Jim Morrison: medio siglo entre las llamas de la noche interminable

Por Leopoldo Lezama

                                                                                                   Para Héctor Rosendo 

 

James Douglas Morrison (Jim o Jimmie en los bares de mala muerte de Los Ángeles), nació en Melbourne, Florida, en diciembre de 1943. Hijo de una irlandesa posesiva y de un almirante de navíos nucleares, Jim vivió su niñez a salto de mata entre cuarteles militares de los Estados Unidos. Estudió en la Universidad Estatal de Florida y en la Universidad de California (UCLA), pero su tiempo lo dedicaba a la pintura y la poesía. No faltaron mujeres que le dieron cobijo en sus azoteas, donde el joven Jim devoró a los poetas malditos: Charles Baudelaire, Paul Verlaine, Laútreamont y particularmente, Arthur Rimbaud, de quien heredó el legado del vidente (porque algunos nacen para la noche sin fin).

Nademos a la luna,
Subamos a través de la marea
Penetrar la tarde que la ciudad
Duerme para esconder.

Nademos hacia fuera esta noche, amor
Es nuestro turno de intentar
Estacionados junto al océano
En nuestro paseo a la luz de la luna.

Fue en la universidad donde, recitando un fragmento de Moonlight Drive, su compañero de clase y tecladista Ray Manzarek, le propuso formar un grupo. Cuando se unieron el baterista John Densmore y el guitarrista Robbie Krieger, se conformó The Doors, una de las bandas más legendarias e influyentes de la historia del rock. A pesar del hondo legado que dejó, The Doors duró tan solo seis años: 1965-1971; y a pesar de haber persistido hasta 1973 con el nombre original, las puertas se habían cerrado tras la muerte de Morrison.

Jim Morrison vivió una época en que una generación de jóvenes ansiosos de nuevas horizontes mentales y sensoriales, dinamitaron la estructura de valores caducos: la familia, la religión, la moral, la educación sexual. Y muchos grupos se dieron a la tarea de armar otros parámetros para la experiencia: The Rolling Stones, The Who, The Jimi Hendrix Experience, The Beatles, The Cream, The Grateful Dead. Lo que Jim Morrison y su grupo aportaron a la historia del rock and roll, fue ese impulso que invita al arrojo absoluto (cruza al otro lado, cruza al otro lado… la puerta es recta, profunda y ancha); la consumación sexual como un reino de los sentidos; el asombro por el ensanchamiento del mundo, y el espíritu como un pequeño dios en el cual todas las cosas ocurren. En las canciones de los primeros discos (The Doors, Strange Days -1967, y posteriormente, Waiting for the Sun –1968, The Soft Parade -1969, Morrison Hotel -1970, y La Woman -1971), hay la vuelta al “yo que siente y delira” como el lugar donde el mundo se origina y muere.

Puedo convertirme en gigante y alcanzar las

cosas más lejanas. Puedo cambiar

el curso de la naturaleza.

Puedo situarme en cualquier lugar

del espacio o el tiempo.

Puedo invocar a los muertos.

Puedo percibir sucesos de otros mundos,

en lo más profundo de mi mente

y en la mente de los demás.

Yo puedo.

Yo soy.

(Jim Morrison)

 

Jim Morrison en Teotihuacán, México,.

Jim Morrison. El yo desbaratado en poesía y el yo que es otro confluyendo en un delirio interminable. El chamán bajo la luna desértica. El lobo de la carretera adormecida. El astro veloz de la ciudad moribunda. El barco embriagado alrededor de la serpiente de piedra. El niño solitario que aguarda la media noche para soltar el llanto.

Jim Morrison es el tótem de la destrucción luminosa que ha encontrado un refugio en el rock and roll. El único lugar para las almas extraviadas, para aquellos que perdieron el rumbo desde los primeros pasos. Aún muchos vagabundos en los suburbios del mundo tararean sus canciones como un himno que ha de sofocar su fractura cósmica. Su herida primigenia.

No se sabe con certeza la situación de su muerte. Se habla de una sobredosis de heroína en un antro de París, cuyo desenlace fatídico habría terminado con su vida, un 3 de julio de 1971. Otros sugieren el suicidio poético, donde su cuerpo inerte en la bañera de su hotel habría quedado con la vista extraviada en el abismo del cielo raso. Muchas leyendas han surgido desde entonces. Jimmie bebiendo, ya viejo y enloquecido, en un ruinoso bar de Alabama. Jimmie ciego en el portal de un caserón del Misisipi, recitando en letanía alguna antigua canción de sus ídolos del blues.

En todo caso Jim Morrison está danzando en otras alturas, perdido entre las llamaradas del infinito radiante.

Fin de la noche

Fin de la noche

Reino de la felicidad

Reino de la luz.

*