Leopoldo Lezama
En la historia de la sensibilidad artística, existen puntos de quiebre que renuevan la forma de concebir el mundo: Arthur Rimbaud representa uno de los momentos más fascinantes. Dotado del privilegio de la intuición, tuvo la monumental tarea de hacer manifiestas sus visiones. Para él, ser poeta significó un despertar de los sentidos y un esfuerzo por participar en la danza de lo imposible. Crecía en virtud el niño y también crecía en años, escribió Rimbaud sobre Jesús de Nazaret: ¿Quién es este niño?, preguntan./ Su cara expresa una seriedad mezclada de belleza/ El joven artífice trabaja el cedro con arte, como un veterano. Al hacer esta pintura, el poeta se dibujó a sí mismo; niño prodigo que brilló en todas las disciplinas, y que desde entonces tuvo muy claro su objetivo.
En mayo de 1871, a los 17 años, Rimbaud escribió a su profesor George Izambard un documento paradigmático en la poesía moderna (Cartas del vidente): El Poeta se hace vidente por medio de un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Él busca por sí mismo y agota en sí mismo todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura, todos los venenos, para no quedarse sino con sus quintaescencias. Inefable tortura en la que necesita de toda la fe, de toda la fuerza sobrehumana, en la que se convierte, entre todos, en el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito, ¡y en el supremo Sabio! ¡Porque alcanza lo desconocido!
De su aspecto, además de la decena de retratos que se conservan, Paul Verlaine nos deja uno más exacto: El hombre era alto, bien formado, casi atlético, un rostro perfectamente ovalado de ángel en exilio, con cabello castaño claro en desorden y con ojos de un azul pálido inquietante. Stéphan Mallarmé, quien lo conoció en una tertulia literaria, aporta detalles sustanciales: Tenía un no sé qué de orgullosamente impulsivo, o malamente, de mujer del pueblo… de oficio lavandera, a causa de manos bastas, enrojecida por hinchazones por los cambios de caliente a frío. Las cuales evocarían oficios más terribles, propios de obreros.
Rimbaud el mago, el lúgubre, el pecaminoso, el santo orando en la terraza, el que despojó sus visones entre las espigas, el dardo en la neblina, el sabio en el sillón sombrío, el de los pies quemantes, el que abandonó su cuerpo y se acostó en el lomo dorado de los trigos. Rimbaud, arpa entre los rieles, peón del camino real, el pobre del sendero, paje que recorre la alameda y cuya frente toca el cielo. Lleno de fatiga se perdió entre el huracán de los sentidos y volvió de pie, colmado de cielos infinitos. Corcel de barro adolescente, semilla de linaje aéreo, secreto celador de los instantes muertos, la paz le irritó y lo eterno le creó remolinos. Caminante de altamar, inagotable como un grifo, nadie cultivó una impaciencia tan fecunda y nadie anduvo caminos más hostiles bajo sus pies deshechos.
Rimbaud, cuya terrible frente armada surge desgarrando el viento, no se conformó con el poder de su percepción, y forzó un suicidio interno con la esperanza de que más allá de sus ruinas se levantaran estructuras increíbles. En un ser de este linaje, cada sensación se extiende como un alumbramiento; los ruidos, las imágenes, los sueños, llegan como un fantasma hambriento de otra piel. Aprehender el esplendor de una sensibilidad de estas dimensiones supone un problema mayúsculo, pues hasta sus dinámicas más habituales sobrepasan la experiencia del resto de los hombres. Paul Valéry, al intentar describir el pensamiento de Leonardo da Vinci, nos da una idea de la dificultad de esta empresa: Pues si todas las facultades del espíritu elegido están ampliamente desarrolladas a la vez o si el resto de su acción parecen importantes en todos los géneros, la figura se torna cada vez más difícil de captar en su unidad y tiende a escapar a nuestro esfuerzo. De una a otra extremidad de esta extensión mental, hay distancias que no hemos recorrido nunca.
Esta sensibilidad, dormida como el aura en su nido remoto, al despertar avanza como un manto de agua pura donde se sumerge el brillo de todas las cosas. Absorta en su cruzada por el conocimiento absoluto, respira en las alturas y se calcina en la tiniebla, fortalecida en la creencia de que la luz llegará plena. De Una temporada en el infierno a las Iluminaciones, Rimbaud caminó el recorrido completo a través del vasto territorio del alma. Fue este poeta a un tiempo hijo de la aurora y del relámpago, un caso único en la historia del espíritu, donde se conjuga el profeta de las visiones y el obrero del dolor. Vejado por dios, Arthur Rimbaud, partícula blasfema de la radiación celeste, proveído tan solo de pobreza humana, se irguió frente al vacío y le hizo frente. Armado, no obstante, de una intuición poderosa, dejó incomparables imágenes de los sitios que su imaginación pudo habitar: Soñaba cruzadas, viajes de descubrimientos de los que no quedan relatos, repúblicas sin historia, guerras de religión sofocadas, revoluciones de costumbres, desplazamientos de razas y de continentes: creía en toda suerte de hechizos.
Rimbaud fue uno de los pocos seres que hurtó el fuego de los dioses y maniobró con él las imágenes más extraordinarias. Fue el único, acaso, que voló tan cerca de los rayos solares con el deseo de ser consumido por el fuego. Sin embargo, salió a la superficie y describió su expedición con versos de insuperable belleza. Con voluntad obsesiva, provocó la fiebre que alumbra y el delirio que labra. En su poesía el tiempo canta estremecido, y el alba hace sonar su voz vidriosa. Herido de ansiedad metafísica, conoció el espacio donde nace la forma y las categoría se desintegran. Así como a Juan, según la Biblia, se le revelaron las profecías del fin de los tiempos, a Rimbaud se le anunció el sendero de una sensibilidad completamente nueva.
Poseído por un instinto envuelto en llamas, Rimbaud es quizás el primer poeta que deliberadamente se propuso conocer el alma humana y su brillo trascendente; su afán de exploración lo llevó a tocar tierras inexistentes y a escuchar el murmullo afelpado y cobrizo de la eternidad. La luz que Rimbaud invocó no es la misma que despostilla al cielo por la madrugada: …luz en nada parecida a la penumbrosa luz que, mezclada con sombras, oscurece nuestras miradas/su origen celeste nada tiene en común con la luz de la tierra/ y una divinidad me sopla en el pecho, un algo celeste y desconocido, que corre por mí como un río.
Como los filósofos de la Grecia antigua, el poeta se interrogó sobre la naturaleza del Universo, y al igual que los grandes teólogos, cuestionó si algo guía su destino: ¿Por qué el azul mudo y el espacio insondable?/ ¿Por qué los astros de oro hormiguean como arena?…/¿Guía un pastor este rebaño inmenso de mundos que caminan en el horror del éter?/ ¿Y todos los mundos que el vasto espacio abraza vibran con el acento de una eterna voz? Y si el hombre es perecedero, se pregunta el poeta, la Madre Naturaleza, ¿lo resucitará para amar en la rosa y crear entre el trigo? Aquél horizonte que huye en fuerza eterna y se desvanece en lo más remoto de la lejanía, sólo se hace palpable con el canto que asciende. Entonces el poder humano estalla en las alturas y lo divino se revela: El cielo está abierto, murieron los misterios.
Rimbaud vio más allá del albor de la vigilia y siguió ese ritmo convulso que deja sentir las ondulaciones de un mar inconcebido. La mente se resquebraja y deja entrar el líquido germinal de las esencias. El que se envenena para mirar está labrando un surco en la llanura de la forma oculta. Y si Rimbaud encontró que la realidad había dado de sí, mediante una poderosa alquimia la reconstruyó en un cúmulo de visiones deslumbrantes. El poderoso trago de veneno que bebió el joven poeta despedazó el contorno de todos los conceptos y dejó a la realidad nuevamente en su estado primigenio, húmeda aún, sin campos ni veredas, como una raíz que desconoce hacia dónde habrá de extender sus nuevas ramas. Rimbaud ofrendó su espíritu a las fuerzas del mundo para hacer posible un diálogo secreto con la totalidad. Muy pronto se dio cuenta que aquella fabulosa extensión que lo llevaría a los confines del conocimiento, se haría por medio del paraíso sensible, pues nuestra pálida razón nos oculta el infinito. En el poema “Sensación”, Rimbaud erige a los sentidos como la fortaleza desde donde recibiría la embestida de la realidad: En las tardes azules del verano por los senderos iré/ picoteado por los rastrojos, a pisar la hierba menuda: soñador, su frescura en los pies sentiré,/ y dejaré que el viento bañe mi cabeza desnuda.
Preso en la razón y en la asfixiante frontera de su cuerpo, Rimbaud escribió uno de los poemas más bellos que se han concebido en torno al deseo de abandonarse sobre las desmayadas aguas de la materia: Transportaba trigo de Flandes y algodón inglés/ no me preocupaba ya ninguna tripulación/ Cuando con la muerte de mis sirgadores cesó el desorden/ los Ríos me dejaron descender hasta donde yo quería. “El barco ebrio”, imperio de la Fuerza espléndida según Paul Verlaine, le dio un sitio privilegiado a la obra de Rimbaud en los altares de la gran poesía. Además de ser uno de los poemas mejor logrados de los últimos siglos, concretó de manera admirable la utopía visionaria del poeta: Sé de cielos que estallan en relámpagos, y de trombas/ y resacas y corrientes;/ sé del atardecer/ y del Alba exaltada como una bandada de palomas./ He visto, a veces, lo que el hombre ha creído ver. Libre ya, diseminada la proa, roto el mástil, el alma pudo encontrarse con el conocimiento mayor que esconde la poesía: He visto al sol poniente, tachonado de horrores místicos,/ iluminar con grandes cuajarones violetas,/ semejantes a actores de dramas antiquísimos,/ a las olas, que despliegan, en lontananza, su batir de postigos.
Rimbaud sintetiza la brutal aflicción de cargar el peso de la existencia, y tal vez a eso se debió su permanente deseo de huida. Para la propia historia de la literatura, continúa siendo un misterio el motivo por el cual Arthur Rimbaud decidió no escribir más con apenas veinte años. Pero si leemos con detenimiento toda su obra, podremos ver que su labor de visionario era un ejercicio condenado a perecer: Que la oración galope y la luz brame… eso lo veo claro. Es demasiado simple y hace demasiado calor; se arreglarán sin mi. Tengo un deber, estaré orgulloso de él como mucha gente, cuando lo deje a un lado, dice en “EL RELÁMPAGO”. Tampoco es acertado pensar en la persistencia de un poeta que entre todos los desplazamientos, le preocupó fundamentalmente el de su propia conciencia. La célebre segunda carta del vidente que envió al poeta Paul Demeny, queda como uno de los mayores enigmas de la poesía: Nos equivocamos al decir: Yo pienso; deberíamos decir: Alguien me piensa… YO es otro. ¿Y si el deseo más profundo de Rimbaud era ser otro, qué importaba la poesía? La destrucción de la conciencia como una extrema tentativa de búsqueda, no es extraña en el itinerario del viajero y del suicida. Mediante la desarticulación de las facultades perceptivas y el resquebrajamiento de la conciencia, nuevos valles se extenderían ante sus ojos cansados. Recorrió todos los continentes, todos los océanos, pobre y altivamente, dijo Verlaine hacia 1884, muchos años después de ver por última vez a su antiguo compañero.
El desierto, el aire marino, los paisajes inusitados fueron un anhelo frecuente en el poeta adolescente. Acaso sabía que en esos climas atroces pasaría el resto de su vida con la ambición de hacer dinero y tener un hijo (según arrojan algunas cartas póstumas). Siervo de una luz desconocida, quizás visualizó también el lugar que los siglos le guardarían no sólo como poeta, sino como un liberador del espíritu. En su texto misteriosamente titulado “GENIO”, prosa final que compone las Iluminaciones, escribe:
Nosotros le pedimos que vuelva y él viaja… Y si la Adoración desaparece, resuena, su promesa resuena… Él no se irá, él no bajará de los cielos, él no llevará a cabo la redención de las cóleras de las mujeres ni la de los júbilos de los hombres ni la de todos los pecados, pues por el mero hecho de existir y de ser amado ya nos ha redimido.
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Leopoldo Lezama (Ciudad de México, 1980) es editor y ensayista. Es autor de En busca de Pedro Páramo (STUNAM, 2018).