Oración lúgubre: una muestra cuentística de Juana Ramírez

Ilustración de Walter Cruz.

La Tormenta

 

Esperó en el resquicio del portón, antes de decidir tocar la puerta de Rosario. De cierta manera, deseaba evitar la urgencia o, en el peor de los casos, que la necesidad se le asomara por el rostro.

Conocía de sobra el lugar. En ese momento, como las noches anteriores, el vecindario se encontraba desierto, en pausa. Los rumores, las palabras, el llanto y la risa de los niños que jugaban y perturbaban el lugar durante todo el día habían sido ya engullidos por la noche. Detrás de las paredes, los inquilinos moraban ocultos ante la inminente tormenta que se aproximaba.

Intentó una y otra vez alisar los pliegues que permanecían prendidos a su camisa. Después observó el pantalón y de un manotazo espantó, lo más pronto que pudo, el exceso de polvo que reposaba sobre la ya desgastada tela negra. Su rostro, por lo común impenetrable, ahora perecía fatigado. Durante el breve silencio hurgó entre sus ropas hasta localizar el último cigarrillo, agitó la caja de cerillos y se tomó una pausa antes de encenderlo. Entonces, tocó la puerta.

No hubo necesidad de insistir. La vio venir desde lejos. Envuelta en ese lúgubre vestido que él no conocía, daba la impresión de ser más frágil y pequeña. Por un instante, creyó haber visto a un ángel ataviado del mismo color, como aquel que habitaba los sueños que había tenido las últimas noches. Al despertar, siempre, aunque quisiera, no recordaba lo sucedido durante el sueño. Lo cierto es que aquella primera noche que lo soñó, despertó llorando.

―¿Qué haces aquí? ¿Por qué insistes?

Las preguntas resultaron lejanas, desapegadas a él, y eso lo lastimó.

―Tenemos que hablar, Rosario. Es decir, arreglar las cosas de una vez.

―Lo que hiciste ya no tiene arreglo ―la voz le salió fría, indiferente―, sé que lo volverás a hacer.

Se tocó el rostro, apenas.

―Quiero recuperar a mi familia ―insistió obstinado―, volver a estar juntos, como antes, ¿Lo recuerdas?

―No, no lo recuerdo ―dijo―. Y si pasó, ya lo olvidé.

Manuel apretó los puños y la mandíbula. De su boca salió un sonido agudo, desagradable, de animal herido.

―¡Maldita sea, tienes que escucharme! ¿No sabes lo que dices

―Manuel, por favor, asustas a los niños ―la voz le tembló. Giró la cara hacia la ventana, desde donde los niños los observaban.

Un viento frío llegó desde algún lado y le alborotó el pelo a Rosario, su rostro era diminuto y los ojos estaban hundidos por el sueño. Casi ningún rincón del edificio se libró del ventarrón ni tampoco de la abundante lluvia. Deseó entrar a la vivienda para protegerse, pero Manuel se lo impidió. Forcejearon con los rostros ya descompuestos. Hubo gritos, se dijeron y también se amenazaron. Rosario, después de lograr zafarse, corrió hacia adentro. Él la siguió y en su caminó azotó la puerta, pero los vecinos sólo escuchaban el arrebato de la tormenta.

Minutos después, Manuel salió con la respiración agitada, la camisa rota en algunas partes. Trastabilló por un momento, mientras que el vendaval le azotó el cuerpo. Antes de perderse entre las calles que seguían vacías, volteó hacia atrás: por un instante, vio a sus hijos gritar, mudos tras el cristal de la ventana. Avergonzado, trató de esconder sus manos, pero la lluvia alargaba los delgados hilos de sangre que pendían de los dedos.

 

Año nuevo

 

Entre la penumbra, una silueta se dirige hacia el final del pasillo. Discreta, toca la puerta de la vivienda marcada con el número 201 de la colonia 15 de Agosto. Justo en ese momento, el reloj de la iglesia de Nuestra Señora del Refugio repica 12 campanadas; la silueta parece asustarse. Miro mi reloj, que marca las 11:54. Seis minutos de retraso. En las ventanas se perciben los contornos de manos que, curiosas, recorren las cortinas para poder fisgonear.

El edificio tiene paredes azules y una reja pintada de color oscuro. Detrás de ella, hay un pasillo que conduce a la primera vivienda y de ahí a las escaleras que llevan a los pisos superiores. No hay ningún adorno, ni plantas, ni perros; y a esas horas, ni gente. En las casas tampoco hay ruido ni música. Nada. Sólo silencio y oscuridad. El intercambio en el  murmullo de voces frente al 201 es inaudible, fugaz. La silueta da media vuelta y dirige sus pasos hacia la calle hasta perderse. Es Año Nuevo.

Este amanecer del nuevo y resignado 2020, en la Ciudad de México, promete ser cálido y luminoso. Sin embargo, en el ambiente se percibe algo distinto. Acontecimientos como el de la noche anterior siempre generan susurros suspicaces que le dan nueva vida al tedio y a la rutina cotidiana del vecindario: miradas cómplices y discretas, sonrisas maliciosas, comentarios mordaces entre los moradores. Pasado el mediodía subo a la azotea con el cesto de ropa. Sorteo los tendederos vecinos, atiborrados con diversas prendas que esperan, resignadas, los intensos rayos del sol que les expriman el exceso de humedad. Aquí tampoco hay nada. Casi enseguida llega Doña Luisa.

―¿Qué haces por aquí? ―me pregunta con gesto malicioso.

―Lo mismo que usted: tendiendo, ¿qué más?

Impaciente, va directo al comentario de su interés.

―¿Ya sabes que anoche se fue Laurita? Dicen que se pasó a despedir del fulano del 201. Ya los había visto raros, pero no quería creerlo.

―Sí, eso oí ―digo con indiferencia.

―¡Pobre del marido! Ahora que llegue y se entere, ¡Qué barbaridad!

Mueve la cabeza de un lado a otro sin parar. Luego de tender un par de prendas, afirma con seguridad que cree que lo hizo porque ella sentía que él la maltrataba y no sé qué tanta cosa.

―Lo que pasa es que ahora las mujeres ya no quieren cargar su cruz, ―explica―, ya no quieren que se les corrija y tan fácil: mejor se van.

Yo, por supuesto, no estaba de acuerdo. No era sólo Laura: eran Lupita, Isabel, Cristina, Mariana, Irma…, mujeres que han existido, que existen, sin rostro, sin voz, olvidadas y violentadas a través de los tiempos. No sólo Laura. Y no es que fuéramos amigas, nada de eso: sólo vecinas. «Buenos días» «buenas tardes», era todo. Doña Luisa no dice nada más y yo tampoco. La veo desaparecer entre los lazos rojos, azules verdes y amarillos de los que cuelgan ramilletes de vestimentas, además de una vista panorámica de casas y avenidas que arropan a gentes y autos. Me voy sin despedirme, en silencio. Como Laura.

Con el tiempo, el suceso perdió vigencia y dio paso a otros acontecimientos más relevantes, de más actualidad: la fractura de la vecina del 105, la mudanza obligada de los vecinos del 203, por problemas con el administrador del edificio. Los pleitos del 305 con los del 306. No estaban de acuerdo en compartir las áreas comunes que ocupaban sus mascotas. Cosas comunes, de todos los días. Del marido de Laura poco o nada se escuchaba: como si no se hubiera dado cuenta de que ella ya no estaba.

Casi dos meses después, Doña Luisa reanuda, en el mismo lugar, aquel tema. Como si me hubiera esperado para continuar.

―¿Que si la he vuelto a ver? No ―respondo evasiva, aunque es mentira. Parece no creerme, pero no dice nada más.

¿La última vez que vi a Laura? El ocho de marzo de 2020. Cerca del Monumento a la Revolución, como a eso de las dos de la tarde. La distinguí a distancia, sólo un momento. Usaba una playera morada, pantalón de color negro amplio y un pañuelo verde atado al cuello; ahora traía el pelo largo, teñido de castaño claro. Tenía el gesto de la franca alegría de sus aproximados 40 años y caminaba de aquí para allá entre el bullicio de cientos de mujeres ahí reunidas. Casi no la reconozco. Recuerdo los centenares de pancartas con nombres de mujeres pintadas en letras de color blanco. ¡Ni una más! ¡México feminicida! ¡Basta del patriarcado! ¡Basta de indiferencia! Era parte de la marcha que conmemora el Día Internacional de la Mujer. Ella se veía diferente: sonreía  y sus movimientos eran seguros, firmes. Saltaba, se agitaba. Su actitud era retadora, llena de fuerza, de vida. Me miró apenas un segundo, pero estoy segura de que me reconoció.

En aquel encuentro casual conocí el otro rostro de Laura Torres. Parecía haber hallado el sosiego y recato que había olvidado. ¿Que si fue infiel? Yo no sé, nadie del edificio lo sabe en realidad. Laura y el vecino del 201, según escuché, aseguraban ser amigos desde la infancia. Algunos habitantes decían que una mujer casada no debe tener amigos. En secreto le llamaban “Mujer de cascos ligeros”. Yo considero que la decisión de alejarse del maltrato de su marido fue meramente un asunto de dignidad y amor propio. Sólo eso. Nada que ver con nadie más.

Dejo a Doña Luisa hablando sola: su voz me llega detrás de las prendas que se agitan con el aire. En las escaleras, me encuentro con el vecino del 201. Nos miramos por un instante. No sé si me escuchó hablar con Doña Luisa, pero parece que quiere preguntarme algo. Al final, no decimos nada: me mira entrar a mi departamento y luego escucho sus pasos dirigirse hacia la escalera, hasta que después se pierden en la calle.

 

El teléfono

 

El teléfono permanece en extraño sosiego sobre el buró de encino en que lo colocaste. Lo miras discreto, sin perderlo de vista: quieres asegurarte de que sigue ahí. Una, dos, hasta tres veces más, antes de intentar caminar por la habitación, en donde la realidad parece un tanto extraña, un tanto secretamente inventada. Vuelves a mirar hacia el buró: nada aún, aunque el teléfono sigue ahí.

Iluminada de vez en cuando por la parpadeante luz amarillenta de los autos, la habitación deja entrever numerosos trapos revueltos en el piso, envases, bolsas con restos de alimentos. Las fotografías, colgadas en la pared, hablan de mejores tiempos: imágenes quietas de rostros alegres, miradas expresivas. Aquel día que transitaron por la calle Madero, en la Ciudad de México. Una tarde llena de sol, gente y comercio. Por momentos te parecen ajenas esas muecas graciosas que hicieron. En otro retrato, permanecen sentados a la orilla del Lago de Chapultepec. Ese día arrancaron trocitos de pan para darle de comer a los patos. En sus miradas, plenas, se aprecia que estaban llenos de contento. Eran otros tiempos. Mejores.

Vuelves a mirar el teléfono. Supones que, en cualquier momento, Mario se pondrá en contacto contigo, repleto de disculpas y perdones por la tardanza en la llamada. Tal vez lo haga hoy mismo por la tarde, entonces Laura comprenderá que las intrigas en las palabras, los gritos ásperos, los temores ocultos son el resultado de un absurdo malentendido. Quieres reconocer, en ese lugar frío, en los muros pintados de azul y en la lámpara en forma de luna, los rastros de una cordura ahora confundida. Sin embargo, esa sensación de embriaguez, de ligera pérdida de dimensiones, permanece. Y a pesar de todo, sabes que la llamada llegará, Mario no puede tardar tanto en llamar.

¿Es usual que demore tanto? ¿Por qué no llama de una vez? Acaso… ¿no le importa? Interrogantes que llegan pausadas, inciertas, para luego quedarse arrumbadas en tu razonamiento, esparcidas en el piso de tu memoria. Durante la espera, los temblores te invaden el cuerpo, tu respiración atropellada está llena de inquietud. La llamada no llega. No, Mario no puede tardar, seguro que en cualquier momento llama para aclarar todo.

Te inclinas para localizar las puntas de tus zapatos, los necesitas para deslizarte entre la penumbra.  Al final, tropiezas. Inmóvil, contienes un resuello fatigado. Piensas que con el ruido Laura vendrá preocupada, dispuesta a ayudarte. Agudizas el oído, para adivinar la distancia que los separa, esperas escuchar las pisadas firmes y presurosas subiendo la escalera. La imaginas con la cara hinchada, enrojecida por las lágrimas, con esa mirada comprensiva, quizá con un poco de molestia, pero nada más.

―Laura, ¿Estás ahí? Por favor, no insistas. Verás, cuando telefonee nuestro amigo, Mario, todo quedará claro. Cualquier murmuración sobre ese engaño del que me acusas carece de fundamento, puras habladurías de la gente. ¿Entiendes? Mientras tanto, no insistas, por favor.

Respiras profundo. Necesitas aclarar con ella cualquier desacuerdo que pudiera existir. ¿Y si todo fuera una broma? Pensar en esa posibilidad te llena el rostro de una plena y amplia sonrisa. La escuchas del otro lado de la puerta y, otra vez, como tantas, intenta abrir, pero no puede.

―Por favor, Alberto, abre la puerta.

Tratas de reconocer a Laura en esa voz que cuchichea con alguien más, pero por un momento dudas que sea ella. Piensas decirle que Mario no debe tardar ya en llamar, es cuestión de horas solamente. Entonces, ella comprenderá todo.

―Queremos ayudarte, ¡abre!

Vuelves a escuchar que tratan de hacer girar la cerradura, pero la puerta no cede. Cuando crees que se están alejando, un golpe de luz inunda el cuarto y el sol cae sobre los trapos en el piso, sobre las bolsas con restos de alimentos y sobre los envases vacíos. Los retratos siguen ahí, en las paredes, congelados para siempre en aquellos tiempos mejores. Tres hombres con vestimenta blanca te inmovilizan rápidamente entre gritos y forcejeos. Tratas de decirles que Mario no tarda en llamar, pero no te dejan. Laura, Laura se los aclarará en cualquier momento, les dirá que están en un error. Mario lo sabe, no tarda en llamar.

Cuando te llevan hacia abajo, apenas antes de cruzar la puerta, escuchas el timbre del teléfono. La llamada llegó, estás seguro de que es Mario. Miras cómo Laura descuelga el auricular con la derecha mientras su izquierda está  hecha un puño.

―¿Alberto? ―dice extrañada― No se encuentra. Salió de viaje. No, no tiene fecha de regreso.

Tratas de moverte, pero es imposible: te arrastran hacia afuera. Frente a la fachada de tu casa, que apenas reconoces, una ambulancia espera. Algunos vecinos miran la escena, miran tu rostro y sientes como si te conocieran, pero sus caras no te dicen nada. Les gritas que te auxilien, que le digan a Laura que haga caso de la llamada de Mario: él sabe exactamente lo que pasó.

Por el rabillo del ojo miras desesperado el rostro aceitunado de Laura, sigue siendo el de las fotografías, poco ha cambiado en ella y, aunque sus facciones siguen siendo expresivas, esta vez no luce alegre. Antes de que te suban a la ambulancia, Laura te sonríe desde la puerta, luce una mirada que no conocías. Sus dos manos están crispadas, tensas. Te preguntas si Mario va a volver a llamar, debe hacerlo, él sabe exactamente lo que pasó y entonces todo quedará claro. Laura entenderá.

*

 

Juana Ramírez

Cuando me encontré por primera vez con los textos de Juana Ramírez, supe que ya había leído eso con anterioridad, estaba seguro. Aunque al principio no supe reconocer en dónde o cuándo, con el tiempo la revelación fue muy clara: estaba frente a una pluma como la del Maestro José Revueltas. Quiero decir, y esto puede resultar obvio al ser Juana una asistente al Taller de Creación Literaria del FARO Indios Verdes, que los textos contenían algunas pifias menores, sobre todo en lo tocante al apartado técnico, pero nada que no se pudiera subsanar con una lectura minuciosa y un atento ejercicio de corrección de estilo.

A pesar de la clara y lógica brecha en cuanto a estilo y pulcritud, estaba leyendo a un epígono involuntario del duranguense: Juana ni siquiera había escuchado el nombre del autor de Los motivos de Caín.  No obstante, la fuerza que imprime Juana a sus textos, la pasmosa naturalidad con que se apropia de episodios a medio iluminar, era la misma que había encontrado en algunos cuentos de Dios en la tierra y Material de los sueños: gente que no sabe perdonar, parejas que no logran comunicarse por más que hablen, hombres hundidos hasta el cuello en su propia soledad, víctimas de un pasado que no logran sacudirse del todo. En pocas palabras, lo que Juana Ramírez logra es crear vida con todo y los miasmas que esta implica. Tiene un oído innato, un ojo que sabe reconocer dónde está la frontera entre el día definitorio y el resto de una vida aciaga. Juana sabe escribir.

Alguna vez, en conversación franca, relajada, le pregunté a la autora por qué escribía. Su respuesta era la que esperaba: no sabe. A pesar de ello, su producción es constante, fiel a esa voz que está descubriendo o que, quizá, desde años atrás palpita dentro de ella. Desconozco la edad de Juana (debe de rebasar los cincuenta), de dónde viene o a qué se dedica: nuestro único punto de comunión es el Taller de Creación Literaria del FARO Indios Verdes, a donde se presenta con asiduidad y, sin más rodeos, sin más preámbulos, lee lo que escribió durante la semana. Y como la vida misma, no todos sus textos son bellos o logran llegar al punto deseado, pero en el grueso de su producción hay vida, hay gente existiendo sin la consciencia de ello, rodeados de una oscuridad profunda en la que, a veces, sus voces brincan como una chispa de luz. Me pregunto cuánta será la oscuridad a la que Juana Ramírez se asoma para, después, hablarnos de ella en un par de oraciones lúgubres, dolorosas, tangibles.  

Aldo Rosales