Ramiro Valdivia
Hay en el esfuerzo una forma de la absolución.
Quien con actitud sensata se pregunta por el sentido de la existencia halla en el hacer una manera de salir del fango. ¿Qué sentido tiene vivir? ¿Cuál de esos sentidos es más propicio a la condición humana?
Marx estableció que el contexto guía la vida de los hombres como una certeza de que todo responde a ciertas determinantes. Hay un contorno establecido bajo leyes generales (sociales, políticas, económicas, geográficas) que definen la vida de un ser en su tiempo histórico. Nacer en un lugar, momento y condición, sujeta la vida a formas que no se eligieron (¿la vida se eligió?). Si se nace en la precariedad, habrá que trabajar; si no se puede acceder a estudios específicos, las ocupaciones que nos esperan serán miserables.
Dirán algunos filósofos bien intencionados que en la armazón de buenos valores y una vida consecuente se halla un remedio nada reprochable para aquello del “sentido de vivir”. Y esto podría resultar como una muy efectiva medicación frente a la duda de ser. “Vive conforme hagas y trata de conseguir una perspectiva por medio del trabajo”. Aquí la estructura de la vida retomaría la forma de las posibilidades del esfuerzo.
La vida entonces estaría justificada: “Ajústate a grandes convicciones y haz de la tenacidad un evangelio”.
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Pero aquí no buscamos un tipo de maquinaria de sentido semejante a los programas que elaboran las empresas para hacer más productivo el trabajo, y tampoco pensamos que la vida se mide por su eficacia. Es decir, la vida debería ser algo más vasto y más crítico que no se puede ceñir a conceptos del Mercado. Ponerle parámetros mercantiles a la vida no ayuda a ubicar, si es que lo hay, su sentido esencial.
¿Qué es lo esencial? ¿Qué es lo fundamental? ¿Subsistir? ¿Cubrir las necesidades básicas? ¿Crear otras necesidades y colmarlas como la metáfora del barril agujereado? ¿Hacer dinero? ¿Hacerse de propiedades, venderlas y hacerse de otras propiedades?
En las familias optimistas se escucha con frecuencia un argumento de apariencia infalible: “Haz lo que te gusta”. ¿Y qué es lo que te gusta? ¿Lo que te parece menos despreciable? ¿Lo que se ajusta a tus capacidades? ¿Lo que piensas que te distinguirá del resto? ¿Lo que te dará una categoría moral, intelectual, estética o económica?
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Muchos de quienes acuden al arte lo hacen para instaurarse en una especie de Olimpo en medio de la turba. El impulso más respetable incita a ejercer el arte; crear música, crear imágenes, crear textos de alta factura estética e imaginativa. La mayoría, por sensatez o impotencia, desiste de esta oscura labor y recala en los oficios de la burocracia de las actividades artísticas. Por desgracia, no se requiere haber ejercido y ni siquiera haber comprendido el arte para “dirigir el arte”. El burócrata de las actividades artísticas ya no ve el arte como un triunfo de la percepción, la sensibilidad y la reflexión, sino como un empleo de ocho a ocho, o peor aún, como un objeto de consumo.
Desde este fatídico punto de vista, un libro de ficción y otro de reflexión no tienen mayor diferencia que una caja de papas fritas o un paquete de calcetines a rayas. La finalidad es producir ganancias. En este sentido, el argumento de vivir conforme a valores se quiebra. En la lógica del capital, una vida que traiciona o modifica sus valores vale lo mismo que una que es consecuente con ellos. Al final todo se consume en un instante de profunda necesidad que nunca se sacia.
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La urgencia por dinero hace miserable a la gran mayoría de los seres humanos. Tengan mucho o nada, sus vidas están calificadas y cualificadas sobre la base infranqueable de cuánto de lo que hacen puede hacerse visible con respecto a lo material. Si alguna tentativa artística o intelectual había en estos sujetos, se ve rápidamente subordinada al valor monetario. Pocos son quienes en su conformación interna tienen el tamaño para suplantar la presión económica por otro tipo de sustentos. Los vagabundos deberían ser promovidos a santos modernos. La mayoría toma el camino directo al buró a riesgo de parecer un fracasado.
¿Pero exactamente qué es el fracaso?
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Ramiro Valdivia es Doctorante en letras por la Pontificia Universidad Católica de Chile.