Aldo Rosales
Ayer, durante una sesión de zapping (Viaje alrededor de mi señal de televisión, si no le molesta a usted, señor Xavier de Maistre), me encontré con un documental sobre el estrecho de Bering. Un grupo de cavernícolas bastante estilizados (no era difícil identificar, bajo la consabida piel artificial de tigre de Bengala y la peluca hirsuta del hombre promedio de las cavernas versión televisiva, al típico modelo de Dolce & Gabbana), avanzaban entre una tormenta de nieve que más tenía de lluvia de copitos de unicel que de agua congelada. “Sin duda, un largo paseo”, dijo la voz en off, para después hacer hincapié (valga la expresión) en los kilómetros recorridos por aquellos nómadas. “Enteramente a pie, caminando”, recalcó (un hincapié detrás del otro: aquello ya olía a paseo). Aclarado el asunto de que ninguna parte del viaje se realizó a lomo de Pterodáctilo (el creador de Los Picapiedra nos ha mentido todos estos años), el narrador procedió a contar otras cosas que ya no recuerdo.
Antes de cambiar de canal, pensé que en realidad el término que habían usado para el viaje aquel no era del todo correcto: no fue un paseo, a pesar de que el ingrediente principal de la travesía, claro está, fueron los pasos. Sin embargo, esto no nos dice mucho: el paso también está presente en la danza, en la baraja y el dominó (“paso”, decimos cuando nos dejan sin jugada). De igual manera, por obra y gracia de la metonimia, señala el lugar por donde podemos atravesar los peatones en una carretera (paso de cebra) o el lugar por el que salvamos una ruta peligrosa (paso a desnivel). Y si cambiamos la “o” final por una “e”, las posibilidades se multiplican por montones. Pero vamos paso a paso.
Minutos después, a la mitad del zapping (un paseo televisivo en el que la meta no existe o en todo caso es el viaje mismo), me puse a pensar por qué me atreví a decir que el cruzar el estrecho de Bering no fue justamente lo que aquel narrador dijo: un paseo. Y dado a la cuestión (o ya encarrerado el ratón, para mala fortuna de la mamá del gato), me puse a analizar, paso a paso, por qué aquello no fue paseo.
El paseo, primo cercano del fraseo y del copeo, es de etiquetado franco y denuncia desde su nombre su ingrediente principal. De apellido patronímico, se caracteriza porque, al igual que sus parientes ya mencionados, carece de una meta: se hace sólo porque sí y sin rumbo fijo; a mayor domesticación, menor belleza presenta (pensemos, si no, en esas reuniones de copas planeadas con antelación, ascéticas y ordenadas, que terminan por ser pases de lista de las metas logradas hasta el momento por el grupo de amigos, y contrastémoslas con las reuniones espontaneas, esas que terminan por ser memorables). Además, el paseo implica siempre un retorno: más que flecha es bumerang.
Un ejemplo: cierta mujer madura, jubilada, compra una caminadora que ve anunciada en la televisión (vaya usted a saber si durante el zapping o no). Días después, y luego de una herida salvaje en la tarjeta de crédito, un grupo de mudanzas lleva el aparato y lo instala, a petición de ella, frente a la tele. La mujer, todas las tardes, mientras ve la telenovela en turno, enciende la máquina y sube para dar aproximadamente 5000 pasos, siempre uno delante del otro (hay una sintaxis de la caminata, un pie siempre delante del otro, porque si se impulsan los dos al mismo tiempo aquello deja de ser un paso y se convierte en un salto) hasta que se cansa y apaga el aparato.
La mujer, cuando habla por teléfono con los conocidos, dice que se ejercita con la caminadora, pero jamás se le ocurre decir que pasea (aunque lo que hace lleve como ingrediente principal el paso): sólo dice eso, que se ejercita con la caminadora. Entonces, si todas las tardes suma pasos, ¿por qué no dice que pasea?, ¿por qué nosotros mismos no consideramos aquello como un paseo? (y cuando digo nosotros me refiero a un pequeño grupo de amigos y familiares a quienes he interrogado sobre el paseo, usando este mismo caso como ejemplo). Porque la tónica del paseo, el elemento definitorio, además del paso (hasta ahora) es el espacio abierto. Voy a salir a pasear, es la frase común, que indica, de más está decirlo, abandonar cualquier interior. El paseo, como ciertas aves, no sabe vivir en cautiverio.
Ayer me asomé por la ventana a las 5:50 de la mañana (una especie de zapping en la siempre cambiante programación de los exteriores). La calle, a oscuras, parecía ser otra. Vi pasar a mucha gente, la mayoría de ellos adultos jóvenes que se dirigían a sus trabajos o, al menos, eso me pareció. O pudo ser otra cosa, pero de algo estoy seguro: no paseaban. Y no tiene nada que ver con la hora, o la ropa que llevaban puesta, o sus edades, sino con la velocidad a la que hilaban los pasos, esas cuentas en el largo rosario del andar. Hay, me parece, un elemento que casi todos reconocemos en el paseo, aunque no reparemos en ello: el ritmo. Entendemos, así lo acordamos (la lengua humana es un cúmulo de signos arbitrarios) que el paseo se caracteriza por una suma de pasos en el exterior, sí, pero que lleva un ritmo. Danza extendida en horizontal, alfombra roja para la gala de nuestros pensamientos, el paseo es paso dado con ritmo, con lentitud menor a la que se emplea sólo para cubrir distancias. Si para Gilberto Owen narrar es caminar y hacer poesía es bailar, afirmemos que el ensayo es pasear. No lo digo yo, lo afirman otros a quienes, pasito a pasito, llegaremos más adelante.
Recuerdo que hace años, muchos ya, mi abuela se ofreció a llevarme a la primaria; yo asistía al turno matutino. Se nos había hecho tarde y, frente a nosotros, iban más personas a las que, muy conscientes de las reglas del tránsito pedestre, rebasamos por la izquierda. “Parece que van en la Alameda”, dijo mi abuela, y tiempo después supe que se refería al ritmo lento que adquieren las personas cuando, precisamente, van a pasear a ese lugar. El paseo, entonces, no sólo es la suma de pasos en el exterior, sino que además debe llevar el ingrediente del ritmo específico, calmo, desenfadado; dicho ritmo tiene, digamos, un límite de velocidad. Pero, además, el paseo se marca, se define también, por el terreno sobre el que se ejecuta.
Quien haya paseado sobre las vías del tren me entenderá. Si se camina sobre los durmientes de madera, de los que cada vez hay menos, se adquiere, inconscientemente, un trote de corte yámbico; si se camina por los modernos, los que están hechos de concreto, el ritmo aumenta, hay una taquicardia en los pasos; las vías son una orden, implícita, de tener cierto ritmo y dirección en el paseo. Una vez que nos separamos de las vías, el paseo recobra un poco de la soltura que perdió al ir sobre éstas. A pesar de que el cuerpo del paseo es flexible (es agua, que adquiere la forma del recipiente que la contiene, o en todo caso es aire, que cambia de dirección y tono sin previo aviso) corre el riesgo de romperse, y ser, de pronto, algo más. Pero estas vías, las físicas, a veces corren paralelas a las otras vías presentes en el paseo: aquellas por donde corre, libre, el tren de pensamiento, cuyo combustible son los pasos.
Un hombre comienza su paseo en la sala de su casa (no me atrevo a decir cuál de sus pasos es el primer paso del paseo) y termina en Roma, viendo cómo unos leones devoran cristianos, justo como los mandriles, a veces, devoran monos más pequeños, como ésos que en ocasiones llevan en el hombro los cilindreros de las caricaturas de los domingos, cuando no hay trabajo en la oficina, donde bajo el escritorio se quedó un billete de 50 pesos que, ojalá, la señora del aseo, la misma que tiene una hija enferma, le guarde. Por cada paso que da el cuerpo, la mente da tres, aunque no en la misma dirección. Cuerpo y mente parecen hermanarse y así formar una rosa de los vientos de la consciencia y del pensamiento: el cuerpo avanza horizontalmente, mientras que la mente lo hace de manera vertical, cayendo —o elevándose— a los espacios más insospechados del pensamiento y del recuerdo.
Pasear es una cosa peligrosa, más allá de los riesgos que conlleve andar por las calles. Ya Neruda, en Walking around, advertía de los peligros del paseo: un hombre se cansa de ser hombre, cosa grave, y todo parece indicar que se dio cuenta de ello a raíz de dar un paseo, porque en esta actividad, que generalmente asociamos con las piernas, se usa mucho más la mente. Cuando tenemos una ruta fija (que también se compone, a veces, de pasos) no reparamos en las cosas alrededor, ni en lo que éstas producen en nosotros, sino pensamos en la meta, en la llegada. En el paseo, por el contrario, al no tener una meta, el camino en sí mismo es la meta (zapping de las distancias, al fin y al cabo), lo que conlleva, en ocasiones, observación, un reparar en detalles que normalmente no apreciaríamos; andar es a caminar lo que observar es a ver. La vista pierde la rigidez horizontal que normalmente le damos, y entonces se notan, por ejemplo, los techos de las casas, o la punta de los edificios, donde descubrimos academias de baile, cortinas que no sabemos si alguna vez estuvieron abiertas, o ruinas que alguna vez estuvieron habitadas: es el placer andariego del que hablaba Novo, aquel que lleva, si se ejecuta bien, a disipar la costumbre de los sitios ya vistos hasta el hartazgo, “el placer doble cuya sorpresa se nutría en mis recuerdos, y su contento en la comprobación de su prosperidad”.
Ahora que hablo de la punta de los edificios, me vienen a la mente estos autobuses para turistas que circulan, a diario, por la ciudad de México, los llamados Turibús. En ellos, por una cantidad de dinero —que será módica, o no, según el bolsillo— uno puede dar vueltas por la ciudad para observar los puntos más representativos de ésta; uno puede “pasear” en un Turibús, aunque no se dé ningún paso. Estamos, entonces, frente a dos fenómenos: la resignificación de la palabra paseo (que, como vemos, hace ya más referencia al acto de despejarse, de dar vueltas con un fin recreativo que a la suma de pasos) y frente a la domesticación del paseo mismo. Una actividad que comenzó siendo espontanea, solitaria (como lo señala Hazlitt en su ensayo sobre el paseo) tiene ahora una estructura fija, determinada, y es, al menos en este tipo, una actividad grupal, que puede siempre conservar, no obstante, la calidad de solitaria. Uno puede ir en solitario, aun rodeado de gente, en este paseo inorgánico, en cierta medida, y dejarse afectar por la ciudad y las historias del guía. Se pasea en quietud, con la vista.
Ahora que menciono la vista, quisiera decir que a mi consideración está sobrevalorada cuando se trata de pasear (aunque sigue siendo vital: no he aprendido a pasear con los ojos cerrados). Pensemos en el paseo de los perros (¿tienen ruta los perros?, ¿hay un camino del cual se desvían, o lo que hagan, para donde se dirijan, ése es su camino?) que se guía, más que por la vista, por el olfato. Si como ya dijimos, la finalidad del paseo es simplemente dar pasos, acumularlos (estirar las piernas como dicen algunos, aunque en realidad se estiran más las piernas al estar acostado) entonces no importa el camino. ¿Por qué no, entonces, un paseo donde el sentido guía sea el olfato?
Un amigo afirmaba que él, cuando asistía a ferias de pueblo, o a los mercados, en el área de comida, se guiaba por el olfato y no por la vista. ¿No era esto, en cierto modo, un paseo también? Y pensemos, también, en un caso donde pasear con la vista no es, simple y sencillamente, una opción: el paseo de los ciegos. Francamente, nunca he hablado con un ciego durante mucho tiempo, lo suficiente como para llegar al tema del paseo pero, me pregunto, ¿no pondrán ellos atención especial al paso en sí mismo? Al depender de los sentidos restantes, supongo, quiero creer, que el sentido predominante es el tacto, y es, también, un tacto diferente al del citadino promedio, ya que se trata del tacto en los pies al igual que el de las manos. Lo suyo podría considerarse, entonces, como un paseo concentrado, porque se realza la importancia del paso, lo que los debe llevar, sin duda, a diferentes canales de pensamiento que aquellos que nos invaden a los que podemos ver.
Bien, hasta ahora hemos logrado identificar algunas de las características del paseo: es una suma de pasos, se realiza en exteriores, tiene un cierto ritmo y límite de velocidad; carece, en la mayoría de las veces, de una meta fija, y ello le inyecta cierto aire de futilidad. El paseo, además, parece activar el insospechado engranaje que existe entre las piernas y la mente (hablo de las piernas propias, porque siempre hay un mecanismo invisible que corre de la mente a algún par de piernas). Aunque hasta ahora todo parece señalar una linealidad del paseo, también existen los paseos de formas infinitas, circulares; un uróboros de pasos. Éstos, generalmente, tienen lugar en los parques (un lugar que parece haber sido inventado para los paseos, por los innumerables recorridos que traman sus jardineras y áreas verdes; recorridos casi tan numerosos como los posibles movimientos en un juego de ajedrez).
Cuando hablo del paseo en el parque, me resulta inevitable pensar en que el paseo es, también, una actividad que se realiza en parejas, o en grupos un poco más numerosos. Pero, a pesar de realizarse ocasionalmente en grupos, el paseo no puede deshacerse del todo de ese halo de soledad, de introspección que lo acompaña. Por ejemplo, en el cuento Los crímenes de la calle Morgue, de Edgar Allan Poe, se narra cómo el protagonista y su mejor amigo salían a pasear constantemente para, simple y sencillamente, entregar la imaginación al aire, para activar el tren de pensamiento. Y aunque ahora ya los hombres no paseen tomados del brazo, como se narra en el mismo cuento, sí se puede ver a dos paseantes en el parque, atados uno al otro por apenas una ligera brizna de conversación, a veces hecha de monosílabos, mientras la mente de cada uno, por separado, flota libre.
El paseo, como un ser casi orgánico, ha evolucionado a lo largo del tiempo. Si bien en un principio se compuso de pasos, ahora ha extendido su abanico de posibilidades y existen los paseos a caballo, en bicicleta o en un automóvil. Si bien en estos métodos los pasos quedan en segundo término, el principio de distracción, de esparcimiento, de espacio de reflexión, sigue intacto. Entonces se puede creer, es tentador creerlo así, que el rasgo definitorio del paseo, su elemento clave, es el vagar, el establecer, con cada paso, un durmiente para el tren de pensamiento, no importa si se establecen de madera o de concreto, con el consecuente ritmo que inyecta cada uno.
Me viene a la mente un pasaje de Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, donde dice que los anuncios al lado de las carreteras (los llamados “espectaculares”) son, en esa distopía planteada por el autor, de hasta 60 metros de largo, para que pudieran ser apreciados aún a esas velocidades. Quizás lo mismo ocurra con los paseos: a mayor tamaño o extensión del pensamiento, más largo debe ser el paseo, para tener el tiempo suficiente de digerirlo, de neutralizarlo; como una reacción química, donde se obtiene sal y agua si se mezclan adecuadamente ácidos y bases (en el paseo, en el humano, el agua y la sal aparece en forma de lágrimas o sudor, lo que señalará, muy probablemente, un paseo provechoso).
Recuerdo ahora que en el mencionado libro de Bradbury, Montag, el protagonista, adquiere la costumbre del paseo nocturno, lo que lo hace mirar dentro de sí, con resultados no siempre agradables. En ese mismo libro, o mejor dicho, en la historia planteada, los libros están prohibidos y, por ello, implícitamente, algunas calles del pensamiento están vedadas. No sé si sea práctica común, pero al menos a mí, en ocasiones, se me da el pasear a través de un libro. La lectura, en ese sentido, reúne las mismas características del paseo: es una suma de pasos (que se dan con los ojos, de palabra en palabra, como poner un pie y luego otro sobre los adoquines de una calle) que, no necesariamente, nos lleva a algún lado sino que, en ocasiones, se puede transitar circularmente, en forma de espiral, digamos, y comenzar en el mismo lado que comenzamos, aunque siendo distintos. Pienso en esto a raíz del comentario de un amigo, que nos habló de un poema circular, en espiral, que termina como inicia —o inicia como termina— aunque él, como lector (como paseante) no era el mismo al volver. Y cuando hablo de mi paseo en los libros, no necesariamente hablo de una lectura sesuda, o siquiera donde pueda comprender algo: muchos libros que he leído de principio a fin no los he comprendido ni en lo más mínimo, pero me llevaron a calles paralelas del pensamiento, y empecé, claro, en las calles que nacen entre una línea y otra.
Pero dejemos de lado las calles, por un momento, y pensemos en los paseos en el campo, que también suelen darse, aunque con menor frecuencia para todos los que vivimos en una ciudad o al menos en un área conurbada. Del ensayo Salir de paseo, de William Hazlitt, podemos pensar en el paseo a campo traviesa, el paseo en su estado más salvaje y, por ello, quizás más peligroso (recordemos que un paseo puede comenzar a la puerta de la casa y terminar con un pensamiento casi suicida) porque, a diferencia del paseo por la ciudad, o por las calles, conocidas o no, en el paseo por el campo los pensamientos pueden correr de forma más veloz, porque no hay nada, o casi nada, que los detenga en su lugar (a diferencia de la ciudad, en el campo no hay muchas cosas que detengan la caída abrupta de los ojos desde el cielo hasta el piso, y puede uno acabar mirando dentro de sí, aunque no se quiera). En este tipos de paseo, a veces, se prefiere el uso de la bicicleta (o quienes así lo puedan hacer, del caballo) y entonces se reafirma el desprendimiento del paseo de su semilla, el paso y, por ello, del pie. Es casi un ser vivo, un ente que, además de mutar, tiene sombra, tiene eco, y es la vuelta, el retorno.
El regreso, el retorno es, según yo, un residuo del paseo que, no obstante, no pertenece a éste. Contiene elementos similares a él, sí, pero esta vez tenemos una meta fija, un punto de vuelta. A veces, cuando salía a caminar con un amigo, es decir, paseábamos, el regreso era totalmente distinto del paseo en sí. Permanecíamos callados por lapsos más largos (aunque esto a algunos, a Hazlitt, por ejemplo, le parezca más grato) y el ritmo de los pasos era distinto porque el paseo, según entendíamos, aunque no se mencionara, ya había terminado. En esos paseos, como dije, no había meta, volvíamos siempre, pero nunca los mismos, y a veces no hablábamos, sólo se nos iba el pensamiento hacia lados distintos que, a veces, se juntaban ante la presencia de cierto objeto, lugar o persona que tenía un significado en común. Por ejemplo, al pasar frente a la secundaria donde habíamos estudiado, el pensamiento de ambos se juntaba, convergía por segundos y luego volvía, cada uno, a su cauce natural. A ese amigo, al que recuerdo más como “el otro en el paseo” que como un individuo, no lo he vuelto a ver. Supongo, como dice De Quincey, que a veces nos hemos visto, o hemos estado cerca en algún lugar, pero que una sola calle, sobre todo en las ciudades, bastan para separar a dos personas para siempre.
Y si las calles, o al menos una, pueden separar para siempre a dos personas, pensemos entonces en el Aqueronte como la calle que nos separa siempre de los que terminaron el paseo por este mundo, ya que, como dijo Nezahualcóyotl, sólo estamos aquí “de paso”. Después de todo, creo, la vida es similar al paseo, en el que a veces no sabemos hacia dónde vamos o cómo llegaremos, y simplemente gastamos los años en salir a estirar la sombra por las calles, o salimos de la tierra a hilar pasos, uno tras otro, hasta que es tiempo de volver, distintos de como salimos.
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Aldo Rosales Velázquez
Ciudad de México, 1986. Autor de los libros de cuento Luego, tal vez, seguir andando (Río arriba, 2012), Entre cuatro esquinas (FETA, 2014), La luz de las tres de la tarde (BUAP, 2015), El filo del cuerpo (Revarena ediciones, 2016), Ciudad nostalgia (Abismos, 2016), Sombra-Reflejo (BUAP, 2017), Los panes y los pescados (Ediciones Periféricas, 2018), Tiempo arrasado (Revarena ediciones, 2019), Mismatch (Cuadrivio, 2020) y Foley (Fondo Editorial del Estado de México, 2020), con el que obtuvo mención honorífica en el Certamen Literario Laura Méndez de Cuenca, 2018. También es autor de los libros de crónica Tren suburbano (Malpaís, 2019) y Linde faz (FETA, 2018) con el que obtuvo el Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay. Obtuvo mención honorifica en el Premio Nacional de Periodismo Gonzo 2018 por la crónica Big Tony Bang.