Eduardo Robles
Mayores
Antes no había bodegas, tráileres de doble remolque o almacenes de zapatos, sólo campo. Recargada en el muro exterior del depósito, reviso los mensajes que allá adentro no llegan por la señal; hay uno tuyo. Esperas por mí.
¿Qué quieres que hagamos? ¿Ir a cenar? Mis compañeros se despiden de prisa y corren a detener el micro. “¿Segura que no vienes?”, me preguntan. Cuando contesto, se han ido. Las personas suelen alejarse de esa forma.
El vigilante me observa desde su cabina y nos despedimos con un gesto leve. Enciende su radio y agacha la mirada, distraído en sus propias ideas. Apunta en un pequeño libro gastado, luego es interrumpido por el intercomunicador. Iluminan el letrero verde y blanco con el logo del almacén. Arriba, el atardecer se diluye sin saber a dónde ir. Suena el celular, eres tú.
―¿Dónde estás?
―Saliendo. ¿Tú dónde estás?
―Donde siempre. Apúrate, porque está solo.
No te gusta esperarme enfrente. Soy yo la que camina hacia ti. Creo que es miedo: te asusta lo rápido que cambian las cosas. Avanzo entre los coches estacionados sobre la banqueta y mantengo el equilibrio con una mano apoyada en el muro. Partes del camino desaparecen bajo una laguna que dejó tras de sí la lluvia. En ella se reflejan los cables de luz y los condominios. Hay algunas ventanas iluminadas. ¿Podrán verme desde arriba? ¿Cómo salto sobre llantas sin rines y pedazos de piedra?
Te distingo. La bicicleta sobre la que estás no es tuya; quizá es de Arturo. Y aunque estamos cerca, chiflas.
―¿Estabas con tus novios?
―Me espero a que se vayan ―te paso mi mochila y echamos a andar, sin besarnos siquiera― ¿Para qué quieres saber, si te caen mal?
―¿A dónde vamos, entonces?
No quiero ir a ningún lado. Quiero llegar a casa, prender la tele y quedarme dormida hasta el día siguiente. No prestar atención a nada.
―¿O ya no quieres salir? ¿Vas a ver a alguien?
A nuestro alrededor sólo hay enormes portones de fábricas; algunas son depósitos de muebles, otras venden triplay. Todos sus nombres suenan igual, a veces siento como si trabajara en ningún lado.
―¿Ya no hablas?
―Sí. Dime, pues. ¿A dónde?
―Abrieron un Sirloin en la plaza. Hay promociones; dicen que está bueno.
―¿Y de qué es? ―reviso la hora en el celular.
―Es buffet ―me miras y te detienes con la bicicleta―. ¿A quién le mandas mensaje?
―No estoy mandando nada, José Luis ―te contesto, fastidiada―. Vamos, pues.
―¿Es el pinche gordo ese? ―amagas con tirar la mochila―. Cuando lo vea le voy a partir su madre, ya te dije.
Te adelantas un poco, pero enseguida regresas. Manejas el manubrio con una sola mano y te cuelgas la mochila.
―¿Quieres ir a la casa primero o nos vamos de una vez?
―Mejor vamos, antes de que se haga más noche.
¿Qué haríamos en casa? Es difícil respirar en el cuarto; es como si cada uno fuera una enfermedad para el otro. Mamá apenas nos habla. Lloró cuando se lo dije. Pienso cuánto más duraré en el trabajo; no creo juntar lo suficiente. Pasamos junto a una manta que cuelga de una de las tantas bodegas. Solicitan ayudantes generales y operadores de tráiler.
―¿Ya viniste aquí? ―me detengo a revisar los requisitos―. No piden tantos papeles. ¿Tienes tu RFC?
Tan pronto veo tu semblante, me doy cuenta de lo que pido.
―¿Vas a empezar a chingar? ―golpeas el zaguán junto a nosotros―. Sólo un día, Fer. Nada más hoy, en buena onda.
Te apartas en la bici. Entras al andador que da a nuestra calle: una rendija entre dos vecindades sin luz. Es nuestro camino, el que tomábamos al regresar de la escuela. Eras un niño. Me molestabas después de clase y me perseguías por toda la banqueta. ¿Eres tan diferente? Para mí eres el mismo, sólo que asustado, sin idea de qué hacer. Sin ánimo de continuar.
Las casas, hacinadas como un montón de cuerpos, se caían a pedazos a lo largo de la grieta. Las puertas se hundían y daba la impresión de que gente habitaba bajo la tierra. Tratabas de hacer memoria, pero no conocías a nadie que viviera ahí ―si es que había alguien―. A veces asaltaban, cuando terminaba el turno de la tarde. Y, de tanto en tanto, uno tropezaba con borrachos sin lugar a dónde volver o con parejas besándose, íntimas, veladas. Como tú y José Luis: detenían sus labios, muertos de miedo, cuando oían pasos caer sobre las charcas. Entonces escondías tu cabeza sobre su pecho; alcanzabas a sentir su pulso. Él olía tu cabello y pasaba su mano. Reían.
―Voy a dejar la bici ―gritó José Luis, casi al final del andador―. Me esperas en la tienda.
―No te tardes ―contestaste, pero no escuchó, o decidió no hacerlo.
Te tomaste tu tiempo para salir. Estarían sus amigos. Respiraste, contuviste el aire y te dirigiste rápido a la tienda. Era incómodo. Te sentías arrastrada a convivir con extraños. Antes que saludarlos, preferías revisar uno a uno los estantes. No había nadie en la tienda. ¿Qué buscabas? ¿Algo que olvidaste la última vez? Decían que te creías mucho, como si la tierra que pisabas no te mereciera. Él nunca supo tu apodo: “Miss San José”. Te quedaste en cuclillas largo rato, con la cabeza recargada en un estante. Gritó un amigo de José Luis.
―Pinche Coté. Se siente bien verga porque ya va a ser papá.
Estallaron burlas y carcajadas. Tenían un refresco al ras de la banqueta y vasos desechables sobre la tapa. Arturo, con una botella aparte, pidió a José Luis que se tomara uno limpio con él.
―Órale, concuño. ¿Me vas a dejar con la mano estirada?
―Con refresco, wey. Ahí está mi chava en la tienda, vamos a salir ahorita.
―Cómo eres puto. Ya tómale. No me hagas encabronar. Te bajo de la bici a patadas.
José Luis tomó de la tapa de la botella, se bajó de la bici y abrazó a Arturo. Se apartaron de los demás y hablaron en voz baja. Arturo exageraba, con su enorme cuerpo, cada cosa que decía. José Luis fingía escuchar, sin quitarte la mirada.
Te pusiste de pie y un niño se colocó detrás de ti. Tomó tu pierna y trató de asustarte: “¡Huh!” Diste un salto apenas perceptible; sudabas. Corrió a encender la vieja máquina de videojuegos, empotrada en una esquina; metió las monedas sin más. Sentiste una mano sobre el hombro y la apartaste de forma brusca.
―No te espantes, Fer ―te saludaron.
Sabías quién era, pero sin reconocerla del todo. Vestía una playera larga que le llegaba casi hasta las rodillas y un short holgado azul marino; calzaba sandalias y llevaba el pelo en una coleta.
―No. Fue el niño ―trataste de sonreír.
―¿Ese niño? ―la desconocida apuntó hacia la máquina―. ¡Qué fea! Es mi bendición.
Volviste a mirarla. De pronto, te abrazó.
―No es cierto, amiga ―plantó un beso en tu mejilla―. ¿Cómo estás? Sigues igualita, mujer. ¿Y tu mami? Ya tenía bastante sin verlas.
Después del beso, supiste: en la secundaria perseguía a los muchachos de primero para cubrirles de saliva el cachete. Lo recordabas. Había subido de peso, las várices asomaban de sus piernas y lucía unas ojeras profundas. Pero, detrás de los pliegues de su rostro, estaba Alma.
―Lo que pasa es que salgo tarde. A lo mejor por eso ya no nos encontramos ―contestaste más tranquila, mientras ella acariciaba tu brazo.
―Qué bueno, amiga. Mientras sea trabajo ―miró de reojo a su hijo―. ¿Ya lo conocías? Deja te lo presento.
¿De qué servía que te lo presentara? Se despedirían y cada quién volvería a lo suyo. Era triste encontrarse así luego de años. Llegaste a ir a su casa. Hablaban de chicos, retándose mutuamente a marcarles; su mamá las calló varias veces. En el fondo de la sala, una película avanzaba sin que le prestaran atención. “¿Hola? ¿Está Raúl?”, decían y colgaban. Después, dejaron de verse. No había motivo.
―Mateo, ven. Te voy a presentar una amiga ―el niño no hizo caso. Ella alzó la voz― Mateo, o dejas el juego o nos vamos a la casa. Te doy tres.
Mateo, con la cabeza echada atrás y cara de hastío, caminó arrastrando los pies hacia ustedes.
―No hagas caras, Mateo. Saluda a Fernanda.
El niño estiró la mano, sin ganas, y la tomaste. Era pequeña, frágil, como si recogieras un ave herida. Te miró con desconfianza; parecía escuchar tus pensamientos. Soltaste su mano.
―¿Ya? ―le preguntó a su mamá, malhumorado.
―Ya. Córrele. Se te va a ir el jueguito ―su voz sonó cansada―. Está malo. Tenemos que hacerle estudios, pero no hemos podido. No sé qué vamos a hacer ―su rostro se ensombreció.
La tomaste de la mano y miró a su hijo con ternura. Tú observabas a José Luis.
―Así es, amiga ―entrecruzó sus dedos con los tuyos y suspiró―. Bueno… ¿Vas a comprar algo?
José Luis alzó el brazo y apuntó a su muñeca. Era hora.
―No. Ya me tengo que ir.
Alma miró al grupo en la banqueta de enfrente. Entendió.
―Cuídate mucho, amiga. Me vienes a visitar cuando puedas, ¿eh? Todavía vivo donde siempre ―ambas se abrazaron.
No querías soltarla. Alma pasó su mano por tu espalda antes de separarse, como consolando a una niña. Permanecieron así, en medio de la tienda. Te tomó de los hombros y volvió a plantarte un beso.
―Nada más te lo limpias, ¿eh?
Tomamos el micro y bajamos en la plaza. Antes era un terreno baldío y, antes de eso, una hacienda. Dicen que grababan películas de Pedro Infante y Jorge Negrete; nunca he visto una. Cuando era pequeña, le pedía a mi papá que me alzara para asomarme sobre el muro. Sólo había bosque, y en la profundidad, el sonido de gansos. Ahora hay un Costco, tiendas de ropa.
Nos abrimos paso entre la gente y grupos de estudiantes. Se molestan entre ellos, toman fotos y hablan de cualquier cosa. Nuestra edad no es tan distinta y, sin embargo, andamos direcciones contrarias. Sólo coincidimos en ese instante. Saco el celular y busco la cámara.
―¿Otra vez? ―murmuras lo suficiente para que escuche y lo guardo. Escondo las manos dentro de la chamarra.
―¿Traes dinero? ―pregunto sólo para hostigar.
―¿No vas a disparar tú? ―sonríes, burlón. Sacas tu billetera, la revisas y la vuelves a guardar―. Pongo la mitad, pero te pago después. Le vendí una sudadera al Arturo; me pasa el dinero en la quincena. Ahorita no traigo.
Enciendes un cigarro y guardamos silencio. No te va a pagar. No hay sudadera.
El área de comida está en una explanada afuera del centro comercial. Adaptaron parte de la hacienda a un Chilis y un McDonald´s; al fondo, a la derecha, está la Casa de Toño y a la izquierda el Sirloin. En el centro de la explanada hay sillas para la gente y, en lo alto, cuelga una pantalla gigante. Espero a que termines de fumar. Cuando recién los abrieron, te dije que vinieras con tu solicitud. Tal vez no para un puesto en la cocina, pero al menos de mesero. Azotaste la cabeza contra la pared del cuarto.
―Vamos, entonces ― tiras la colilla y caminamos hacia el restaurante.
En la caja, nos da la bienvenida una muchacha.
―¿Celebran algo, chicos?
Le contesto que no y pregunto sobre las promociones. Hay dos por uno en cortes y filetes. Pido lo más económico: buffet solo.
Mientras pago, te alejas y miras la pantalla; pasan un partido de futbol. Luego revisas tu celular; le escribes a alguien.
―De este lado, por favor ―indica la chica de recepción y me entrega el baucher.
―¿Ya? ―preguntas, sin alzar la mirada.
El lugar es oscuro, como una bodega. Hay líneas de comida en cada uno de sus lados; las mesas están acomodadas perfectamente en el centro y las sillas metálicas pintadas de colores.
―¿Les parece bien esta mesa?
―Sí, está muy bien. Gracias ―respondo al ver que no dices nada.
―Perfecto. Buen provecho, chicos. Enseguida uno de mis compañeros los atiende.
Escondes el celular.
―Es que me mandaron un video. ¿Ya nos servimos?
―Hay que esperar a que venga el mesero, supongo.
Veo alrededor. Un señor largo y de lentes mordisquea alitas y apila los huesos sobre su plato. En medio, un grupo de oficinistas celebra; los meseros cantan las mañanitas de memoria. Más allá, en el extremo opuesto, otra pareja.
Cuando acaban de aplaudir al festejado, un hombre entrado en años se acerca y coloca los cubiertos.
―¿Algo de tomar?
Los dos pedimos refresco.
―En un momento traigo sus bebidas.
Hacía tiempo no nos sentábamos así. ¿De qué hablamos? ¿Conoces a alguien más? Antes conversábamos horas. ¿Cuándo nos hicimos extraños? Saco el gafete del trabajo de mi pantalón y la observo. Es una mala foto. Supongo que somos adultos.
―Aquí están sus bebidas. ¿Algo más que les pueda ofrecer?
―Así estamos bien ―al contestar, siento que envejezco al mismo paso que el señor.
Pasas tu mano sobre la cabeza, te remueves el cabello; pareces indeciso.
―Me voy a servir ―arrastras la silla y te levantas.
Recoges pedazos de carne y la colocas sobre la charola, sin fuerza. De pronto te detienes y plantas ambos brazos sobre uno de los mostradores, con la cabeza abajo. Estás de espaldas. Por unos segundos siento el deseo de irme. Quizá por eso no te mueves; también quieres que me vaya. Pero regresas y sigo aquí. Es mi turno.
Me acerco a la sección de comida china. Sushi, arroz, verduras, rollitos primavera. Lo junto todo en el plato, sin orden. Justo ahora me doy cuenta de que tengo hambre. A mi lado se detiene la pareja del fondo. El chico tiene buen cuerpo, la muchacha es linda. Se parecen. Tal vez pasan demasiado tiempo juntos. No me molestaría estar con él, o con cualquier otra persona, en realidad. Lo he pensado antes.
Vuelvo a nuestra mesa. Comes costillas con los dedos y tienes la boca manchada de salsa. Yo baño en salsa agridulce el arroz y las verduras. Al menos tenemos eso en común. Creo que es algo nuestro: nos gusta comer. Nos concentramos en ello. Hay calma.
No siempre fuimos de esta manera. Antes cocinábamos en mi casa cuando cumplíamos meses. Luego años. Una vez preparamos ―preparaste― papas al horno y chuletas en salsa de tamarindo. Aquel día sólo comimos. Eras bueno. Sabes cocinar.
Terminamos y te limpias con una servilleta. Te cubres con ella como si fuera un tapabocas y mantienes la mirada en la mesa de a lado, aunque no hay nadie. Bajas la servilleta y sonríes.
―¿Por qué no nos vamos de vacaciones?
Coloco sobre mi palma los granos de arroz que sobran. Devuelvo la sonrisa.
―Podemos ir a la playa o no sé ―arrugas la servilleta y la tiras sobre el plato―. ¿O qué? ¿Ya no quieres salir conmigo?
―¿Con qué dinero? ― doy un sorbo a la coca.
―Siempre el pinche dinero ―te ríes, molesto―. Pues, no sé, Fernanda. Lo juntamos y ya ―mueves los cubiertos, las servilletas, los sobres con azúcar―. Sólo era un comentario. No es que nos fuéramos a ir mañana. A todo pones “pero”.
Te recargas sobre la mesa y sostienes tu frente con las manos. ¿Qué quieres que te diga? ¿Cuál es la respuesta correcta? Me ofrezco para ir a los postres, pero no escuchas. Desde la máquina de helados puedo verte sin que te des cuenta. Entra un hombre con su hijo. El niño habla de una película que acaban de ver y hace ruidos de explosiones. Los miras y recuestas la cabeza sobre tus brazos cruzados.
―¿Ya sabes cómo le vamos a poner? ―me preguntas cuando regreso.
―Ni idea ―contesto rápido―. ¿Seguro que no quieres?
―¿José Luis? ¿No te gusta? ―de nuevo la mueca burlona.
―Todavía no sabemos qué es ―lamo del cono el helado, se derrite―. No te preocupes del nombre; preocúpate de otras cosas ―respondo y me limpio los dedos.
―Te caigo gordo, ¿verdad? Ya no me quieres.
―¿Por qué ahorita, José Luis? ¿No podemos estar una pinche noche sin pelear? ―tiro el cono en el plato.
―¿Sales con alguien? Dime, sin bronca.
―Con varios.
―¿Quién? ¿El pinche marrano ese? ¿Con él?
―Con él, con el vigilante, con Arturo.
Tus ojos enrojecen. Estiras, nervioso, la piel sobre tu garganta.
―¿Por eso no quieres que salgamos? ¿Le tienes que avisar a tus novios?
―Para nada. Están muy bien tus planes. ¿Con qué dinero? ―repito.
―¿Ellos no te dan?
―Para mantenerte ―reviso que esté todo en la mochila.
Golpeas la mesa y quieres reír.
―Sí es él, entonces.
Estiras la mano bruscamente e intentas sujetarme. Inclinas tu cuerpo lo más posible al mío y esta vez prendes mi brazo con fuerza.
―¿Es mío?
―Ni sé.
―Mejor cálmate, Fer. Te voy a dar en la madre ―me adviertes con lágrimas en los ojos―. Vuelves a decir otra mamada y te reviento.
―¿Aquí? ―la voz se me corta.
Tampoco puedo evitar el llanto. Nos escuchan. Observan. Tomo mis cosas y salgo rápido.
―¡Fer! ¿A dónde vas? Fernanda.
Corro a la explanada. Agarro el celular y marco al primer contacto. Antes de que pueda entrar la llamada, me sujetas del cabello y lo tiro. Te arrodillas, lo estampas contra el suelo.
―Ahí está ―dices desde el piso, llorando.
Caigo en una de las sillas públicas, trato de recobrar el aliento. La gente sólo nos mira. Ahora me doy cuenta: ya somos mayores.
Después de un rato, te levantas y caminas a la salida. Te pierdes entre la gente. No estás. Me quedo en el área de comida, frente a la pantalla gigante. Ahora pasan una película en blanco y negro. Quizá la grabaron aquí. Quiero prestarle atención, olvidar lo demás, pero estoy temblando. Sé que voy a salir, sé que aguardas. Regresaremos a nuestro pequeño cuarto y cerrarás la puerta. Nadie escuchará. Tomo mi vientre con ambas manos y cierro los ojos.
Sentir de nuevo
No soporté más estar encerrado en la habitación y fui a buscar a Isaac. Él vivía en la penúltima casa de una calle de adultos, llena de fábricas de triplay. La fachada era naranja con una franja roja en la base; pequeña, de una sola planta, olorosa siempre a salsa y pescado.
―Isaac, ¿vas a salir? ―grité, usando las manos cual megáfono.
No hubo respuesta. El ruido de lo que parecía Metallica golpeaba los cristales.
Volví a gritar.
Él, con sus pausas características, abrió la puerta y se asomó. Hacía una semana que no lo veía. Con chamarra de mezclilla puesta, agitaba la cabeza y tocaba un bajo imaginario. El resto de la gente luciría tonta haciendo una cosa así, pero a Isaac le iba.
―Voy a ir a trabajar ―cortó rápido.
Ni siquiera escuchó la pregunta; estaba más preocupado en que no se le escapara ninguna nota. Arrastró un tabique con el pie frente a la puerta abierta: significaba que podía pasar.
Adentro no había luz. Los muebles estaban extrañamente acomodados y pulcros; la ropa, doblada y en su lugar. Parecía exposición de museo, “Sala de una familia de principios del Siglo XXI”.
La última vez que vine fue con mis padres. También con el resto del vecindario; era de noche. Aquella vez, el foco amarillo colgaba en el centro: alumbraba la sala, intermitente, mientras los rezos se sucedían. Habían movido los muebles para que la gente pudiera entrar y dar el pésame. Isaac estaba sentado en la primera fila, junto a sus tías; su padre, de pie en el umbral de la puerta, observaba distante, tal vez pensando en algo más.
Isaac fue a colocar otro disco: La Sonora Matancera. Lo odia, pero era el favorito de su mamá. Salía molesto de la habitación cada vez que sonaba, y la señora, burlona, le gritaba: “Órale. Vete, enojón”. El coraje de su hijo no le impedía abrazarlo, besarle la frente, para después dejarlo libre.
Me senté junto a él.
―Vamos a las canchas.
―Hoy no puedo. Voy a ir con mi papá.
Se quedó en silencio, la mirada en el vacío. La música de carnaval llenaba los espacios.
―Si vienes, va a ser más fácil ―soltó.
No me pareció descabellado, ya lo había hecho antes. Isaac me invitaba seguido a trabajar en la marisquería; con las propinas, juntábamos para algún disco o un balón. Era bueno para ambos.
El restaurante era una vecindad de tres pisos: un pequeño enclave del Pacífico en medio del tráfico y los espectaculares de la ciudad. Los meseros subían y bajaban con platillos sobre la cabeza, el ceño arrugado y lleno de gordas gotas de sudor.
―¿Ya estás tú también aquí? ―nos recibió un señor en la planta baja― Tú y tu papá son igual de necios. Apúrate, está en el tercero, ya tienen mesas.
La gente se apretaba en las escaleras; el primer y segundo piso se llenaban rápido. En el tercero, el de menor demanda, quedaban mesas disponibles. Aquí trabajábamos. Su papá ya se ocupaba en traer los platillos. Al vernos, saludó con un movimiento de cabeza.
―Arréglenme aquellos manteles.
Isaac se quedó clavado en su sitio. Aquí no serían más que compañeros, como se decían entre los demás, sin entender del todo lo que eso significaba, pienso. ¿Quedaría aún algo de padre en él? Si desvaneciera tras el uniforme, ¿quién entonces para llamarle “hijo”? Isaac se puso en marcha, como siempre. Quizá otras palabras habrían sido mejores.
Mi parte del trabajo era fácil y, en cierto modo, inútil: cortaba panes de la manera más proporcional y simétrica posible. De vez en cuando, si Isaac o su padre estaban ocupados, también atendía y arreglaba mesas.
Isaac comenzó de inmediato. Primero atendió a una pareja joven, con dos hijos apenas más chicos que nosotros. La niña jugaba con su hermano; trataban de recordar la letra de una canción de moda, pero no daban con ella. Su padre les llamó la atención.
―Ya, Jorge, Andrea. Ahorita siguen.
Isaac se acercó a la mesa y preparó su pluma. Al estar junto a ellos, me dio la impresión de verlo triste. Hacía tiempo que su padre no le regañaba. Tal era el silencio, que no recordaba la última vez que le dirigió la palabra fuera del trabajo. Eso, al menos, me contó.
―Me vas a dar dos órdenes de ceviche, con pulpo, un coctel, y dos pescados pequeños, a la plancha.
Mientras tomaba el pedido, los niños hallaron la melodía. Al unísono, aunque desafinados y con tropiezos, cantaban. El padre los escuchó y comenzó a tronar los dedos y moverse como en un baile de los ochentas.
―¿Para tomar?
―Dos Victorias.
―Enseguida se lo traigo.
Al salir, echó una mirada a la familia. Se dio permiso de olvidar la orden por un momento y contemplarlos desde la última mesa. Los adultos platicaban de vender ropa para un dinero extra; sus hijos repetían la canción.
Apretó la pluma en el bolsillo con toda su fuerza, hasta que la mano se tornó roja y los nudillos blancos. No había nada de extraño en ellos. Sin embargo, Isaac anduvo más a prisa, a punto de chocar con otro mesero; cargado con paltos, le llamó la atención. Él se recompuso rápido y siguió como si nada por el comedor. Algo masculló al pasar a mi lado, antes de entregar el pedido en la cocina.
De regreso, en medio del vapor de las escaleras, distinguió a su padre; no cruzaron miradas, no se hablaron. Se sentó en un banco, próximo a donde yo estaba. Con la cabeza recargada en la pared y atención fija sobre el cuchillo entre mis dedos, dijo que no se lo volvería a permitir. Le pregunté de qué hablaba.
―Sentir.
Entraron dos jóvenes cubiertos de sudor. Llevaban camisa de vestir y pantalones beige; uno, con barba tupida, el otro, completamente rasurado. Isaac los atendió mientras yo limpiaba algunas mesas. Sus carcajadas eran feroces. Colocó las respectivas cartas sobre la mesa y esperó a que le ordenaran. No podía quitar la vista de la mancha bajo la axila del tipo barbudo; despedía un olor a ajo, loción y dulce de menta.
―Me prometiste culos.
―Cálmate. Te dije que saliendo de aquí.
Inspeccionaron el comedor y se detuvieron en la mujer de la familia que Isaac había atendido primero.
―Mire, licenciado. ¿Se la come?
―Carajo, pedazo de culo.
La joven esposa platicaba con su pareja y acariciaba la frente de su hija, dormida sobre el regazo.
―Yo sí me la chingo ―insistió el joven de la barba, con el rostro desencajado y saliva en ambas comisuras.
Los tipos se secaron el sudor de la frente, ahogados en su calor. En cuanto salieron del trance, repararon en Isaac.
―Dos mojarras, jovenazo. Y dos cervezas.
Volvieron a contemplarla.
―Le hago el amor sin pedos ―sentenció el joven sin barba.
Al alejarse, Isaac vio a su padre a unas mesas de él. También había escuchado, pero no hizo nada. Ninguno lo hizo. Siguieron con las tareas. Cada quien tenía un puesto y había que trabajar acorde. Mejor era dejar pasar ese tipo de situaciones y no forzarlas. Cuando se sirve, uno tiene que guardarse su vida y colgarla junto a la ropa del diario. Isaac, al transcurrir los días, se daba cuenta, se hacía adulto. Mostrarse no valía de nada ni cambiaba las cosas, no resucitaba a los muertos.
Entregó la orden, pero esta vez se quedó en la cocina, recargado sobre costales de plástico, tratando de recordar lo que se suponía que tenía que hacer después. Miraba cómo las mujeres preparaban el pescado, movían el arroz de las cacerolas para que no se batiera, iban de un lado a otro y se gritaban números y nombres de platillos. Reparó en una nueva muchacha. Con un cucharón, sacaba caldo de una olla y lo servía en varias copas cocteleras a la vez; le temblaban las manos y derramó bastante. Tal vez era el reemplazo. Estaba la vacante y su madre ya no vendría más.
Lo que supe fue lo que los grandes repetían: la señora salió a la tienda a primera hora de la mañana, tres hombres la atacaron y dejaron el cuerpo en medio de la calle. Murió así, sin significado, sólo por morir. Sucedió, como cualquier cosa de cualquier día. Isaac dejó de salir desde entonces. Se sucedieron las semanas, su padre volvió al trabajo y la gente pasó a otros asuntos. “Es mejor olvidar; nadie quiere encima ese peso”, dijo alguien durante los rosarios. El padre se quedó quieto, sin gritar, sin maldecir. Isaac odiaba esa calma; era como si hubiera abandonado el cuerpo, como si hubiese olvidado respirar. “Dios nos pone pruebas”, dijo al viudo una de las tías, mientras lo abrazaba. Pero él ya no tenía más qué ofrecer. Estaba cansado.
Alcancé a Isaac en la cocina. Quería decirle algo importante y creí que las palabras saldrían solas, como hacen los papás o los hermanos mayores cuando uno está de capa caída. Pero me vio con hastío y olvidé lo que iba a decir; me di cuenta de que no era ninguna de esas cosas. Había lugares donde la amistad no alcanzaba.
―¿Quieres que te ayude? ―me acerqué a él con tiento al preguntarle. Fue lo primero que salió de mi boca.
―Si quieres ―dijo, frunció el ceño y se tocó ambas espinillas con las manos. Le dolían, pero prefería aguantarlo antes que irse a sentar y tener que contener aquello que se deshilvanaba en él ―. Nada más que lo llevas con cuidado, porque luego a mí me regañan.
No contesté y esperamos en silencio. Pasaron unos minutos en medio del bramido de charolas y trastazos, de la lumbre entre la leña. Isaac iba y venía. Se asomaba al comedor, ponía mala cara a los dos señores, daba unos golpecitos a la pared con el puño cerrado y regresaba.
―¿Les hacemos algo? ―le propuse cuando estuvo frente a mí. Se detuvo, me miró de reojo, luego al pasillo del comedor y otra vez a mí, indeciso. Parecía preguntar “¿Como qué?” Continué en voz baja―. Hay que escupirles a sus platos o a las cervezas. Les echamos un chingo de salsa ―reí, pero su semblante estaba igual, apenas atento a lo que decía―. O mejor les llevamos cosas de más y que se las cobren. ¿Sí o no?
―Wey, te estoy diciendo ―sonrió en dirección al bullicio, harto, mientras se secaba el sudor con la playera―. Por eso mismo me echan a mí la bronca, que porque te traigo y haces tus mamadas ―una de las cocineras entrega las charolas con los platos a Isaac y a mí―. A la otra, de verdad, ya no vienes. En serio.
Terminó de reprocharme y se adelantó. Lo vi más grande, casi como su papá, y no supe si sentirme mal por la payasada que había sugerido o por mi amigo que se alejaba.
El resto de la tarde trascurrió sin recuerdo de lo pasado. Isaac y yo, con las plantas de los pies adoloridas, nos sentamos a comer. Su papá encendió la tele y salió a fumar: tampoco tenía trabajo. Mientras cortábamos el pescado, Isaac murmuró:
―¿Es malo no poder sentir?
Aunque era la primera vez que lo hacía, supe exactamente de qué hablaba. Me quedé callado y sonrió.
―Tal vez esté en la casa, esperando ―dijo entrecerrando los ojos, soñando despierto.
Una de las meseras se acercó al papá de Isaac, le pasó la mano por la espalda antes de pedirle un cigarrillo. Bajaron las escaleras y salieron antes de que Isaac lo notara.
―A veces ―continuó― creo que su rostro se pierde y la confundo con la cara de otra mujer ―dejó los cubiertos, se talló los ojos y se recostó sobre la mesa―. No quiero olvidarla. ¿Soy malo si ya no puedo acordarme de ella?
Comenzó a tamborilear un compás alegre y festivo. Era noche y veíamos las noticias con las luces apagadas. Vi que su padre había vuelto, solo, y ahora miraba con atención a Isaac: sin duda había reconocido la melodía.
*
Eduardo Robles, cuando escribe, describe: muestra. Al recurrir a sus letras, me parece que eso que está ahí, eso que coloca en la página, existe en alguna parte del universo, lo cual me aterra y seduce por partes iguales: tiemblo ante la idea de que haya seres así, conviviendo de esa manera, y que no se atrevan a dar el siguiente paso a lo que sea que se halle en sus corazones.
Parejas incapaces de saber qué quieren, aplastados bajo el peso de la amenaza de una nueva vida que ha de unirlos para siempre de formas que ni siquiera sospechan; niños aterrados de volverse hombres, porque saben que rebasada esa frontera ya no habrá más realidades disfrazadas, sólo el aterrador aliento de la existencia misma. Los personajes que crea Eduardo Robles son apenas un esbozo de vida, un fragmento de aire sostenido por quién sabe qué fuerzas. El autor logra mostrarlos en toda su plenitud y, así, se repliega, se esconde detrás de sus narradores: el autor brilla por su ausencia, lo que no es cosa fácil de lograr.
Resulta lógico, después de conversar un poco con el autor, enterarse de su amplia experiencia en oficinas de atención a víctimas de violaciones de derechos humanos: Eduardo sabe escuchar. Pero no sólo eso, sabe escoger aquello que es útil a sus fines creativos y, lo que no existe, lo llena de su propia voz, que presta por un momento a sus personajes. No es un amanuense de la realidad: es un vocero de sus propios silencios.
Aldo Rosales