El café: orgasmo y gloria

Natalia Neumann

 

El mayor éxtasis es esa sensación de llegar de tajo al absoluto, y eso, a modo de ritual ordinario, es el beneficio del consumo de café. “Estoy como quiero estar”, escucho que susurra mi propia voz de adicta dichosa. Los adictos a la cafeína somos singulares. Tuve un amante profesor de arquitectura que, si no tenía una buena cantidad de café en el flujo sanguíneo a las ocho de la mañana, comenzaba a escupir los insultos más infames a quien se topaba en su camino: “¡Mono miserable!”, le gritó una vez al director de su colegio, porque su cafetera estaba vacía. Desde luego tuvo serios problemas. Pero su necesidad no era de aceptación, sino de colmar agujeros de ansiedad.

Sin entrar en el orbe de los alucinógenos y sin tener esa categoría pavorosa que ostentan otras drogas, el café va librando su ordinario imperio de dureza. Y claro que hay historias de adicción; un oficial que manejaba el helicóptero presidencial me contó de un mecánico aeronáutico que tenía su despertador para beber un café en la madrugada, porque de lo contrario era invadido por taquicardias, pesadillas, y se levantaba con la boca seca, como si no hubiera tomado agua en días. Ojo: los militares son malos amantes. Rústicos, pero de una dureza obscena.

Otro colega del colegio de filosofía, cargaba por los pasillos de la facultad su termo a tope y siempre lleno (eso me causó mucho terror hasta que pensé que el termo podía llenarlo cada que quisiera en cualquier puesto), y claro está, su voz, su ritmo discursivo, su mecánica mental marchaba tres veces más que cualquier otro. El exceso de café suple la necesidad de cocaína en bajas dosis. Pero la cocína no tiene aroma, salvo ese subidón sabor a uva que despedaza las fosas nasales. No tengan amantes cocainómanos: la potencia sexual deviene en horribles depresiones y pronto se verán ambos asomados a la ventana, invadidos por la certeza de que los persigue la policía.

Luego escuché a un escritor decir que el café era la droga de la modernidad y que era la grasa emocional del gran avance de la civilización. Qué estúpido, pensé: si aprovechara con sensatez la cantidad de cafeína que consume, le daría vergüenza dar a la imprenta la basura que escribe. Omitiremos nombres. Estamos hablando del café, no de la mediocridad. Los escritores son los peores amantes: es sabido. Los músicos son la gloria, siempre y cuando estén sobrios. Los académicos creen que el sexo es sumar puntos en su hojita para el ascenso de su ego. Confunden los orgasmos con las adulaciones luego de leer una ponencia. Atroz.

También el café hace rituales y muy serios; y aunque muchos universitarios lo consumen con la ilusión de que por algún motivo así llegará el amor o la musa (véase en cualquier cafetería), también es un digno puente hacia los estados magnificados de la percepción. Es como propiciar el voluptuoso enojo de las cosas, un holocausto de tajo en el nervio concentrado. El hecho es que el café crea una hiper atención mezclada con una rigidez placentera que deja ver, a un mismo tiempo, la vitrina de la idea limpísima y el sótano de los estados angustiantes.

Es el gran santo del entumecimiento lúcido. Es la frontera del nervio, el lugar donde la asfixia emocional está a punto de reventar. «¿Qué tal las ligas?», dicen los adictos expertos cuando ven a un principiante retorcerse con una sobredosis. La falta de cafeína provoca esa miserable sensación de que al globo metálico le falta el helio que lo devuelva al absoluto. Y es el sueño del tenso frenesí el que lleva a los solitarios a encender la caldera oscura en el centro mismo de los nervios.

Ávido del paraíso rotundo, sediento de condensación, el espíritu se ve obligado a forzar la marcha, a acelerar la totalidad.

El café es un ruido tembeleque tirando tierra en sus venas para aspirar a ser sonido grueso. Otra mañana de cafeína mayúscula, pensé que ese deliberado ahogo era semejante a tragar una gran bocanada de franela negra; curiosamente, a los pocos días me hallé con esta frase del viejo Bill Burroughs, hablando de una poderosa droga llamada «carne negra»: «Sacó un tubo de plomo. Cortó un extremo con una navajita curva. Del tubo brotó un vapor negro que quedó suspendido en el aire como un visón hervido. La cara del Marinero se disolvió, su boca onduló hacia adelante como una larga manguera y sorbió la pelusa negra vibrando con peristaltismos supersónicos, desapareció en una explosión muda, rosácea.»

El café es lo más parecido al metal sembrándose en las raíces del espíritu, la roca más preciada en el centro de las operaciones nerviosas. La explosión rosácea que se necrosa.

A la vez que ninfómana soy adicta al café. He creado amables mecanismos para llenar mis múltiples vacíos, supongo. Pero para las almas lúcidas, el exceso de sexo no suplirá jamás esa dicha tensa, esa voluptuosa asfixia que oprime mis sienes como el más lúbrico de los cuerpos.  La generosidad del café no lo da el más hábil de los miembros viriles.

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Natalia Neumann (Ciudad de México, 1989). Es fotógrafa y ensayista. Realizó estudios de fotografía en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda. Actualmente se dedica a las artes interdisciplinarias.