Por Sergio González Osorio
El pasado 19 de agosto se publicó la Gaceta electrónica de resultados correspondiente al concurso 2022 de asignación a la educación media superior de la zona metropolitana de la Ciudad de México, donde, 274,471 (97.1% de los que se registraron) presentaron su examen. De ese universo, el 89% obtuvieron un lugar en alguna de las opciones que escogieron, esto es 243,991 y el resto podrá seleccionar una opción donde se tengan lugares disponibles en alguna institución de educación media superior pública perteneciente a la Ciudad de México y zona metropolitana (la cual incluye a 22 municipios del Estado de México). Sin embargo, sólo el 31% obtuvieron un lugar en la institución de su preferencia. Además de ello se da cuenta que el promedio de aciertos obtenido por los sustentantes es de 69, considerando que el examen cuenta con 128, es claro que eso representa apenas la mitad de los 128 que componen la prueba. Lo que habla también de la disparidad entre la formación educativa y el reto que representan las pruebas estandarizadas para el grueso de la población que proviene de un sistema educativo y condiciones sociales en clara desventaja para competir en dicho concurso. El resultado da cuenta de que estamos ante un examen basado en la memorización y la acumulación de datos, en la reproducción de fórmulas, cuyo único fin es la competencia por los mejores lugares, de ahí que exista una correlación perversa entre dificultad y acceso a los que se consideran los mejores lugares ofertados.
Por otra parte, aparentemente se trata de un proceso que, desde su constitución en 1996, ha pretendido ordenar en un solo concurso el ingreso de los estudiantes en las instituciones que componen la Comisión Metropolitana de Instituciones Públicas de Educación Media Superior (COMIPEMS), garantizando que cada sustentante obtenga un lugar en las miles de aulas diseminadas en el valle. Con ello se sustituyó la antigua práctica en la que cada estudiante tomaba parte de forma independiente en los mecanismos y tiempos de selección de cada organismo educativo. Naturalmente, la peregrinación que hacían los padres de familia para matricular a sus hijos generaba mayor costo y trámites, con el consecuente sometimiento de los jóvenes a varios exámenes, tal como todavía ocurre en numerosas ciudades del país. Sin embargo, resulta pertinente, como un ejercicio obligado de reflexión, pasados 25 años de la puesta en marcha del primer concurso, señalar las deficiencias de origen que han devenido en una problemática de carácter social con serias consecuencias.
En primer lugar hay que señalar que el concurso es una práctica anticonstitucional, considerando la reforma que incluyó a la Educación Media Superior en el marco de la educación obligatoria, pues el examen se sustenta en el concepto de la competitividad para la asignación de los pupitres disponibles en las escuelas públicas. En otras palabras, el estado mexicano, obligado a brindar el servicio sin distingo y de calidad, implementó la ley de oferta y demanda, contraviniendo lo que mandata el artículo 3° en su fracción II, inciso b, cuando se indica que el criterio que orientará a esa educación impartida por el Estado se basará en “los ideales de fraternidad e igualdad de derechos de todos, evitando los privilegios de raza, de religión, de grupos, de sexos o de individuos” y justamente el concurso de la COMIPEMS, como todo concurso es, por definición, un proceso individual y selectivo que deriva en una acción de distinción y privilegio de unos individuos sobre otros. Es innegable que concursar implica competir para ganar algo que no es para todos. Por consecuencia, tratándose de un derecho universal, surge inmediatamente el primer cuestionamiento acerca del porqué establecer un certamen para acceder a su gozo.
Las autoridades educativas, durante los años de implementación, han argumentado en su favor, ante la ola de protestas que siempre acompaña a la publicación de los resultados del concurso, que los lugares ofertados, en las IPEMS (Instituciones Públicas de Educación Media Superior) participantes, son suficientes para el total de los solicitantes, siempre y cuando cubran los requisitos. Incluso se asevera que al 73.6% de ellos les fue asignada una institución dentro de las 5 primeras opciones de su preferencia (COMIPEMS 2022). Con sustento en estas cifras es que el Estado ha sostenido que el concurso ofrece lugares suficientes para cada alumno que acredita su evaluación en las instituciones convocantes, por lo que no existen los alumnos rechazados.
Sin embargo, cabe alzar la mano y preguntar una vez más por qué, si hay lugares suficientes, se establece un concurso por más obstinada y simplista que parezca la cuestión. Y en reciprocidad la respuesta debería ser por demás sencilla, nacida del sentido común y la franqueza, ya que es evidente que lo que se concursa no es un pupitre sino la educación de calidad. E ahí el motivo del examen y de la competencia. El concurso se instituyó para distinguir a los que “merecen” educación de calidad (en los términos ya cuestionados que el neoliberalismo impuso), de aquellos a los que sólo se les brindará el acceso al servicio, bajo la premisa que ha guiado la política educativa en la materia: alcanzar la cobertura total. Es así como se consigue disociar el acceso al nivel educativo de la calidad de la enseñanza, lo que deriva en una violación constitucional. Cabría aquí imaginar, establecer el símil, qué ocurriría si se concursara entre la población, no el derecho al agua, sino su tipo y cantidad para consumo humano. Cobertura sin calidad, sin igualdad.
Esta manera de diseñar e implementar políticas públicas, que se desvían del interés general y de la justicia social, se apoya en un andamiaje teórico neoliberal que transforma a las instituciones públicas en empresas educativas. Política de mercado trasplantada a política educativa por mandato de los organismos internacionales, los cuales vigilan y sancionan el cabal cumplimiento de sus recetas para el desarrollo. Desde luego, cabe decir que, para que estas prácticas se implementen, se debe contar con sectores políticos, sociales y económicos, incluso académicos, que las respalden; ciudadanos que vean con buenos ojos a la competitividad como mecanismo para acceder a los servicios públicos universales de calidad, como si se tratara de un bono adicional para los jóvenes ejemplares, privilegiados: el premio a la productividad educativa, no a la demostración del proceso de aprendizaje, o los justos rendimientos de la inversión familiar, a una vida de sacrificios personales.
Por otra parte, para que este escenario educativo de desigualdad y descarnada lucha por la educación de calidad se gestara, tuvieron que presentarse ciertas condiciones previas. La más evidente de ellas es el deterioro de la enseñanza en el nivel básico, el cual deriva en un rezago educativo que está plenamente documentado en sus resultados. Los alumnos que egresan de las secundarias públicas carecen mayoritariamente de los conocimientos que se requieren para avanzar al siguiente peldaño educativo, según los parámetro del propio examen único. Sin olvidar que las habilidades que demanda la prueba no son generalizadas en todos los estudiantes, dada la diversidad en cuanto a los tipos de inteligencias que todos tenemos.
No obstante, la gran mayoría de los concursantes tienen en sus manos un certificado avalado por la SEP que los acredita satisfactoriamente y les otorga el derecho a demandar su acceso a la educación media superior de carácter público sin distinción y de calidad. Sin embargo, en el tránsito al bachillerato es el Estado quien, a través de la COMIPEMS, decide descargar en el ciudadano la total responsabilidad del rezago educativo, producto en gran medida de las fallas de sus propias políticas públicas. Con ello se genera una competencia encarnizada por el acceso a las instituciones que se califican como de calidad y prestigio, en un interés legítimo de las familias, lo que inevitablemente ahonda la brecha de desigualdades entre la población.
A pesar de lo anterior, de entre los millones de jóvenes que egresan de las instituciones de educación básica, sean de carácter público o privado, existe un reducido segmento que corresponde a esos afortunados que complementan, apuntalan o suplen las carencias del sistema. Jóvenes que se ubican por encima del resto de sus pares, en cuanto a rendimiento escolar se refiere, gracias a sus condiciones socioeconómicas, entre las cuales pueden estar, desde al acceso a una alimentación suficiente y óptima, hasta un entorno familiar favorable y económicamente estable. Estos alumnos afortunados, naturalmente se ven favorecidos por procesos de selección como el del COMIPEMS. Esto no quiere decir que no existan casos excepcionales de superación, sin embargo, se ha mal entendido el papel del Estado en una sociedad democrática, el cual consiste en equilibrar la balanza y procurar la justicia social, a través de su intervención en favor de los más desfavorecidos.
En ese contexto de desigualdad es que los aspirantes contienden por un lugar en las aulas de mayor demanda, bajo un instrumento de opción múltiple, diseñado hace muchos años por el Centro Nacional de Evaluación (CENEVAL), bajo acuerdo con el COMIPEMS que estará en franca contradicción con los principios y directrices pedagógicas del Plan de estudios para la educación básica 2022.
A la par del crecimiento de esta dura competencia que ha originado el concurso, alimentándose de él, surgió desde hace años un parásito. Se trata de un negocio paralelo que ha ido en incremento en los últimos años. Todo un mercado de supuesta preparación para el examen, que no es más que un cúmulo de escuelas “patito” (En algunos casos, simples changarros) que ofrecen y, en algunos casos dicen garantizar un lugar en la institución de preferencia del cliente, gracias a sus cursos cortos de nivelación. Éste ha sido un negocio jugoso para un sinfín de asociaciones civiles, colegios privados, e incluso, instituciones públicas. Dichas prácticas se nutren de un deficiente sistema educativo que no es capaz de generar estudiantes competitivos para el proceso establecido por el COMIPEMS. Es así como los precios de los cursos fluctúan entre los 4 y 7 mil pesos; en algunos casos pueden alcanzar los 15 mil, debido a la fama en los resultados obtenidos en cada concurso, aunque no sean corroborables. Naturalmente, dichos cursos están enfocados en que el cliente obtenga un lugar en las escuelas de alta demanda. Son negocios de alta concurrencia debido a un sistema educativo que produce alumnos cuyo promedio de aciertos es de menos del 50% del examen. Es por eso que los padres de familia, preocupados por la deficiencia en la formación de sus hijos y por el alto puntaje que se requiere para asegurar un lugar para ellos en una institución de prestigio, el cual les garantice un panorama laboral y profesional más halagüeño, recurren a cualquier tipo de remedio, no sin caer muchas de las veces en la estafa. No obstante que se trata de un negocio educativo que prolifera sin control, y donde se mueven cantidades ingentes de recursos, la SEP ha evitado intervenir para regular este tipo de servicios educativos que viven de la desesperación de la población que desea, no solamente un pupitre, sino, ante todo, una educación de calidad para sus hijos.
Por otra parte, con cada año que transcurre, los jóvenes aspirantes se ven obligados a obtener un número de aciertos superior al promedio que sus antecesores han requerido durante ejercicios previos, con el objetivo de garantizarse un lugar en las instituciones de mayor demanda. Explicar en qué consiste dicho prestigio es tema aparte, sin embargo se puede referir que, principalmente, son las oportunidades laborales y académicas que se presentan a los egresados y que bien pueden palparse en el entorno social. Para ejemplificar este fenómeno de dura competencia, baste con traer a colación la preferencia que se presentó en el 2016 por el sistema de bachillerato de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), el cual es, sin duda, el más deseado por los aspirantes. La oferta fue de 33,000 lugares y la demanda de 182,520, por lo que el número de aciertos requeridos para ganar en el concurso fue inalcanzable para miles de aspirantes:
De la tabla anterior, destaca sin duda el caso de las Escuela Nacional Preparatoria número 6, la cual demanda 113 puntos como mínimo, esto significa que los sustentantes de los siguientes procesos que deseen un lugar en la ENP 6, debieron obtener más del 88% de los reactivos (sin considerar el promedio mínimo de 7 de la secundaria). En otras palabras, la EPN 6 ofertó en 2016 un lugar por cada 18 alumnos solicitantes. Por su puesto, esta ecuación no se traduce en una garantía, pues se desconoce exactamente el número de lugares disponibles y la demanda de concursos futuros, por lo que son únicamente valores de referencia, especulación pura. Estas son las razones de peso por las que la UNAM se reserva, no sólo el derecho a imponer su propio examen de selección, sino que decide quiénes serán sus examinados, con lo cual se lleva a los peces gordos del concurso, en términos de lo que mide, rechazando a la gran mayoría de los aspirantes; jóvenes marginados que tienen ante ellos dos caminos: intentar una vez más su ingreso a la institución de su preferencia o aceptar el lugar que la Comisión les asigne, de acuerdo al listado de orden de preferencias que cada alumno está obligado a determinar. Al final, lo que se demuestra es que la UNAM pone las reglas y doblega a la Comisión porque si se retira del concurso, este mercado se desmorona.
Para contrastar esta circunstancia en el mismo concurso 2016, se pude apreciar que el promedio de aciertos requeridos para obtener un lugar en los planteles pertenecientes a la DGETI (Dirección General de Educación Tecnológica Industrial), fue de alrededor de la mitad de los de la ENP 6, ya que su demanda es escasa y su prestigio educativo también:
CETIS (DGETI)
Plantel | Aciertos mínimos |
CETIS 7 | 49 |
CETIS 11 | 77 |
CETIS 13 | 65 |
CETIS 30 | 59 |
CETIS 54 | 58 |
CETIS 166 | 55 |
Pongamos especial relieve a los casos de los planteles 30, 54 y 166, donde el cúmulo de puntos requeridos fue incluso inferior al 50% de los reactivos del examen, por debajo del promedio general obtenido por los sustentantes. Por lo tanto, estos valores de referencia son un reflejo del escaso número de aspirantes que solicitan como primera opción un plantel de este subsistema. No es de extrañar que sólo el 5.5% tuvo la predilección por DGETI, mientras que más del 50% lo hizo por la UNAM. En términos mercantiles, el valor de dicha institución de control federal es ínfimo entre la población del Valle de México. Y aquí vale la pena imaginar cuál es el reto que enfrenta cada plantel de escasa demanda al lidiar, en primer término, con alumnos que no deseaban estar en sus aulas. El esfuerzo inicial supone convencerlos de que, a pesar de no ser su elección, puede resultar en una buena opción educativa. Labor cotidiana para mantenerlos dentro de la institución, para despertar la pertenencia institucional. Por lo tanto, el examen de la COMIPEMS no sólo califica y clasifica al estudiante sino también a las instituciones. Los aspirantes más desafortunados, los menos calificados, son confinados a instituciones desafortunadas, de poco prestigio, también marginadas y huérfanas de una madre universitaria. Incluso, una consecuencia del concurso, que ya es popular en las redes sociales, consiste en la burla sistemática hacia los estudiantes de planteles que, en su mayoría, aglutinan a la población más marginada del Valle de México. En términos generales estos “memes” suelen caracterizarse por su denostación intelectual, de condición de clase, agraviando, a su vez, a las instituciones que los albergan. Repudio y marginación educativa, productos finales de la calificación de la inteligencia, de concursar la educación de mayor calidad y oportunidades, todo lo opuesto al mandato de la Carta Magna.
La salida a esta problemática multifactorial implica un replanteamiento del proceso de asignación. En primer término, es imperativo la eliminación del concurso, por razones de legalidad y justicia social, y optar por un mecanismo distinto, democrático e igualitario. Desde luego, es imprescindible también su eliminación por congruencia con el perfil de egreso del nuevo Plan de estudios para la educación básica, sustentado en la Nueva Escuela Mexicana, donde se pretende formar a los estudiantes en un nuevo sentido del valor de la educación y de sus fines para la comunidad, la nación y para la vida de cada ser humano, donde el aprendizaje no es una acumulación de datos, nombres, fechas y fórmulas, ni se manifiesta en la obtención de una cifra. En definitiva, formar de esta manera a las niñas, niños y adolescentes para luego encontrarse con el concurso de aciertos del examen único de bachillerato es precipitarlos al vacío.
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Sergio Osorio (Estado de México, 1981). Cursó la licenciatura en Lenguas y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Es autor del libro de relatos Ámbar (Ediciones Periféricas, 2018). Ha estudiado el problema de la educación pública en México.