Apenas un vago recuerdo: una muestra narrativa de Sergio Osorio

 

 

Judith

 

Gabriel había llegado dos horas atrás completamente borracho; tiró su ropa al piso, en un estruendo de monedas y llaves. Luego se deslizó en la cama aparentando sigilo. Le dijo algo ininteligible a Judith, algo inusual que terminaba en mencantschapara. Ella estaba desnuda, tal como acostumbraba dormir en el verano. El cuarto se llenó de ron. Gabriel intentó coger pero no pudo, se quedó dormido a los pocos minutos y su erección poco a poco se fue marchitando bajo la sábana.

Judith se levantó, recogió su cabello con una dona elástica y se dirigió al baño. Acostumbraba quedarse largo rato sentada revisando su teléfono, hasta que el frío envolvía sus piernas o hasta que Gabriel o alguna de sus pequeñas le pidieran turno a gritos. Ahora estaba meditando acerca de lo que estaba resuelta a hacer. Tenía suficientes razones para aprovechar el momento, sólo que sabía que no habría retorno, el que busca encuentra Judith y vas a encontrar. Eso le había dicho su prima, cuando le habló de las sospechas que tenía. Quizá sea mejor que lo dejes así. Luego hizo una pausa para tomar café y, sin bajar la taza de su rostro, estiró su dedo. Piensa en ellas. Las niñas armaban una gran torre de bloques en la salita del departamento en compañía de su primito. Yo quizá hubiera preferido no hacerlo, quién sabe. Clavó su mirada en el pequeño. Mejor búscate un cabrón y hazle lo mismo.

Pero ella no hizo nada de lo que le sugirió su prima, bueno, decir que no hizo nada significa que no consiguió un amante confiable. Como mujer y madre, pensaba, no era la misma situación que un hombre; sobraba decir los porqués. Primero llamó a Felipe, su ex amante durante el noviazgo con Gabriel. Nadie la había tratado con tanta delicadeza, con romanticismo, incluso. Cuando al fin respondió a sus mensajes disimulados, fue tajante. No, Judith, te agradecería que no me busques, tuve muchos problemas por nuestra situación y ahora estoy realmente bien. Cuídate. La segunda opción era algún ex novio. Meditó por varios días cuál era la mejor opción. Al final probó con uno de muchos años atrás, quizá porque consideraba que lo que se pudieron hacer de daño en las separaciones era nada en comparación con los que le siguieron y, más que nada, estaría poco relacionado con su vida actual. Fue fácil llamar su atención. Todos los hombres quieren coger, eso es lo fácil, si una quisiera, a la vuelta de la esquina, prima. Ahí están. Y fue fácil, el cachondeo por teléfono fue intenso y le hizo sentirse bien, deseada y, aunque le molestara reconocerlo, bonita; sin embargo pronto olió el peligro, justo antes de coincidir con él, el tipo se atrevió a escribirle durante una noche, diciéndole que ya no podía esperar más y ansiaba tenerla cuanto antes, más una foto de su pene. ¿Qué pasó? Nada, es Yuli. ¿Qué quiere tu prima? Preguntó Gabriel adormilado. Parece que va a volver con Héctor. Ah, pues está bien, pero no son horas. Lo bloqueó de inmediato.

Cuando observaba a Gabriel aún se le figuraba ver algo de aquel chico alto y apuesto, de sonrisa afable y cortés. Ese que había cumplido todo el deseo familiar de un esposo ideal para ella. Un hombre guapo, de tez blanca y cabellera ondulada. Encajó desde el primer instante en las reuniones familiares y atrajo a los sobrinos a sus juegos. Podía platicar por horas con su madre haciendo cientos de preguntas del álbum familiar y siempre dispuesto a salir con Judith por la cena para todos, cuando no llegaba ya con ella. Hablaba frecuentemente acerca de los casos que llevaban en el bufete donde había iniciado su carrera de abogado. ¿Usted cree, señora? Pues, así es la gente ahora, mijo. Judith se limitaba a posar sus manos sobre las de él y a apoyarse en su pecho. Gabriel odiaba hacer muestras de cariño irrespetuosas frente a familiares. Tocaba la puerta y al abrir, aun cuando nadie los viera, Judith recibía un hola mi princesa y el roce de sus labios. Al principio se sintió incómoda con esa actitud distante, incluso dudaba de su autenticidad, pero pronto le pareció un rasgo halagador. Ese era el hombre con el que debía casarse.

Todavía no se embarazaba de Gaby, cómo iba a embarazarse, pensó, si no la tocaba, cuando Judith le confesó su infidelidad.  Su intención fue provocar que reaccionara, desatar sus celos, su ira, sacarlo de esa ecuanimidad eterna, pero Gabriel se limitó a escuchar su confesión frente a la cafetera, midiendo cuidadosamente la carga de café y agua. Ella concluyó bañada en llanto, sin que él la interrumpiera en ningún momento. La cafetera gorgoreó y como una locomotora exhaló su última bocanada de vapor. Gabriel llenó una taza y se la extendió a Judith, la miró sobre sus gafas sorber ruidosamente. ¿Con qué intención me lo dices ahora? Tomó otra taza y vio que el fondo tenía polvo, sopló con fuerza. ¿Para qué, Judith? Te escucho, y abrió una vez más el surtidor de café.

Después de esa crisis él cambió, se tornó atento y cariñoso, vinieron las niñas. Ella le prometió nunca volverlo a engañar y dejó de trabajar. Prométetelo a ti misma, a la que engañas es a ti, no a mí, cielo. También dijo algo así como, dar confianza sirve para uno mismo no para el otro.

Pero desde hacía cosa de seis meses Gabriel había cambiado por completo. Cada vez llegaba más tarde a casa; hasta que encontró el pretexto para faltar definitivamente por noches enteras. No nos alcanza, cielo, ya metí el carro a UBER. Judith, a pesar de dedicar su vida a atender el hogar, sintió vergüenza por su inutilidad para apoyar económicamente a la familia. Había dejado de trabajar años atrás y no veía la forma de evitar que él se matara por el dinero faltante. Se sentía una carga pesada que incluía a sus hijas. Sabes, amor, puedo vender desayunos afuera de la escuela, muchas mamás que trabajan los mandan así, en blanco. Puede ser, pero ya está decidido.

De ese modo fue que sus ausencias se prolongaban cada vez más. Los fines de semana era particularmente difícil verlo. Los viernes cenaba con las niñas, se daba un baño y se despedía de Judith. No hay que desaprovechar, los viernes son los mejores, mi vida. Cuando regresaba al amanecer parecía descansado, no caía a dormir para recuperar el sueño, sino que deseaba salir con las niñas o ver por horas partidos de futbol de ligas europeas. Además era notorio que no dejaba un momento solo su celular y le habilitó el bloqueo con huella. Pues tiene otra, Judith. No mames, es obvio y todavía llega borracho. Pues de cuándo acá toma. Eres ciega o te haces pendeja. Lo del alcohol era otro asunto de reciente aparición. Gabriel lo justificaba en el hecho de que debía de integrarse más en el despacho para poder obtener un mejor puesto. Así es el mundo este de abogados, lamentablemente, los ascensos se arreglan en la cantina o en la cama, tú lo sabes bien, Judi… Ese tú lo sabes bien era como un balazo a quemarropa que él, con una sonrisa amarga, le propinaba en cualquier ocasión para dejarla en silencio.

Suspiró profundamente y, como acto mecánico, tomó un poco de papel higiénico que arrojó al inodoro y tiró de la palanca. Mirando el remolino que devoraba el papel asintió varias veces y cerró la tapa. Fue al cuarto de las niñas, como lo hacía todas las noches. Gaby se había descobijado totalmente y Brenda yacía en una posición incómoda al pie de la cama. Las arregló a ambas entre arrullos y besó sus mejillas sudorosas y enrojecidas. Después se dirigió a su cuarto. Gabriel estaba desnudo boca arriba roncando profundamente, las cobijas tiradas en el piso junto con su ropa. El calor había incrementado y el olor a alcohol también.

Judith prendió la lamparita de noche de su lado de la cama y se sentó un momento. Recogió el pantalón de Gabriel; de los bolsillos sacó su cartera, las monedas que no habían rodado por el piso y su teléfono. Colocó todo en la mesita. Enseguida tomó con suavidad la mano izquierda de Gabriel. Acercó el teléfono; activó la pantalla y, en el espacio de la huella, posó el dedo índice desfallecido de su marido. En el techo se proyectaron las sombras de sus manos, parecían entrelazadas. Judith se incorporó de la cama lentamente; apagó la lámpara de noche y con la luz del teléfono alumbró sus pasos al baño. Desde el cuarto en penumbras se escuchó el cruce del seguro de una puerta del baño y, unos minutos después, una voz serena, apenas audible. Sí, su esposa. Ella habla.

 

Los recuerdos de Itzel

 

La finalidad del viaje decembrino a Acapulco era fabricar un recuerdo indeleble en la pequeña Itzel; sembrarle una fantasía que con el pasar de los años se nutriera de su imaginación, para que un día pudiera creer que sus padres se amaron. Pretendían que al crecer dijera algo como recuerdo un cangrejo gigante que se acercó a mis pies en la regadera de la playa, me dio mucho miedo y mis papás reían tratando de agarrarlo y echarlo al mar; creo que después se tomaron de la mano, casi estoy segura de que lo hicieron. Verónica y Josué esperaban que con sus tres años y medio todo lo que pudiera recordar fuera un gran pez, un cangrejo feroz, un beso de sus padres frente al mar. Ellos estaban dispuestos a besarse.

Días antes de decidir lo de Acapulco, mientras Itzel tomaba leche y veía Dora la Exploradora, habían hablado de sus recuerdos más primigenios. Él recordaba el sismo del 85, en el que no podía estar en pie fuera del edificio de departamentos donde vivió hasta casarse con Verónica. Al narrar su recuerdo alzaba los brazos y se balanceaba, moviendo la mesa, luego los contrajo a su pecho, como lo hiciera su madre en un reflejo de protección a sus pequeños hijos. Tendría la edad de Itzel. Ella, por su parte, le dijo que a los tres años tuvo una fiesta de cumpleaños con un mago y una gran piñata de plástico en forma rectangular, de la que llovieron juguetes y globos, como si cayeran del cielo, entonces alzó la mirada a la mancha de humedad del techo.

Luego comenzaron a surgir otros episodios de la infancia más remota. Me acuerdo, sabes de qué, dijo Verónica, de cuando quería que mi mamá notara que le ayudaba en el quehacer de la casa, pero no podía recoger la basura que barrí y con mis dedos trataba de agarrar el polvo para echarlo al recogedor, así de a puñitos. Entonces ella se acercó a mí y se puso muy contenta; me alzó del piso para llenarme de besos. Eso sería antes de cumplir los cuatro años. Josué miró a Itzel fijamente y esperó su turno. Yo tengo bien presente cuando mi papá me llevó un coche de control inalámbrico al hospital, era rojo como un Ferrari, tenía el número 5, desde entonces ese es mi número, luego recuerdo su velocidad, su olor… ese olor de aparato eléctrico, como a cable quemado y el sonido, dssssssss. Ese recuerdo me lleva al sabor de la nieve de limón que me daban en el hospital por litros, después de la operación de las anginas y, sabes qué, me hace recordar además la enorme sala de espera de Santa Mónica. Verónica interrumpió. Pero ya estabas grande para recordar todo eso, tenías cinco años, Josué. Itzel, hija no te duermas, termina tu lechita, mi amor. Él pasó por alto la observación y continuó. ¿Te acuerdas que volvimos al hospital, por lo de Itzel, y me quedé asombrado porque la sala era pequeña y triste? La luz del sol que recordaba tan radiante a través de los ventanales era producto de mi imaginación, puro engaño. Sí, puro engaño, contestó ella. Ahora los dos sostenían la mirada de enormes ojos cafés de Dora, quien les pedía ayuda insistentemente para que juntos rescataran algo, pero no sabían qué. Itzel dormía sobre la mesa con la cuchara del cereal entre los dedos.

Ya en la cama, que todavía compartían, hablaron de la necesidad de estar juntos frente a la niña no sólo en las vacaciones de navidad, sino en año nuevo y, por supuesto, el 6 de enero. Me iré pasando los Reyes, no quiero que despierte y no nos vea juntos al encontrar sus juguetes. Verónica aceptó la propuesta pensando que su hija merecía esos momentos. Trasladaba su angustia a la pequeña e imaginaba lo trágico que sería para Itzel no pasar esas fechas en familia y, aún peor, no tener una respuesta ante la pregunta ¿Y papá? Eso la paralizaba. Pero lo cierto es que sabía que la razón de aceptar el acuerdo era que aún guardaba la esperanza de que él no se fuera, a pesar de estar enamorado. No hubo discusión, ella afirmó y le dio la espalda.

Te voy a extrañar mucho mi amor (Carita con ojos de corazón). Ya quiero que estés conmigo para siempre, (Carita con ríos de llanto). Yo sé que tú también me extrañas, (Carita mandando un beso). Los tres mensajes se deslizaron sobre la pantalla del celular pegado al parabrisas. Los pequeños recuadros del Whatsapp se anunciaron con su característico campaneo y permanecieron lo suficiente para que Verónica pudiera leer cada una de las frases más de una vez. El remitente sólo era un número de muchos dígitos que ella bien conocía. Luego los mensajes se retiraron y sólo quedó el mapa que mostraba las últimas indicaciones para llegar a la Costera Miguel Alemán. Ella buscó los ojos de Josué, pero no los encontró, habían huido a la autopista por el espejo lateral. Verónica también volteó al de su lado, tratando de alcanzar aquella mirada cobarde y huidiza.

Disculpa, no tenías por qué ver eso.

Josué accionó la direccional para indicar que se incorporaría al caudal de la autopista. El sonido de reloj de la luz taladraba en la mente de Verónica, se llevó una mano a la boca y rió en un gesto de ironía mientras lo miraba fijamente, sin embargo, esta vez los ojos de Josué estaban trepados en el espejo retrovisor y ahí no podía atraparlo. Metió primera, forzando la máquina y cambió a segunda patinando el clutch; el auto se sacudió con brusquedad y no pudo ganar velocidad rápidamente. Un autobús se aproximó bufando enfurecido, resoplaba amenazante. Verónica instintivamente miró hacia el asiento de atrás para asegurarse de que Itzel siguiera dormida, luego miró a las potentes luces del autobús, que parpadearon en sus ojos; entendió perfectamente el mensaje para Josué. Sí, chinga tu madre, dijo en voz baja. Josué escuchó claramente la traducción del juego de luces que se apareció en todos sus espejos, pero permaneció inmutable, con la mirada fija al frente del carril, incluso había bajado aún más la velocidad para fastidiar al conductor del camión.

No podías esperar a que regresáramos. Lo que acordamos… qué pasó con eso.

Verónica se quedó de rodillas sobre el asiento, con la frente clavada en su cabecera. No deseaba retomar su lugar como copiloto, como la esposa de Josué. Se negaba a mirar al frente.

No puedo controlar lo que hace, pero no tenías que ver eso, lo siento.

Verónica se acercó a él lentamente, hasta que sus labios rozaron su mejilla. Josué se contrajo lo más que pudo, sin dejar de mirar al frente.

Esta es la última vez que ves a tu hija, disfrútala.

Itzel despertaba. Sus ojos oscuros, al abrirse, encontraron a sus padres unidos, fundidos en una sola silueta. La luz intensa de los faros del autobús iluminaba el gesto feliz de su madre, quien le daba un tierno beso a su padre en la mejilla. El auto se mecía suavemente y las luces salpicaban los cristales. Itzel siempre tuvo presente ese momento en el auto como el último en que vio a su padre. Del resto del viaje apenas un vago recuerdo del mar, de su aroma y del  rugido de las olas.

 

La cuenta de los años

 

Al fin dan con la tumba: una plancha de cemento cubierta de maleza y rematada por un papalote negro. Al menos así lo recuerda Raúl. Un papalote negro, con armazón de varillas mal cortadas; sobre la lámina en forma de rombo, pequeñas letras blancas hechas sin mucho cuidado a mano. Raúl camina entre los muertos vecinos en busca de flores frescas. Se detiene en una de las criptas más elaboradas. Observa que dentro del nicho de cristal continúa encendida una veladora. Lee un nombre en un libro de granito abierto a la mitad: Prócoro González, 1889-1997.   Hace la suma con dificultad; toma los diez años del siglo XIX más los noventa del XX y ya forma una centuria; añade el año restante de los mil ochocientos, más los siete sobrantes del presente: ciento ocho. Lo repite en voz baja para memorizarlo. Piensa en que el muerto fue un hombre longevo; quizá dio con el muerto más viejo del panteón. No, cae en su error, no se trata del más viejo, porque lo enterraron hace muy poco, al menos 20 años después que a su padre; así que es un muerto joven. Cuida no derribar la veladora y toma el clavel más fresco. Piensa que, en todo caso, el chiste del juego de aquella tarde de agosto, ¿de 1994?, corriendo entre lápidas con sus hermanas y primos era efectuar la suma rápidamente para gritarla de inmediato y ganar.

— ¡Lo encontré! ¡Éste vivió 108 años!”

— ¡Ay! Eso ya pasó. Ahora estamos buscando el más chiquito.

—Los niños muertos están por allá, ¡Corran!

Sí y allá siguen. Mira hacia una de las esquinas de la parte alta donde casi todas las cruces son blancas. El corralito de los inocentes, se dice. Tan niños como hace veinte años. Nonatos con adolecentes, bautizados y sin bautizar, arrastrando sus globos metálicos, ya sin aire.

— ¡Aquí! ¡Aquí! ¡Una niña de un año!

— ¡Gané!,  Miren, tenía nueve meses. Menos de un año.

Raúl entra en la capilla abierta. Se dirige a la parte trasera de la mesa de consagrar y toma un bote de aluminio para las flores. Camina hacia la tumba donde su madre está sentada en la lápida. Con cada paso las voces regresan.

—Rulito, ven, ella es tu tía. Quería mucho a tu papá. Vino a despedirse de él.

—Te pareces toditito a Beto… Dios mío, estás bien chiquillo, no puede ser.

— ¡Ahora, otra vez los más viejos! ¡Corran!

— ¡Rul! ¿A dónde vas? Aquí no es un lugar para jugar. Ten resp..

—Déjalos, son niños, ellos no saben. Siéntate mujer te ves muy mal.

Raúl llega a donde está su madre; se acerca a la tumba con las flores en el bote. Mira a su alrededor. Desde ahí puede verse la Loma Colorada. Por ella asciende el acueducto de los Remedios, con sus “caracoles”, esas torres retorcidas tan misteriosas que de pequeño subía con sus hermanas. Hacía esa dirección el panteón de San Lorenzo de Loma Linda se precipita en la ladera y, desde el punto donde se encuentra con su madre, no se logra ver dónde acaba, por lo que parece que cae con todos sus muertos hacia el fondo de la barranca. Raúl suspira hondo y siente cómo sus pulmones se llenan de ese aroma familiar que asciende de la cañada, algo parecido al amoniaco, a plástico ardiendo, a su padre.

No hay más ruido que el chirriar de los cables de alta tensión y un bocinazo que suena lejos, pero que puede venir de cualquier parte porque rebota entre las lomas. Es curioso, medita, que, en un panteón tan grande, al siguiente año de muerto su padre, él, siendo aún pequeño, pudo llevar a su madre hasta esta tumba, entre cientos de lápidas idénticas y repletas de maleza.

Ahora su madre desyerba los costados de la loza con sus propias manos. Lo hace con suavidad, como si, al tomar el pasto alto, acariciara el cabello de alguien. Raúl comienza a impacientarse, pues cree que ya se ha cumplido con la visita y es hora de dejar las flores e irse.

Mira nomás, qué descuido, si no fuera por tu hijo, no sería fácil encontrarte.

Raúl se para atrás de ella en silencio y deja el bote entre el pasto. La toma por los hombros.

—¿Dónde estabas? Dime.

Él busca una respuesta, algo que justifique el tiempo que empleó para traer un par de cempasúchiles marchitos, un clavel amarillento “Jugaba a contar los años de los muertos como esa vez”, pensó en decirle.

—Mamá… estaba…

—¿Dónde estabas? ¿con quién? Dime, cuando más te necesité, ¿Dónde?

Raúl calla y se aparta de algo que no le incumbe. Reconoce el tono, el tipo de reclamo que no es para un hijo y que ha estado presente desde sus primeros recuerdos. Se aleja aún más para dejarla a solas con él. Sabe que su padre nunca respondió a esas preguntas y que mucho menos lo hará ahora que tiene a la muerte de pretexto.

 

Box fitness

 

Paso mi tarjeta por el torniquete. En la pantalla aparece mi cara y bajo ella, Gerardo Romero, instructor box fitness. Luego una flecha verde libera el mecanismo y entro. La música se interrumpe en el sonido de ambiente para anunciar mi clase. Amigos, en este momento en área de combate, clase con Gerard, boxeador profesional. Supera tus límites. Paso por la zona de caminadoras y observo a toda esa gente corriendo en las bandas como ratas gordas; algunos empapados de sudor y resoplando. Entro al vestidor y voy a mi casillero de empleado. Tomo la camiseta del gimnasio y la coloco sobre la banca. Al bajar la mochila del hombro siento un dolor agudo en el costado izquierdo y me doy cuenta de que ese ganchito del Bárbaro no era tan inofensivo como pensaba. Es en la noche cuando florecen los madrazos, dice el profe. Al final, me doy un par de giros sobre el tronco aguantando el dolor y el aire; me enfundo la playera de un jalón. Nada que no se pueda tolerar. He llegado a pensar que durante toda la vida de un boxeador debe existir algún dolor en el cuerpo, un codo híper-extendido, la muñeca torcida por un gancho mal dado, la rodilla de apoyo que punza en cada piboteo, el dolor al jalar aire por golpes al plexo, lumbares inaguantables, contracturas de mandíbula y cuello, cervicales rígidas. Todos los músculos y tendones que tienen que ver con los guantes los conozco por su dolor que se extiende a otra parte del cuerpo. El peor: el de las cervicales que jalan los nervios del cráneo y produce punzadas en el ojo. Las pláticas también son así en el Barrera: ¿Cómo andas? Pues el hombro que me duele al dar el upper, ¿y tú?, pues las falanges del pie me acaban. Luego cada cual regresa a su aparato, tras el grito del entrenador, a castigar justamente la zona de la que hablan, con la intención imaginaria de formar un callo o una malformación que endurezca y acabe con la lesión. Cuando he terminado de cambiarme saco el cronometro y arrojo la mochila al fondo del cajón. Camino entre los vestidores de clientes y observo a algunos abrir casilleros totalmente equipados con cremas, lociones, pomadas y toallas apiladas. Pienso en mi saco de mezclilla metido en el casillero con una bola de vendas de farmacia, mis guantes recosidos, un short y el protector bucal. Me detengo ante el espejo para revisar mi ceja izquierda; afortunadamente no se ha vuelto a abrir, hoy resistió perfectamente varios volados del Bárbaro. Con cada impacto me llevaba el guante al ojo pensando que otra vez manaba sangre. Incluso, tengo la sensación que al secarme con la toalla es suficiente para abrir la cicatriz como si el tejido de algodón se atorara en un cierre flojo. Por el rabillo del ojo observo a dos tipos mamados, trabajados como esculturas, pero inútiles; estúpidos y lentos, que pasan las horas mirándose en todos los espejos y diciéndose puterías uno al otro: ya se te ven más definidos los oblicuos; no te creas, el fin de semana abusé de la comida y me tomé una coca. Bola de putos, musitó; trueno el cuello y escupo al bote de la basura.

Salgo a la zona de aparatos y me recibe el ruido de mancuernas golpeando el piso, con ese retumbar sordo en el suelo sintético. A mis costados se escuchan los resoplidos y gritos de esfuerzo al levantar pesos excesivos. También el choque de poleas proveniente de los aparatos donde se ven a las chicas en un tremendo esfuerzo por hacer brotar sus nalgas, empeñadas en circuitos eternos de tortura. Algunas definitivamente necesitan cuchillo y parecen no darse cuenta. Llego al área de box y ya están seis alumnos. Dos son nuevos y me saludan, presentándose. ¡Qué esperan, a calentar huevones! les grito a los otros cuatro que comienzan a correr alrededor de nosotros. Los nuevos me platican los motivos por los que quieren estar en mi zona, afirmo repetidas veces ante su explicación, hasta que les indico que se incorporen y corto la absurda argumentación que no me importa. Qué me pueden decir esos dos pendejos que yo no sepa. Lo que sea que quieran no es pelear ni ganarse la vida con los guantes. ¡Cambio! ¡Girooooos con la cabeza! ¡Más rápido!

Cuando entré aquí, que fue gracias al profe Cruz, no tenía idea de cómo sería dar clases de box a éstos. Me dijo que les enseñara lo que es puro acondicionamiento como se hace allá en el Barrera; que él ya no tenía chance de seguir cubriendo ese horario y que me darían 200 por clase. Ahora tengo 4 sesiones por la tarde noche. La única garantía de que podía ser el entrenador suplente era que él era mi profe, gracias a quien mi record era de 7 ganadas con un empate  y 0 perdidas, 6 por KO. El profe le dijo al gerente: podrás anunciar que tienes un campeón como entrenador y me sacudía la cabeza como si estuviera vendiendo un perro. Después de una mueca y una mirada de pies a cabeza, donde sólo hacía falta levantar mi labio para revisar mi dentadura, me aceptaron. De eso ya un año, después fue perder y empatar y volver a perder por la ceja; no por nada que esté en mis manos ni por mi velocidad, tampoco por mi fuerza o mi repertorio sino por esa ceja. Sin embargo, hoy ha probado su dureza y parece que por fin la piel ha formado una carnosidad resistente. Bien mi Gery, ya no se abre, te programo pelea. Ya sabes cabrón, no hay lana, pero ya vas regresando.

¡Cambio, paso lateral! Las primeras clases trataba de ser tranquilo, les daba sus buenos descansos, les ponía series cortas y sin rounds, sin embargo, apenas terminaban, ya los tenía enfrente pidiendo más sin descanso. Me sorprendía que tuvieran ese ánimo de querer sufrir sin necesidad. El gerente un día me paró a la salida y me reclamó por no querer entrenarlos como a boxeadores de verdad. Le dije que no eran boxeadores de verdad, que no aguantarían y que, si no iban a pelear, no tenía caso.

—Dos alumnos se quejaron de que tu clase era aburrida y poco demandante, Gerardo.

—Es lo adecuado para ellos, se pueden lastimar, no son duros.

—No mames Gerardo, aquí la gente quiere probar sus límites, ¿no recuerdas el slogan del gimnasio?, si no les damos eso, se irán y yo buscaré otro instructor, mi Gerard.

¡Vaaamos abajo todos, princesas! ¡Patitos ya, cabrones! Entonces cambiaron las cosas. ¡Vaamos, me sobran muchos de ustedes, aquí hay poco espacio y sólo es para cabrones duros!  Acuñé ese tipo de frases de los demás instructores: el de Insanity, la de Kick boxing para mujeres, el de Cross fit. Así es cómo le gusta ser tratada a esta gente. Me he dado a la tarea de llevar el maltrato hasta que logro que caigan agotados. Entonces sonríen y descansan. Algunos me han dicho gracias con lágrimas mezcladas con sudor; quedan en la lona satisfechos. ¡Alto! ¡Vamos a las vendas y guantes!  Camino entre los costales con las manos en la espalda. No hay gracia en los saltos de cuerda de una güera alta, parece un perro golden que lo hacen caminar en dos patas y dar giros. Se enreda la cuerda cada cuatro saltos invariablemente. ¡Vamos bien, vamos bien! Ella maldice, sabe que es una burla. Me detengo frente a un tipo que porta unos exquisitos guantes Cleto Reyes del color de la bandera de México; sus vendas cada una de a 200 pesos, mal amarradas por supuesto. ¡Puro recto! Le muestro la posición y hago el movimiento en cámara lenta. Luego él comienza a tirar con toda su fuerza, rebotando descompuesto del costal y sin girar el tobillo trasero. Sigue así, le digo. En el centro despejado un chico musculoso hace desplazamientos como si bailara un pinche vals de 15 años; tira golpes sin la guardia, no ha pasado por el periodo de mantener los brazos arriba y se cansa al subir los codos. Me pongo frente a él y le digo pega, sígueme, atrápame. Le extiendo los brazos en combinaciones lentas con las manos abiertas como si se tratara de cachetear a un perro juguetón. Rápidamente su respiración se transforma en un fuelle que chifla. Trata de extender su recto de la manera que supone que se hace y embarra su cara en mi hombro; sin pensarlo, giro la cadera y lo arrojo al piso aprovechando su falta de apoyo.  Me mira con odio ¡Levántate! Le doy la espalda. Sin la conciencia de un rival, sin nadie frente a él que también quiera lastimarlo y ganarse los cinco mil pesos de una pelea, es absurdo su esfuerzo. Paso al último costal y alzo un codo, compongo una guardia porque me ofende. Señalo la altura de un golpe. ¡Aquí, mamacita! Aquí está la nariz ¿A qué pinche enano le estás pegando? Los golpes son en verdad los de una loca, insoportables. A ver, a ver, dale: undostres, undostres. Le señalo la combinación, así y despaaaacio. Yo te detengo el costal. Doy la vuelta al saco y de pronto un latigazo me da de lleno en el rostro. Reconozco el sonido de la comba de la cuerda de salto, pero soy incapaz de mirar ante el dolor en el ojo. El sonido de los saltos se detiene; los golpes en los costales también. Alguien grita que se requiere al médico. El dolor de un ojo me impide abrir completamente el otro, pero siento la consistencia viscosa y caliente de la sangre. Me incorporo y me dirijo a una esquina, justo como cuando me he retirado de la pelea. Me siento en un banco con los brazos a los costados y la cabeza gacha, dejando que la sangre caiga libremente de la ceja abierta. La chica rubia se acerca a mí. La cuerda de cuero con la que me abrió la piel se bambolea entre mis pies con un pequeño aro de metal atascado a la mitad. Con los dedos ensangrentados tocó los bordes filosos del remache que días atrás se había desprendido de la base de la empuñadura de la cuerda. Varias veces pensé en pedir unas pinzas y retirarlo porque en cada salto dejaban una pequeña marca en el piso. De entre mi mano se escurre la cuerda y en su lugar se posa una mano blanca de piel tersa. Gerard, discúlpame, plis, plis, ¡ay qué pena! Afortunadamente solo fue una cortada en la ceja.

*

 

Y entre la oscuridad se escuchan cantos: una aproximación a la narrativa de Sergio Osorio 

 

En alguna entrevista, Juan Rulfo recordó que durante los años de su niñez perdió a casi toda su familia, hecho que marcó su carácter depresivo y quizás también el tono de su literatura. Toda su obra será una constante búsqueda del padre, o el retorno al paraíso de la remota niñez extraviada en los abismos del tiempo. El orbe de la literatura toma la forma del cataclismo que sucede al interior de quien escribe, y no por otra cosa sería difícil pensar una escritura sin rasgos autobiográficos. Este desamparo, este vivir fracturado lo encontramos en los cuentos de Sergio Osorio (Estado de México, 1981). Osorio se vale de pocas palabras para dibujar un ambiente emocional rasgado por contingencias, frente a las cuales sus personajes no tienen la menor oportunidad de reaccionar. En sus relatos abunda la miseria, el abandono, la crueldad, y por tal motivo es frecuente la presencia de niños cuya soledad la suplen los juguetes, o la fabulación de mundos menos hostiles. Un último rasgo comparte Osorio con el maestro jaliscience: la figura del padre que lo acompaña como una sombra funesta: “Mi padre persigue la luz. Pone un billete en mis manos y me encamina a la oscuridad”, dice en algún relato. Omnipresente, la fuerza de la figura paterna termina imponiéndose, ya sea porque es la responsable de la rotura del núcleo familiar (“Judith”, “Los recuerdos de Itzel”,), o porque su ausencia sigue cavando huecos: “La cuenta de los años”, “Relevo”.

Sergio Osorio ha publicado un único libro de cuentos: Ámbar (2018), donde la fragilidad de la vida cotidiana se quiebra, dejando al descubierto los abismos de las relaciones humanas. En este conjunto de relatos cortos, se aprecia un narrador de una luminosidad que, en su intento de alcanzar las frías periferias de sus propios recuerdos, deviene en sombra: casas cubiertas de humedad, “porque el sol no toca sus muros”; o una mujer que no puede cuidar a sus hijos porque la depresión la tiene postrada en la cama. Sin embargo, este resplandor alcanza lugares del espíritu humano, que por su complejidad, a menudo son inaccesibles. Se trata de un viaje por los subsuelos de esa “normalidad” de la vida ordinaria, que un día,  sin previo aviso, nos muestra que todo es un engaño (como aquella pareja de su relato “Los recuerdos de Itzel”, que ante la inminencia de su separación, proyecta un viaje para crear un recuerdo de falsa comunión en su hija). Esa sensación de engaño, de traición desde los cimientos, es una constante en los relatos de Sergio Osorio: el hijo que sabe que el cariño de su padre no es legítimo, y  la mujer que no duerme esperando a su esposo, con la certeza de que éste tiene una amante. Relaciones malogradas, heridas a lo largo de cada región de los afectos, y sin embargo, la inocencia abriendo una posibilidad entre las tinieblas humanas. Porque más allá de todo sentimiento de pérdida, hay ese destello ámbar que traza un camino para los que viven en los alrededores de un precipicio.

Queda la sensación de que en los relatos de Sergio Osorio hay un riachuelo escondido que en algún momento brotará para calmar el sufrimiento de sus personajes. Sólo hace falta sumergirse en el silencio de la paz nocturna, y siempre podrá escucharse el canto de los grillos que nos salvarán de las tinieblas.

Leopoldo Lezama

*

Sergio Osorio (Estado de México, 1981). Cursó la licenciatura en Lenguas y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Es autor del libro de relatos Ámbar (Ediciones Periféricas, 2018).