Tres poemas de Josué Ramírez

Josué Ramírez

 

CONTICINIO

 

Como una nueva luminosidad,

la neblina abraza la realidad de estos años inclementes.

Desapacible el ánimo, en muchas casas en las que reina la amargura,

con esos huecos propicios para la angustia,

con ese temblor desesperado de la ansiedad;

ahí —llama negra—, de madrugada, despierto

justo a la hora de mayor silencio, en el conticinio,

esa en la que la Fénix Mexicana escuchó la noche

de su soñar despierta —sin pegar los párpados.

 

Despierto con taquicardia y el estómago revuelto,

sin recordar siquiera la más mínima clave,

imagen o sensación alguna, ni abstracción siquiera,

como el blanco manto oscuro de la fosca,

—abrazo del olvido, laguna de fondo fangoso y densas aguas—,

y asistiendo a este doble silencio, despertando, pues, de madrugada,

nictálope alfabetizado, recuerdo que la monja fue construyendo

sobre tres pirámides el edificio intelectual de su osadía.

Más allá del rosario de las horas abnegadas,

los posesos mitos de la razón hacían posible —para ella—,

hallar el mediodía a mitad de la noche. Funesta calma

del otro lado del Atlántico, leídos Soledades y Soledad segunda,

Sueño una y otra y otra vez recuerdo noctámbulo;

a la Almiranta que se le ve mirar desde el cenit un

“obscuro brillo en la tiniebla clara”.

 

Así que sin saber de mí —hace un momento, lelo, dormido—,

estuve sin estar aunado al oleaje quieto como una paradoja

mirando techos de lámina y azoteas impermeabilizadas con tecnologías de punta.

Como metido en un bosque —adolescente disrupción benigna,

dejando entrar, inconsciente, todos los contagios, brújula es el cuerpo—

cuando de viajar insomne se trata. De lo antiguo lo moderno toma forma

la contemporaneidad de las ruinas que sugieren conexiones procaces.

 

 

PÓLVORA DE JUEGOS DE ARTIFICIO

 

Es este polvo detenido sobre los filos superiores de los libros

el mismo que observó Ramón López Velarde en “El retorno maléfico”.

El jerezano vio los orificios de las balas en las bardas de un edén subvertido,

con fresnos mancos y negros mapas,

con la infancia esdrújula y la adolescencia aguda,

en atmósferas que resguardaron su memoria católica,

sencilla y democrática, surreal, cuando regresó al terruño

y examinó el polvo pródigo que cubre la patria a las orillas del camino.

 

Con paso advenedizo, el jerezano tejía con antigüillas métricas un son moderno;

hasta un portón enmarcado por dos medallones de yeso. En su poema

los medallones despiertan al oír la llave en la chirriante y enmohecida cerradura.

A su regreso, Ramón asegura que los dos medallones de yeso eran un par de párpados

narcóticos, que, al abrirse la puerta preguntaron, se preguntan ¿Qué es eso?

 

Y sintió el amor y las fábulas con el corazón retrógrado;

endecasílabo, romántico, y fue dejando

—en la más pura tradición del mundo antiguo—, su preciso minutero.

Ramón López Velarde retornó a Jerez, en Zacatecas,

escuchando soterrados murmullos recentales, subvirtiendo

un país procaz y chusco que hasta ahora viste los domingos

suplicios siniestros, ocultan tramas de vileza y hacen

de la gente más taimada una constante malicia cómplice.

 

En la ciudad de México viajó con deseo esdrújulo, sutil y confeso.

En los tranvías de principios del siglo XX contrastó

la teatralidad de los espíritus noctívagos con el afán político,

rimando —como él solo—, en “La noche de los guantes negros”

los versos de pardo género con México y huesos.

 

Pulimentaba con ojo crítico los detalles simbióticos.

Ahora está aquí, removiendo el polvo de un lado a otro

con el corazón urbano. Fantaseo, miro desde un café la vida

en la avenida Álvaro Obregón, frente a la Casa del Poeta.

Leo de pie sus poemas a mujeres que pasan,

postales erotizadas de floreros, faldas, tobillos.

 

¡Ah! Éste es mi país: el mismo que Ramón López Velarde convirtiera

en motivo de una épica sordina —himno entre ruinas—,

después de regresar a casa y cavilar sobre lo hecho, llorar

la soledad olorosa a sacristía, liberal, con la pupila abierta

para ser, tempranero, una torsión al español mexicano.

 

En el café está encendido (en mute) el aparato furtivo,

predilecto de la gente que mira las pantallas de sus celulares,

de su IPad. Ya no hay nadie tranquilo en la desconexión del mundo.

 

Entre el relato del polvo y su legión de olvido,

como baudeleriano preguntó el jerezano:

 

¿Quién, en la noche que asusta a la rana,

no miró, antes de saber del vicio,

del brazo de su novia, la galana

pólvora de los juegos de artificio?

 

 

GONZALO ROJAS EN VILLA OLÍMPICA

 

En las esferas del recuerdo entreveo a Gonzalo Rojas

abriéndome la puerta, saludando, afablemente,

con la boina puesta y el chaleco estampado.

Sonreía diciendo que ahí estaba todo bien:

el sol iba entrando en diagonal por la ventana

y nosotros con él, subrayó.

 

Lo ocurrido aquel verano de 1996 —con sus cumulonimbos

plateados y blancos sobre la Ciudad de México— fue parte

de nuestro propósito de leer el mundo. Porque para leer el mundo,

me dijo don Gonzalo, hay que empezar por amar y saber leer a los místicos,

no a los hijos de Baudelaire:

 

Esos famélicos de la sensibilidad maldita.

 

Veinte años después, recuerdo a Gonzalo Rojas yendo

a la cocina para servir dos vasos de agua, diciendo que aquí,

en Ciudad de México, como en Chillán, el agua es transparente.

Bebimos mirando el abeto y el fresno rodeados de abundantes begonias.

Me despedí de él y, ya en la puerta, llegó

un poeta amigo mío para entrevistar al chileno.

Mi amigo y yo nos sorprendimos al vernos, pero no

era extraño encontrarnos ahí, pues desde adolescentes leímos a Rojas.

Los dos me invitaron a quedarme, a participar en la entrevista,

donde nos entreveríamos todos. Ya entrados en preguntas, quise saber

cuál es el lugar o qué papel juega el poeta en el mundo.

Don Gonzalo, ronco, llevando la mano al pecho, contestó:

 

Es algo sospechoso.

Nos falta desvelo, cuidar las palabras, escucharlas como lo hizo Hölderlin

con madre

y lo han hecho hombres y mujeres nacidos del ritmo;

como Paul Celan, con el fulgor a trote.

 

El ruido de la ciudad quedó en su silencio.

 

¡Oh, jóvenes amigos!

 

—reflexionaba cantando el viejo poeta—,

 

el ritmo brota del silencio, de la respiración brota;

aprendemos a silabearlo.

Y no ahí, donde lo han dejado tantos intereses de vacío y encono.

Por la sed, porque todo esto tiene que ver con la sed.

 

Había en él un frescor de vocales.

Lo recuerdo tomando agua; lo entreveo diciéndonos:

 

¿Dónde más lo vamos a ver, si no es en la distancia?

Y nos reímos.

Aquella tarde en Villa Olímpica algo sucedió contra lo sombrío.

Entendí su disposición a la alegría, su caminar y descaminarse,

y salí de ahí encantado, deslumbrado por el árbol.

De regreso a casa aquella noche vi las estrellas sobre la urbe y pensé:

 

Es un envite y yo estoy dispuesto a aceptarlo.

*

El celador que enfrentó las sombras

Cuando los ruidos de la ciudad quedan en silencio, en la hora de la noche que se extiende como un páramo de angustia, surge la voz como un riachuelo que viene andando de lejos con el fulgor a trote; desde Góngora y sus Soledades, Juana Inés y su sueño lúcido, y Ramón López Velarde, preciso minutero de corazón ardienteJosué Ramírez es un celador nocturno que cultiva el silencio para que pueda escucharse el oleaje de las palabras y los ritmos; sea en Santiago de Cuba, “epifanía de leves hélices”, o en los cielos veloces del Usumacinta, donde vuelan gorriones áureos. Orillado por la piedra que la corriente arrastra, un espíritu rebelde se enciende en medio de la tragedia de un pueblo, donde nada parece moverse, entre el relato del polvo y su legión de olvido. El poeta reniega de la lluvia y de la paz de sus ausentes; sin embargo, enfrenta el paso demoledor del tiempo (fondo fangoso y densas aguas) para darle una oportunidad a la palabra. El amor por la tradición poética universal, el ensueño como cantera de fabulaciones y el culto a la amistad, son apenas algunas rutas para seguir a Josué Ramírez. Una sensibilidad que despierta en medio de la llamarada negra que consume a los seres humanos (violenta, multiforme), con la consigna de enfrentar las sombras. Una celebración al privilegio de estar vivos y un dejarse encantar nuevamente por el árbol, el colibrí y el vaso de agua. Josué Ramírez es un poeta que se sumerge en las amarguras del mundo, para, al final del trayecto, proponer una luminosidad nueva: la poesía y la bondad.

L.L.

*

Josué Ramírez

Poeta nacido en la Ciudad de México en 1963. Es autor de varios libros de poesía, entre los que se encuentran Hoyos negros, Los párpados narcóticos, Ulises trivialy Trivio. Ha sido becario del Sistema Nacional de Creadores de Arte y de la Fundación Rockefeller. Ha publicado reseñas y ensayos en diferentes revistas y suplementos literarios.