Entrevista a Huberto Batis
Por Leopoldo Lezama
Primera parte
Desde hace un par de años, el antiguo editor del suplemento sábado del diario Uno más uno y profesor de la Facultad de Filosofía y Letras por más de medio siglo, Huberto Batis, se encuentra en casa por prescripción médica. Sin embargo, su delicado estado de salud no le impide estar al día en las noticias y en las novedades literarias. La entrevista se llevó a cabo hacia finales del año 2015, cuando el Instituto Nacional de Bellas Artes le organizó un homenaje nacional por sus ochenta años. Hoy Huberto Batis continúa siendo un lector voraz y un crítico implacable del mundo intelectual y literario mexicano. Desde hace algunos años publica sus memorias en el suplemento dominical Confabulario de El Universal.
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Huberto Batis está motivado. El enclaustramiento y su retiro de las aulas universitarias luego de casi sesenta años de docencia no han hecho mella en su ánimo. Mucho se ha hablado del editor veterano los últimos días porque el INBA le hará un reconocimiento por sus ochenta años, y porque hace algunos días su retiro de la UNAM causó revuelo en la prensa cultural mexicana. Batis está atento al timbre de su casa porque en unas horas llegará el equipo de prensa de Bellas Artes para grabar un video que se transmitirá el día de su homenaje al cual no podrá asistir por problemas de salud. La entrevista comienza al respecto de su partida de la UNAM.
Maestro, gracias por la charla. Habrá mucho que platicar.
Yo podría hacer un libro de todo lo que la gente se calla. En cincuenta años no dejé títere con cabeza.
El Universal y el Excélsior publicaron lo de su última clase, también muchos portales de cultura.
Pues a mí no me avisaron. Supe eso porque vinieron a traerme el periódico. Después me llamaron los del Excélsior y me pidieron que les diera mi dirección. Y también me dijeron que propusiera a cinco personas para que les enviaran un ejemplar. Y yo escogí a cinco amigos muy queridos que al otro día me hablaron para mentarme la madre, “¡para qué me mandas eso!” Yo les dije, “es que ahí escriben amigos míos”. Yo leo a Humberto Musachio que tiene su columna ahí.
Causó mucho revuelo que usted se iba de la universidad (un conmutador suena junto a su cama. El cuarto de Huberto Batis está en el tercer piso de un condominio en las alturas de la delegación Tlalpan, en la ciudad de México. La tarde es lluviosa porque hace unos días entró un huracán por el Pacífico).
¿Quieres café? Tenemos un aparato increíble; yo le timbro aquí para pedir auxilio y allá abajo me escuchan.
Sobre la mesa hay algunas novedades editoriales. Está el libro sobre Octavio Paz del abogado Ángel Gilberto Adame, Octavio Paz. Los misterios de la vocación; hay dos volúmenes de Guillermo Sheridan editados por Era también sobre Paz. Antes de continuar, Batis coge un volumen compilado por Luciano Concheiro y Ana Sofía Rodríguez, El intelectual mexicano, una especie en extinción. “Mira, échale un ojo”.
Se ve interesante, ¿cómo le fue ahí?
Me fue muy bien, pero me cansé mucho. Me entrevistaron varios días, venían por las tardes y yo hablé y hablé. Y la verdad es que hora lo único que me interesa es lo del huracán que destruirá al país (el huracán Patricia). Los gringos tienen dos horas anunciando el desastre, le llamaron al Secretario de la Defensa y al de Comunicaciones. ¡Pero aquí nadie hace nada! ¡El peor huracán de la historia del mundo y nadie mueve un dedo! Así es la vida en esta montaña donde vivo. Las nubes y el viento cambian a voluntad y el sol ni siquiera se ha dignado en salir. Estoy muy desvelado. Tú me disculparás, pero es que toda la noche estuve hablando con Fernando Tola de Habich que está en Barcelona. Estuvimos hablando con este aparato maravilloso (muestra su iPhnoe); él me enseñaba su biblioteca y yo mi oxígeno.
Por qué no comenzamos con sus inicios como editor.
Mi primera revista la comencé el primer semestre de la carrera y duró siete años. Fue una revista que hice con mi amigo Carlos Valdés y se llamó Cuadernos del Viento. En el primer número publicamos a puros estudiantes: Carlos Fuentes y José Emilio Pacheco de la Facultad de Derecho, Eduardo Lizalde de Filosofía, y el único que desentonó fue Tomás Mojarro, que era chofer de un militar. Ese fue el primer número, así comencé como editor. Éramos jóvenes con buen ojo porque todos los que publicamos llegaron a ser grandes escritores. Pero no fue fácil; no pagábamos nada, al contrario, si querían publicar tenían que comprar una suscripción que costaba cincuenta pesos al año, que en aquel tiempo era un capital. Y publicamos a jóvenes desconocidos, José Agustín, Parménides García Saldaña y Gustavo Sáinz, que como todos sabemos, después hicieron obras importantes. Y publiqué también a Gabriel García Márquez, de modo que para ser una revista estudiantil no estaba mal.
Recuerdo que le mandé la revista a mi mamá a Guadalajara y ella la quemó en el boiler porque le pareció muy obscena. Los boilers todavía eran de leña y ahí la echó mi mamá. “No me mandes tus porquerías”. ¡Por qué hiciste eso!, le reclamé. Porque Juan García Ponce, en un cuento que se llama “Tajimara”, cuenta que dos muchachos van en un coche rumbo a un pueblo, y en algún momento se detienen y él le dice a ella “quítate las bragas”, ni siquiera le dijo “quítate los calzones”. Y mi mamá leyó eso y pegó un grito. Pero García Ponce escribió “bragas” precisamente para no ofender a la gente y aún así se escandalizaron.
¿Por qué no habla de sus primeros oficios? ¿Usted también tuvo trabajos raros como Rulfo que fue vendedor de llantas?
Mi primer trabajo fue algo insólito. Mi papá un día me dijo: tú tienes que ser médico como yo, porque yo ya me voy a morir y qué va a ser de tu madre y de tus hermanitos, se van a morir de hambre. Me presentó un panorama sombrío. Mi papá tenía un laboratorio y ahí me llevó como ayudante. Entonces mi primera chamba fue lavar probetas. Y luego me puso a lavar frascos de la gente que llevaba sus muestras de orina, esputos y mierda. Tenía un patio lleno de esos recipientes y ahí vi algo que nunca pude explicarme. Un día llegó mi papá y me dijo: “mira a este tipo cómo metió una caca perfectamente enrollada en un frasquito de perfume”. Y yo dije, ¡ay caray!, esta porquería es de un realismo increíble. ¿Cómo la metió ahí? Un perfumero con un agujerito diminuto. Es un enigma que todavía no he resuelto, toda la vida he pensado cómo le habrá hecho ese hombre, y sólo puedo pensar que construyó una botella luego de haber hecho esa caca. Porque están esas botellas con una pera adentro que venden en algunos países, pero ahí la explicación es que primero echan la semilla y luego crece la pera adentro. ¡Pero ni modo que la caca crezca adentro del perfumero! Eso hubiera implicado que primero creciera un hombre ahí. No es sencillo ese problema.
¡No, no es sencillo en lo absoluto!
Entonces mi papá me dijo que le ayudara a lavar todos esos frascos con la caca y orines secos. ¡Qué cosa tan asquerosa! ¿Y cómo voy a lavar eso?, le pregunté. “Con jabón y escobeta”. No me dio guantes ni nada. Y luego que ya lavé todo, cientos de botes, ¿y ahora qué hago? “Pues véndelos”. ¿Pero dónde vendo eso? “Tú sabrás, ese es tu problema”. Yo no sabía qué hacer porque la gente lleva sus muestras en un frasco de Nescafé o en un garrafón de Electropura, pero la realidad es que sólo te piden unas gotitas. Las muestras para análisis es una ciencia mayor. Yo he ido a hacerme análisis de orina y he preguntado, ¿hasta dónde lo lleno? “Mire, la primera evacuación la tira al excusado y de la siguiente guarda un poco”. Pues encontré dónde vender los botes y me pagaron bien. Ese día volví muy contento a mi casa. Mi papá me preguntó, “¿dónde está la lana?” Yo los lavé y los vendí, le dije. “Y los botes de quién eran, eran míos”. Bueno, entonces dame una parte. “No, yo te doy comida y sustento, y en última instancia el santísimo sacramento”. Y no me dio nada. Yo pensé que así iba a ser siempre mi trabajo de ayudante de laboratorio. Mi papá se dormía y a mí me ponía a analizar muestras de sangre en el microscopio para calcular los glóbulos rojos y saber si alguien tenía alguna enfermedad. Me desilusioné de la medicina y por eso me interesé por los estudios literarios.
Entonces se vino a la ciudad de México.
Agustín Yáñez me recomendó con Alfonso Reyes, y Reyes me envió becado a El Colegio de México. Y mi primera formación fue como filólogo trabajando en la reputada Nueva Revista de Filología Hispánica. Entonces yo le pregunté a Reyes, ¿y qué tengo que hacer? “Pues lo que tú quieras, El Colegio de México es una institución para que los intelectuales hagan lo que quieran”. Pero debo tener alguna obligación. “Pregúntale a Antonio Alatorre que es el director”. Y yo no sabía lo que era la filología. Fui con Antonio Alatorre y me puso a corregir las pruebas de la revista y así estuve años de esclavo. Y luego Antonio Alatorre y Margit Frenk se fueron a Estados Unidos como braceros intelectuales y volvieron años después con muchos dólares para hacer su casa.
¿Cómo fue su encuentro con el mundo de los periódicos de la ciudad?
Yo fui a los veinte años de edad a dejarle a Fernando Benítez un artículo sobre artes plásticas, porque yo quería ser pintor y eso nadie lo sabe. Me robaba las servilletas de Sanborns y las pintaba con una técnica que se llama wash, que es semejante a la acuarela. Y en las servilletas funcionaba porque eran muy gruesas. Yo quería ser pintor desde que vivía en Guadalajara. Mi papá me decía “a ver enséñame tus pinturas”, pero yo no tenía ninguna pintura y entonces me reclamó, “pero un pintor pinta desde niño, ¿tú crees que José Clemente Orozco y Diego Rivera no pintaban sus cuadernos desde el kínder? Ya dibujaban en las paredes y en el papel del baño. ¿Y tú qué has pintado? ¿Cómo quieres ser pintor?”.
¿Y cómo empezó a dar clases en la Facultad de Filosofía?
Por Agustín Yáñez que fue mi profesor y me dejó sus clases; ahora ya no se puede hacer eso, pero en aquel tiempo podías heredar tus clases. A Agustín Yáñez lo nombraron Secretario de Educación en el periodo de Gustavo Díaz Ordaz y entonces me mandó llamar para suplirlo. Y para mí fue una época gloriosa porque tenía mis clases y estaba al frente de la revista de Bellas Artes que me encomendó el propio Yáñez. Yo llevé a varios compañeros de Jalisco para que me ayudaran con la revista. Yáñez era muy protector con los jaliscienses porque había tenido que trabajar mucho cuando llegó a la ciudad. A Juan José Arreola lo ayudó para que diera sus talleres literarios. Pero muchos años antes de que Arreola diera sus famosos talleres en la Facultad de Filosofía, Octavio Paz también dio talleres cuando era comunista y se vestía de mezclilla como Diego Rivera. Y dirigió su revista Taller porque según ellos eran obreros. Hace poco salió el libro de un abogado, ¿no supiste ese chisme? (se refiere a Octavio Paz. El misterio de la vocación)
El abogado publicó algunos documentos que causaron alboroto.
Pues el abogado Gilberto Adame descubrió que Octavio Paz era pésimo estudiante. Y todos sus biógrafos cuentan que terminó Derecho y que estudió Letras, y ¡Nada! ¡No hizo nada nunca!
Pero usted sí estudió, Huberto, y tiene el grado de Maestro. ¿Cómo le fue cuando llegó a la universidad?
Mal, porque tuve que soportar a las mafias académicas. Margit Frenk se sentía dueña de la Facultad de Filosofía y siempre habló mal de la UNAM. ¿Y por qué? Porque se frustró cuando la corrieron de El Colegio de México y se vengó con nosotros. Antonio Alatorre, su marido, anunció que un famoso psicoanalista se lo había llevado a un retiro para tratarlo y le había dicho: “tú eres un homosexual reprimido”. Y Alatorre se alarmó, ¡pero cómo voy a ser un homosexual reprimido si tengo hijos y estoy casado! “Bueno, pregúntele a su esposa y va a ver”. ¿Pero entonces qué hago?, dijo Alatorre. “Pues ejerce”, le recomendó el psicoanalista. ¿La filología? “No, no: la homosexualidad. Estás viejo, pero no falta un roto para un descocido”. Llegó a su casa y le comunicó a Margit y a sus hijos: me acaban de decir que soy un homosexual reprimido. Y sus hijos le dijeron “ay papá ya te diste cuenta”, y Antonio añadió que el doctor le había aconsejado ejercer, porque de lo contrario podía volverse loco. “Me tengo que ir del país”, pero los hijos consideraron que no era para tanto. Y Alatorre, que no quería desestimar las opiniones médicas, ¡me echó ojo a mí! Entonces Antonio se volvió muy afectuoso conmigo: “yo soy tu tutor, entonces tenemos que vernos más seguido”. Y yo pensé “¡cruz cruz, que huya el diablo y que venga Jesús!”. Una vez nos encontramos en Cuernavaca, en la casa de un amigo que tenía alberca. Y ahí estaba nadando Antonio, se había dejado crecer el cabello y se sacudía con mucho erotismo. Entonces me vio y salió, y empapado como estaba me dio un abrazo: “¡Hubertito, qué andas haciendo aquí, la providencia nos ha juntado!”. Y yo grité ¡Auxilio, sálvenme! Y lo pagué caro porque Antonio Alatorre y Sergio Fernández me prohibieron dar clases. Yo tenía la materia de Literatura comparada y Alatorre descargó su furia en mí, “cómo te atreves a dar esta materia, si yo no la doy y conozco diez lenguas y soy traductor, y tú no sabes ni inglés, ni francés, ¡ni español! No sabes nada. ¿Cómo puedes estar dando clases de literatura comparada”. Y yo además tuve la osadía de pedir que me nombraran titular de la materia, y se reunieron varios maestros y me pidieron un trabajo para calificarme. ¡Y me reprobaron!
Y le quitaron la materia.
Me la quitaron. Pero la influencia de Sergio Fernández nunca fue muy buena. Él fue uno de mis primeros maestros, y cuando a los tres meses de haber llegado a la universidad visité a mi familia en Guadalajara, regresé hablando con maneras muy extravagantes. Yo llegué a mi casa diciendo “¿y quién es esa mujeruca que anda por aquí?” ¡Es la señora del aseo, Huberto!, me dijo mi mamá. “¡No! ¡Es una mujeruca y además medio torpona!” Y mi mamá se puso a llorar porque dijo que había yo llegado totalmente amanerado. Pero es que así hablaba Sergio Fernández: “¡mujeruca, mujercua, no seas torpona!”. Y una vez mi amigo Carlos Valdéz se peleó a muerte con Sergio Fernández y fue a insultarlo a su casa, le tocó el timbre y cuando Sergio abrió la puerta le dijo: “chingas a tu madre cabrón”. Y Sergio le gritó “¡mujeruca, mujercua, torpona, torpona!” y pegaba con el paraguas en el piso. Entonces pensé cambiarme a la carrera de filosofía, pero en esos tiempos era muy peligroso, porque te convencían de que lo importante era el ser, no existir, y la gente se suicidaba.
Pero después de todo la UNAM se ha portado bien con usted.
¡Nada! Bernardo Ruiz, René Avilés Favila y Sandro Cohen, mis alumnos de la UAM, por lo menos me hicieron un homenaje, porque en la Facultad de Filosofía no me hicieron nada. Mis amigas Eugenia Revueltas y Carmen Galindo me contaron que querían organizarme un homenaje, pero las autoridades se negaron gracias a que usted, señor Lezama, publicó una nota de mi última clase que me hizo mundialmente famoso. Pero yo ahí dije que el rector José Narro nos iba a dar tacos sudados y pulque a los docentes con cincuenta años de magisterio. ¡Como creen que un homenaje a Huberto Batis! ¡De ninguna manera! Dijeron que el Aula Magna no iba a estar disponible en cien años. Pero finalmente sí fui a la entrega del reconocimiento que me hizo la UNAM. El auditorio estaba lleno y cuando bajó el rector Narro por una escalerita casi se mata. Yo fui el primero que nombró, pero no por el respeto que me profesa, sino porque no había nadie con A y yo soy Batis. Y ahí salió en el periódico, el rector dándome la medalla y yo extasiado. Me reconocieron nada más cincuenta años de docente, porque los otros siete son de la Imprenta Universitaria donde también trabajé. Pero ahí estuve diez años y coincidí con el último de los modernistas, Francisco González Guerrero, que era de Jalisco y era alcohólico. Llegaba y pellizcaba a María del Carmen Millán y a Clementina Díaz de Ovando, una mala influencia. Me sacaba de la imprenta y me llevaba a emborracharme.
Pero se va contento de la UNAM, Huberto, después de medio siglo de formar académicos, investigadores, ensayistas y editores.
Pues me voy y ya. Yo pertenezco a una cosa que se llama el aapaunam, que maneja las prestaciones de los académicos. Y ahora que me retiré me dieron este premio (muestra una pluma de plástico) por cincuenta años de labor. La UNAM me dio una pluma atómica, le aprietas y sale la punta. Es la más chingona que he tenido, porque además dice UNAM. Y luego me preguntaron que cuánto voy a aportar a Fundación UNAM para retribuir todo lo que han hecho por mí. Ahora dicen que soy “unamita”, qué cosa tan horrible; yo soy “ex UNAM”, acaso. La otra vez vino un alumno a decirme que si era yo unamita, y le dije ¡tu chingada madre, ese será Narro! Yo soy ex UNAM. Y voy a confesar algo: yo me fui voluntariamente, no me corrieron. Me fui voluntariamente a fuerzas porque llegué a ochenta a años y el presidente Peña Nieto le dijo a Narro: “óigame, me han dicho que la UNAM es un asilo de ancianos”; “sí, efectivamente”. “¿Pero qué hacemos con ellos? Hay que sacarlos a como dé lugar”. Yo soy Titular C, que es lo más alto que hay en la UNAM, un sueldo de veinte mil pesos más treinta y seis mil de antigüedad. Porque cada cierto tiempo te suman mil pesos. Entonces Narro nos preguntó, “¿cuánto les dan en el ISSTE?” Dieciocho mil pesos. “¡Yo les doy veinte mil cada mes si se van voluntariamente!” Y aceptamos. Me ofrecieron seguro de gastos médico mayores, y yo pregunté si incluía el velorio y la incineración. ¡Eso va por su cuenta!, me gritó una señorita. Ahora estoy pensando hablar con las autoridades de la universidad para que hagan un cementerio de unamitas, y así nos tengan ahí hasta la eternidad.
Suena el teléfono, Huberto Batis habla con la oficina de prensa del Instituto Nacional de Bellas Artes. “Ahorita no puedo contestarles, me están entrevistando”. Cuelga, respira profundo, se ve agitado quizás porque los últimos días ha estado en el centro de las miradas. Es uno de los últimos grandes editores y maestros de escritores en México. Y cuando un hombre así se ausenta inevitablemente deja una oquedad. Antes de continuar enciende el televisor.
¿Han dicho algo del huracán?
Sí, llegó a las costas de Jalisco y dicen que está alcanzado vientos de más de trescientos kilómetros.
¡Mi pueblo! ¡Ya nos llevó la chingada! ¿Quieres más café?
¡Más café para el fin del mundo!
Continuará…
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