El trazo y el espejo: los rostros de Sebastián Coutiño

Cuando se entrega uno mismo a su propio sentir, se llega inevitablemente a la conclusión de que en la pintura no hay fin ni objetivo, sólo existe un instante de eternidad que es la expresión continua del alma. Siempre he sentido que el rostro es la quintaesencia de una persona, donde se condesa a sí mismo y lo inaudible del espíritu se desnuda discretamente; imposible es que no enmudezcan los sentidos cuando se palpa que detrás de lo aparente, sólo existe lo sublime de la verdad. Cuando me dispongo a dibujar contemplo con la razón, que lo que yace frente a mí, es algo intangible, más allá de la forma, y mi esfuerzo siempre está en dejar que el grafito, que no es más que un cincel que rasga la roca de la carne, deconstruya lo que hay; aunque también mantengo como norte en ese mar de líneas, que para que algo tome la forma de lo que es, se requiere observar detenidamente con los ojos verdaderos, los que saben que lo que es, simplemente es, y no hay nada más que eso. Curiosamente en ese espacio de vacío silencioso, puedo entablar un diálogo de verdadera intimidad conmigo, como diría el pintor Oscar Bachtold, “nunca pintás al otro, siempre terminás pintándote a ti mismo a través del otro”. Al final he terminado en extrapolar mis emociones en un espacio ajeno a mí, tal vez como una suerte de calma, pero justo ahí, en ese preciso momento cuando me vacío, lo comprendo todo, como señalaría la ontología: donde no hay nada, existe todo; y aún así busco que ese susurro quede indeleble en papel.

“Si buscás entender, jamás comprenderás… pero si comprendés, entonces, lo entendés todo”. Vaya paradoja: a través de ti me miro,  y a través de mí te miras tú. Que ironía, pensaba que dibujaba a otros, cuando en realidad me dibujaba a mí mismo.

Sebastián Coutiño

 

*

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Sebastián Coutiño, arqueólogo de sí mismo

“El alma se muestra a través de sus muros”, dice Aldous Huxley en torno al rostro, es decir, que en él no únicamente se percibe la geografía expresiva exterior de una persona, sino que también se halla el rastro de su ser profundo. Esta idea la persigue Sebastián Coutiño en sus dibujos; trazos que son el asentamiento de una superficie, pero más aún, una excavación en busca de un significado, como quien busca un espejo debajo de un río. Es la materialización de una forma, y al mismo tiempo, el bosquejo de un camino posible: la ruta hacia el ser propio. Por eso Coutiño, cuando piensa en la pintura, no se detiene a hablar sólo de técnica, y prefiere enfatizar ese instante de eternidad como expresión continua  del alma, comprendiendo que un trazo sobre el papel tiene como responsabilidad última la fijación de una presencia en el tiempo.

Tratándose del rostro, la tarea es compleja porque se hace un viaje de ida y vuelta; la marea de líneas descubre una expresión en su ascenso: un ceño fruncido, una inclinación en el rostro como señal de placidez, un semblante que se arrodilla ante el enigma de una flor. De vuelta, la marea se encrespa y estalla en el centro mismo del artista. De esta forma se cierra el círculo: esa extrapolación de emociones del objeto admirado a la concreción de formas definidas, nos anuncian que ha concluido el trabajo del dibujante. El dibujo concluye, pero el arte apenas comienza; el cincel que rasga la roca de la carne ahora acomete una tarea mayor: ¿cuáles de esas líneas con que se delinea el rostro del otro en realidad ha querido plasmar el propio?

Sebastián Coutiuño ha querido llevar el arte del dibujo hacia aquello que el poeta Jules Supervielle expresa en su “Plegaria al desconocido”: “el alma está a gusto en el cuerpo, el alma no quiere escapar en un estallido de bomba; el alma es para nosotros una caricia, un secreto halago”. Supervielle le pide a Dios conservar su alma; no desea el poeta que su alma se vaya, pues sólo en ella se hará posible fraguar ese instante de eternidad que algo dejará de nosotros en el mundo. Sin embargo, el poeta sabe que para hablar con Dios debe mirarlo de frente, “Dios sin rostro y tal vez sin esperanza”, dice. Sebastián Coutiño también quiere dejar algo de sí en sus retratos; la diferencia es que él no espera mirar a Dios. Su búsqueda es otra. Arqueólogo de sí mismo, excavará todo lo posible para, un buen día, en algún lugar de su descenso hacia los confines de la pintura, hallar su propio rostro.

L.L.

 

*

Sebastián Coutiño (Ciudad de México, 1990). Estudió la carrera de Historia y Arte en el Instituto Cultural Hélenico e Historia del Arte en el Centro de Cultura Casa Lamm. Desde los 7 años, período en el que formalmente ya tomaba clases de pintura, ha sentido mucho interés en el rostro humano y gran parte de su producción artística ha girado en torno a él desde esa fecha. Aunque también la abstracción es una forma de pintar que le obsesiona. Actualmente se ha centrando más en el retrato, buscando desarrollar una propuesta que se enfoque en capturar la esencia más pura del ser humano, es decir, que la imagen revele lo mejor de cada quien, donde el resultado sea un testimonio histórico de la época y a su vez sirva siempre como inspiración para el retratado.