Por Agustín Cadena
Cada vez que tengo que pasar por la casa de las celosías verdes me cruzo a la banqueta de enfrente. Es que da miedo: está lleno de gatos. En serio, yo he contado veintidós, pero debe de haber más. Es una construcción vieja. En teoría no está abandonada, pero nunca se ve a nadie por ahí y nadie cuida el jardín. Los gatos, que habrán encontrado la manera de meterse a las habitaciones o a los sótanos, han hecho su madriguera en esa casa y siempre están cuidándola. Pero lo que me da miedo no es eso, sino que me hablen. Sí, sí, eso dije: esos gatos hablan.
La primera vez que ocurrió iba yo distraído, leyendo sin poner atención la placa según la cual en ese inmueble vivió un poeta famoso del siglo XIX. Y he aquí que alguien me dice:
—Buen día, caballero.
Ni me asusté ni me sorprendí. Era una voz común de hombre maduro, educado, y pensé que venía del interior: el dueño, que deseaba hacer amistad o necesitaba ayuda. Me asomé hasta donde lo permitía la reja de entrada. Aún intentaba escudriñar entre las sombras que parecían moverse detrás de las celosías, cuando volví a oírlo:
—Buen día, caballero.
La voz no venía de ninguna parte en el interior. Venía de… un gato gris, enorme, que estaba echado en los peldaños de la puerta principal y me miraba entrecerrando los ojos.
—Le he dado los buenos días, señor.
Aquello se me hizo tan raro que no me creí a mí mismo. Le di la espalda al gato y a la casa y reanudé mi marcha sin contestar. Me alejé lo más rápido posible. Varias veces, en el transcurso del día, volví a pensar en el suceso. El miedo de sentir que está uno volviéndose loco es horrible. Por ese mismo miedo volví: quería ver si era cierto; es decir, si volvía a pasar. Porque si volvía a pasar, entonces sí tendría que tomarme el asunto en serio y llegar a alguna conclusión. Estaba nervioso cuando llegué a la casa, así que no pude evitar mirar a los gatos como si hubieran sido alacranes.
Me le quedé viendo al que estaba más cerca de la reja. Me incliné hacia él con cara de confesor o de psicoanalista que se dispone a escuchar. El ingrato animal me correspondió con una mirada de desprecio, se dio vuelta y me tiró un pedo antes de irse. Intenté con otro, con resultados semejantes. ¿Entristecerme? ¿Enfadarme? Todo lo contrario: estaba feliz (¡No estoy loco! ¡Ah, no estoy loco! ¡Aleluya!) Ya me marchaba silbando una canción alegre cuando oí una voz femenina que me decía:
—Adiós, guapo.
Sentí que me echaban hielo en la espalda y lenta, muy lentamente, me volví.
—¿No te ibas? —me reprochó la misma voz. Venía de una gata (supongo que era gata) blanca. De nadie más que de ella. Con toda claridad había visto su hocico apestoso a gato moviéndose al tiempo que emitía las palabras.
—¿Me-me-me hablaste? —tartamudeé.
La gata entrecerró los ojos.
—A ver —le supliqué—. Dilo otra vez.
En ese momento me sobresaltó una presencia que no había sentido venir.
—¿A usted también le da por platicar con los gatitos? —me preguntó, enternecida, una viejecilla. Me dio horror la pregunta.
—No se apene —me dijo, con el mismo tono de ternura—. Yo también lo hago cada que vengo a dejarles sus galletas.
—¿Y… y… le contestan.
—¡Claro! Son animalitos muy entendidos.
—Pero… ¿pueden… hablar?
—¡Hablar! —se rió la viejecilla—. Por supuesto que no. Aunque usted y yo queramos verlos como bebés, son gatos.
—Sí, sí, pero… dijo usted que platicaba con ellos.
—Fue un decir, caballero —volvió a reírse la buena señora—. No habrá usted pensado que estoy loca, ¿verdad?
“El loco soy yo”, me dieron ganas de decirle, pero me quedé callado. Ella continuó:
—Lo que pasa es que les hablo y bueno, ellos me contestan con maullidos, a veces sólo con la mirada. Son muy expresivos los gatitos, ¿verdad? Y muy inteligentes. Mire usted, como saben que les traigo de comer, ya están todos aquí.
Ciertamente, mientras yo estaba distraído en la conversación, un montón de pulgosos de todos colores se había concentrado detrás de la reja y en la banqueta, alrededor de nosotros. Dos de ellos se le tallaban en las pantorrillas a la viejecita. Me habría echado a correr si el terror no me hubiera paralizado. Como fuera, logré disimular.
—Bueno —balbuceé—, tengo que irme. Un placer conocerla, señora.
—Encantada, caballero.
Me alejé despacio, volteando cada tantos pasos a ver si todo era normal. Y sí, podríamos decir. La viejecilla se quedó ahí alimentando a esos siniestros animales y hablándoles como si fueran niños. Ellos se limitaban a maullar. Maullar.
Ese mismo viernes, en la reunión semanal de café, les pregunté a mis contertulios.
—¿Ustedes han oído un gato que hable?
—Claro —me contestó uno de ellos—. Ahí tienes a Benito, Demóstenes, Cucho, Espanto…
—Silvestre —dijo otro.
—Silvestre no habla, idiota —le rebatió otro más.
Nadie tomó en serio mi inquietud.
—Son gatos, no pericos —me dijo mi anciana madre el día que fui a visitarla y le pregunté.
Por su parte, mi hermana me regañó:
—Ya no leas tanto, te estás volviendo loco.
Total, que mejor dejé de comentarle a la gente. Pero sé que los gatos de esa casa hablan; los he escuchado en otras ocasiones y ni siquiera tengo la satisfacción de decir que me han revelado algo de lo mucho que han de saber. Me dicen sólo lo necesario para angustiarme: un saludo, una frase suelta. Por eso ahora procuro no pasar por ahí. La calle no puedo evitarla porque necesitaría dar un gran rodeo, pero trato de caminar por la banqueta de enfrente. Aun así, se me ponen los pelos de punta cuando oigo una voz felina que me dice:
—Buen día, caballero.
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Originalmente aparecido en: https://elvinoylahiel.blogspot.com
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Agustín Cadena es narrador y poeta (Hidalgo, 1963). Es autor de una treintena de libros de novela, cuento y poesía. Su última novela, Los carcomidos (2020), la publica el Fondo de Cultura Económica en su colección A través del espejo.