Por Leopoldo Lezama
¿Qué permanece del escritor argentino Julio Cortázar además de su obra magnífica, siempre leída con el mismo placer? Queda la manera de hacer visibles las hebras de una realidad múltiple, el esfuerzo por rondar los límites y a menudo traspasarlos. El suyo fue uno de aquellos pensamientos que contribuyeron al gran rompimiento de los preceptos literarios imperantes en su tiempo, y al resquebrajamiento de la visión ordinaria, tal como suele ocurrir en los sueños, cuando vemos caer una lluvia de fuego y, al despertar, resulta que alrededor todo el paisaje está calcinado. Porque en rigor todo es posible, basta con provocar el gran incendio interior, pues lo único que no podría pasar por alto el Ser (así, con mayúscula) sería no haber incitado al gran estallido en el núcleo mismo donde son concebidas todas las cosas: ¿quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer… saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancia pegajosa que nos detiene de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinarnos…
Esa calcinación dulce que nos convoca a mirar más allá de todas las formas, la vislumbró Cortázar desde ángulos diversos: en la historia de dos hermanos que paulatinamente son expulsados de su casa por una fuerza que no pueden identificar, pero cuyo poder terrorífico es superior a cualquier cosa tangible; o en la del motociclista accidentado, que durante su convalecencia sueña que es llevado a la piedra de los sacrificios durante un ritual azteca, y cuyo delirio se entrecruza con un hombre quien soñó con una ciudad espléndida en la que montaba un enorme insecto de metal, poco antes de llegar a la gran piedra donde habría de ofrendar su sangre.
El juego consiste en mantenerse al interior del incendio, ardiendo así sin tregua, soportando la quemadura central que avanza como la madurez paulatina en el fruto, ser el pulso de una hoguera en esta maraña de piedra interminable, caminar por las noches de nuestra vida con la obediencia de la sangre en su circuito ciego. Y es en este juego de ficción donde Cortázar desarrolla el ejercicio de la huida, convencido de que nuestra verdad posible tiene que ser invención. Juego que abarca un centenar de cuentos asombrosos, cinco libros almanaque compuestos de poemas, cuentos, recortes periodísticos, pequeños ensayos y textos de teatro, tres volúmenes de poesía y siete novelas que tienen en Rayuela el intento más admirable por alcanzar la otra orilla, los otros límites. París —escribió en una frase que encapsula toda su poética— es un centro… un mandala que hay que recorrer sin dialéctica, un laberinto donde las fórmulas pragmáticas no sirven más que para perderse.
¿Y cuáles son las fórmulas que establecería tal pensamiento en su intento por filtrarse entre las oquedades que ofrecen atisbos de la otra realidad? ¿Qué mecanismo engendraría para perseguir lo que buscaba una conciencia de las dimensiones de Johny Carter en su cuento “El perseguidor”? Ese personaje que encarna el drama del músico genial, drogadicto y miserable (claro homenaje a Charly Parker), es un punto de partida para acometer la fuga, porque —dice de sí mismo el propio Carter—: la música me sacaba del tiempo, aunque no es más que una manera de decirlo. Si quieres saber lo que realmente siento, yo creo que la música me metía en el tiempo. Pero entonces hay que creer que este tiempo no tiene que ver con… bueno, con nosotros, por decirlo así. Y cada vez que Johny Carter ejecutaba un solo con su saxo, se abría un tiempo nuevo: Yo no me abstraigo cuando toco. Solamente cambio de lugar.
Pero, ¿qué lugar, qué tiempo extraordinario es aquel que se alcanza mediante la implicación absoluta con el arte? He aquí una respuesta posible ofrecida por Carter: Todo es elástico, chico, las cosas que parecen duras tienen una elasticidad. José Lezama Lima había dicho en torno a la obra cumbre de Cortázar: “Rayuela ha sabido destruir un espacio para construir un espacio, decapitar el tiempo para que el tiempo salga con otra cabeza”.
Para cohabitar en la alcoba cortazariana (no decimos entender, porque nada disgustaba más a Cortázar que esa palabra), resulta imprescindible conocer a quienes conforman su familia espiritual (Mis dioses están en la tierra y no en otra parte, solía decir). De su afición por la literatura francesa (pasando por las ya conocidas influencias de Jules Verne y del noerteamericano Edgar Allan Poe) podemos resaltar dos momentos cruciales: primero, la figura de Jean Arthur Rimbaud, y después, el movimiento surrealista (cuyos planteamientos fundamentales parecen estar influidos también por el joven de Charleville). Gracias a un ensayo temprano sobre Rimbaud, escrito hacia 1941, sabemos que Cortázar admiró del poeta maldito esa búsqueda del absoluto por medio de la poesía para alcanzar los confines del propio Ser:
Quiere abrirse un camino a través del infierno, a través de la Poesía, y alcanzar por fin la conquista de su propio Yo… Más allá está la vida —poesía, libertad, divinidad—; y todo su terrible camino no es más que un reiterado más allá. Aún aceptando que hubo en él la esperanza de llegar a lo absoluto de la Poesía, de lograr un conocimiento de lo incognoscible mediante la aprehensión poética… todo ello no era un fin en sí… sino el peldaño supremo desde el cual le sería dada la contemplación de sí mismo, desnudo de escoria, diamante ya, enfrentándose con lo divino de igual a igual.
La frase célebre que ha quedado en la historia de la poesía como el himno de la más profunda búsqueda ontológica: “Yo es otro”, aparece registrada en Carta de un vidente. En ese texto, Rimbaud propone un desajuste de todos los sentidos como vía para encontrar nuevas y desconocidas rutas poéticas, pero sobre todo una dislocación del Yo concreto (tentativa para encontrar la Vida que su naturaleza le reclamaba, insiste Cortázar). Esa frase tuvo una fuerte resonancia en el autor argentino, quien, incluso, llegó a poner en labios de su Johny Carter otra frase igualmente enigmática, que pareciera contestación a la primera: “No soy yo, yo”.
Junto al hombre al que idolatró por haber jugado la poesía como la carta más alta en su lucha contra la realidad, Cortázar absorbió asimismo el movimiento encabezado en París por André Bretón, del cual diría pocos años antes de su muerte:
El Surrealismo fue una gran lección para mí, no tanto una lección literaria, sino una lección de tipo metafísico; el hecho de que el Surrealismo me mostró la posibilidad de enfrentar la llamada realidad cotidiana no sólo desde la visión convencional, de la lógica aristotélica, sino tratando de ver lo que se daba en los intersticios, siguiendo la famosa frase de Alfred Jarry: “Preocuparme no tanto por las leyes sino por las excepciones de las leyes, que en efecto son siempre más interesantes que la ley misma.
De estos materiales están constituidos los personajes más emblemáticos del imaginario cortazariano: Horacio Oliveira, La Maga, los miembros del Club de la Serpiente, cuyas noches de jazz, ginebra y filosofía se presentan como ceremonias lúdicas (pero no por ello menos solemnes) en que el espíritu practica una deliciosa apertura frente a la monumentalidad de la existencia.
Abrumado de absoluto, Cortázar recorre los innumerables pasillos del lenguaje hasta llegar al patio en blanco, al fuego sordo que consume las formas rígidas, la forma huidiza que se lanza hacia otras nuevas y asume la casualidad como un principio vital; como algo que estaba pactado bajo su fascinante método oculto. En rigor, Cortázar busca también una visión estética del mundo, donde las potencias edificantes del arte transforman la mente de los hombres mediante un prisma que todo lo disocia en formas enigmáticas. La luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, escribió. ¿Pero qué clase de formas son las que se dejan distinguir en la estética cortazariana? Todas aquellas que han organizado la tentativa de ir un poco más allá; el desmembramiento de estructuras como un curioso salto cuántico hecho por una liebre para llegar a un sendero imposible; el humor como un sable meticuloso que despedaza los cuadros lógicos de nuestra inaceptable realidad; la fantasía como alternativa para modificar el tema del hombre, peluquero de sí mismo, repitiendo hasta la náusea el corte quincenal. Y el amor, ese ritual inexplicable en que el Ser vence sus contornos para ir en busca del otro (¿para recibirlo?), para fundirse en un mismo movimiento convulso donde todo vuelve a comenzar. Nos hemos estado encontrando, paso a paso, desde mucho antes que nos viéramos por vez primera, mucho antes de tu cuerpo junto al mío, nos hemos venido hallando como un caracol sigue a la luna por la noche, como un pájaro se deja llevar por el aire para llegar a otro nido, le dice Oliveira a la Maga, símbolo que condensa la sensibilidad y la ternura en estado puro, emblema que fecunda la luz negra, aquella manera natural de observar y de sentir el universo a fuego limpio.
Es la Maga —y no la realidad— quien hace a Cortázar (Horacio Oliveira) replantearse las cosas desde un ángulo divino (te siento temblar junto a mi como una luna en el agua); es ella quien logra que la escritura de Rayuela se sublime y penetre en una espacialidad deslumbrante:
Hay ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina está nadando en el aire, girando alucinada en torno al campanario, dejándose caer para levantarse mejor con el impulso. Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada… Y no lo sabe, igualita a la golondrina… Ese desorden que es un orden misterioso, esa bohemia del cuerpo y el alma que le abre de par en par las verdaderas puertas.
En este ir y venir del orden al desastre luminoso, Cortázar presintió que es el amor la fuerza motriz de las máximas transgresiones (o acaso el desamor y su lenta máquina, los engranajes del reflujo, los cuerpos que abandonan las almohadas, las sábanas, los besos). Porque en esta aventura extraña, en este hechizo triste que es el devenir del tiempo, sólo unas pocas mentes han podido franquear las fronteras de lo posible; un desvelamiento labrado con la potencia de una fuerza ciega, una suerte de entrega a poderes mayúsculos que únicamente puede imaginarse mediante la detonación de las facultades sensitivas. Para verte como yo quería era necesario empezar por cerrar los ojos, dice Oliveira a la Maga. Pero estas fuerzas no provienen de otro lado que de la propia alma humana: Se podrá decir que la poesía es una aventura hacia el infinito; pero sale del hombre y a él debe volver.
Harán falta páginas para hablar de la generosidad del escritor, de su abierta posición a favor de las causas justas, de las polémicas que abrió para buscar el carácter del ser latinoamericano, de su apoyo irrestricto a las insurgencias latinoamericanas del siglo XX (incluyendo la Revolución cubana, aún en sus momentos más polémicos) contra lo que él y muchos más llamaron el imperialismo norteamericano, sistema que, en su criterio, “hace todo lo que puede para asimilarnos a su estilo de vida, a su manera de pensar, y en última instancia… a su manera de entender el mundo, que es un sistema capitalista-imperialista… que no es mi sistema ideal, ni la vía que yo pienso que tiene que ser la de América latina”. Recordemos brevemente que Julio Cortázar formó parte del Tribunal Rusell, fundado originalmente por Bertrand Rusell y Jean Paul Sartre para juzgar los crímenes de guerra cometidos en Vietnam por Estados Unidos, y que extendió su denuncia hacia las torturas ejercidas en América latina por los gobiernos de extrema derecha. Recordemos también que las regalías de su novela Libro de Manuel, fueron destinadas a los abogados que defendían a los presos políticos de la dictadura argentina, gracias a lo cual muchos fueron liberados. Juan Rulfo, quien rara vez hablaba de sus contemporáneos, dijo de Cortázar: Tiene un corazón tan grande que Dios necesitó fabricar un cuerpo también grande para acomodar ese corazón suyo.
Para el Cortázar maduro, la fuga debía darse en lo más profundo del espíritu, pero también en el destino de la sociedad, que tenía su desenvolvimiento más urgente en la liberación de los pueblos oprimidos. Y si las condiciones así lo requerían, era preciso estar preparados para dejar de combatir con las máquinas de escribir, para salir a pelear con otro tipo de máquinas.
*