear condiciones institucionales para el ejercicio de la filosofía. Traduzcamos la pregunta en otra: ¿quién es el encargado de salvaguardar las condiciones para la perpetuación del ejercicio de las humanidades, de la filosofía en México? El humanista, el filósofo formado a nivel superior. Y traduzcamos esta pregunta en otra: ¿quién puede determinar que lo que se enseña como humanidades, como filosofía en la EMS mexicana es realmente humanidades y filosofía? Sólo la autoridad disciplinar, quien cuente con el conocimiento y las habilidad disciplinares –el “criterio del expositor”, dice Palencia–, pues en ello se juega la perpetuación del ejercicio mexicano de la filosofía. Una didáctica disciplinar de la filosofía en la EMS mexicana para mantener con vida el ejercicio de la filosofía a nivel superior. La autoridad disciplinar debe cuidar de su propia perpetuación.

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Francisco Barrón es ensayista y profesor de filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México.